A ciencia cierta, nadie en aquella casa hablaba demasiado de cómo había muerto Trujo ni de cuál era el tipo de poesía que hacía. Solamente una vez A había mencionado que lo habían encontrado muy frito en su casa de campo, con sendo ataque al corazón. Tal vez B también me había complementado aquella información, agregando que Trujo se le había pasado dándole al perico o algo así. A mí la verdad todo aquello me tenía sin cuidado, quizá tan poco como a B.
Tal vez me preocupaba el estado tan lamentable en el que cada día iba cayendo A. Vaciaba botellas enteras de aguardiente en nombre de Trujo y luego se pasaba noches enteras vomitándolas junto a los kilos de perico que solíamos aspirar. Algo se me encogía el corazón cuando la veía llegar del cementerio, tambaleándose contra las paredes y recitando poemas de Borges, dizque porque era el escritor favorito de Trujo. Tenía que ser alguien muy refinado ese Trujo, pensaba yo. A veces se ponía tan mal A, que yo tenía que salir a media noche en compañía del hijo de B, para buscar una medicina en alguna farmacia. El problema es que fumábamos tanta marihuana con aquel adolescente que casi siempre se nos perdía el camino del retorno a casa.
Extraviados en tu propia ciudad.
Era como si un tocino se perdiera en la cocina de una salchichonería. Generalmente, para cuando llegábamos, encontrábamos a A en estado catatónico y teníamos que resucitarla con un chute de algo entre sus venas.
Mientras me mecía en una de esas hamacas, pensaba en aquellas cosas. ¡Ah! La muerte. Cosa tan misteriosa. De repente sentías que estabas vivo, pero también te dabas cuenta de que también te podías morir. O sea, no estar más. Ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo. El refugio definitivo. Si estabas buscando un lugar al cual escaparte, y si estabas cansado de huir a otra ciudad ó a otro país ó a la casa de otra gente, ¡pam! Ahí tenías la muerte. Una conciencia fatal. ¿Y después qué? ¿Había otras oportunidades? ¿Qué tal si uno se arrepentía? ¿Había un ´donde´ para arrepentirse? ¿Un cuando? No. Tal vez era el ´no más´. Qué concepto tan grande y a mí aquella marihuana me estaba poniendo en un planeta poco deseable.
Quité el casette de música portuguesa y sintonicé a Radio Reloj. Quería saber la hora. Las 5 y 30 de la tarde y todos seguían durmiendo. 38 muertos en el parte de la policlínica municipal. Pensé que era hora de hacerme otras dos rayas, pero mejor dejé lo que me quedaba para más tarde. Las carreteras estaban atestadas de turistas. Venían tiempos duros. Era fin de año y yo sentía que esa cosa del tiempo me estaba matando. Yo odiaba los diciembres en Colombia. Odiaba los eneros con esa cantidad de puentes. Yo odiaba que fuera lunes porque a alguien se le había ocurrido sentenciar en algún lado que ese día tenía que ser lunes. ¿Por qué? ¿Por qué uno no podía hacer cosas de viernes por la noche un martes por la mañana? ¿Por qué vos no podías hacer determinadas cosas sin importar qué día fuera y especialmente en Colombia?
Tal vez las cosas en otros países serían distintas. Tal vez otras ciudades del mundo no serían tan morideros en festivos, como lo era una ciudad colombiana. Tal vez otros países no tenían tantos puentes como los tenía Colombia. Eché una mirada a la calle allá afuera y me volví a tumbar, espantado, en la hamaca. La ciudad aterrorizaba de lo sola. Nada abierto. Cero autos. Cero mujeres bonitas en las calles. Era la última semana de diciembre y todavía me faltaba superar a enero. ¡Qué mal la pasaba yo en aquellas fechas! Bueno, podría escaparme a algún lugar de veraneo y sobrevivir a la tiranía del calendario romano, en medio de una sarta de vallenatos y familias agobiadas por sus propias pequeñas tragedias intrínsecas. Los eneros para mí eran como lugares, no conceptos. Los eneros para mí eran también como los sábados a los cuáles yo veía como parajes donde te trataban mal. Eran como decir ¨la calle Martes con avenida 1984, justo al lado de la salsamentaria septiembre donde siempre te atienden con un aguacero como bienvenida¨. Eso. Como lugares mismos dentro de la ciudad en sí. Así eran las mediciones temporales para mí y aquella marihuana definitivamente estaba haciendo lo suyo.
Como a las 6 de la tarde el hijo de B se levantó. Las sombras caían sobre la ciudad y yo seguía en aquella hamaca. Le había empezado a dar al ron. El hijo de B vino hasta el balcón con una pata de marihuana y nos pusimos a hablar. Preguntaba la hora cada 5 minutos. Estaba descontrolado. Venía a Medellín y se ponía a fumar marihuana como un loco.
- Oiste, bacana tu novela – me dijo. – Me recuerda el estilo de Andrés Caicedo, algo así como Bukowski, ¿cierto?
- Mirá – le dije yo – eso es como si le preguntaras a Cerati que si el estilo de Soda es como el de los Rolling Stones. Seguramente te va a decir que sí, pero también te va a enumerar otros 3 millones de grupos de rock con sus consuetudinarios subgéneros. Lo que pasa es que aquí somos tan montañeros que todo lo que nos parezca beat lo tiramos a comparar exclusivamente con Caicedo o con Bukowski, porque no conocemos más. Pero escritores de este estilo hay por millones a lo largo y ancho de la geografía orbital. Y las diferencias entre uno y otro son tan sutilmente abismales que no podríamos creer la magnitud de nuestra estrechez mental, y no es nada personal con vos.
- Yo sé – me dijo el hijo de B. – Te entiendo; yo sé lo que es eso. Me interesan ese tipo de escritores. Me imagino que por su forma de ir al frente la mayoría son norteamericanos, ¿a quién me recomendás para empezar? Me gustó mucho tu novela y me gustaría leer otros libros parecidos.
- Mirá, podrías empezar con Kurt Vonnegun en inglés, o con Bret Easton Ellis… hay muchos, demasiados, por millones, pero esos dos son los que se me ocurren por ahora; más que un sello es un estilo, consulta la historia beat y sus implicaciones, las cuales empezaron como un proyecto político de propaganda gringa, pero que estilísticamente podrían tener sus raíces en los rusos. Los alemanes también le han venido trabajando al asunto. Lee a Benjamin Lebert. Con todo respeto, te digo, en este mundo no todo es vaquitas y caballitos. El hecho de que Colombia se obstine en ser una finca con cajero electrónico, no quiere decir que nos merezcamos estos dirigentes agropecuarios.
- Pero tus cortometrajes se desarrollan en zona rural, yo he visto un par y son sobre campesinos.
- Tenés razón, pero es una forma de aplicarle la sicología invertida a mis críticos. Sabés que mis cortos tienen un montón de audiencia entre los periodistas de Bogotá y ellos son un poco como la opinión pública de este país, como los niños en las ferias. Para que digan blanco vos tenés que ofrecerles negro. Es un país muy infantil este Colombia. Su periodismo es como un bus de barrio: que prende empujado.
- Ah, ya le metiste política a esto - dijo el hijo de B - me voy.
Y se fue.
Yo me quedé un rato escuchando a Radio Reloj. El locutor hablaba de un taco en la autopista, a la altura de la Estación Poblado. Luego me puse a pensar en la muerte y en el tiempo y a mirar los edificios del centro de la ciudad, los cuales ya habían encendido sus luces.
Más tarde vi al hijo de B tumbado frente al televisor, en medio de una nube de humo. Daban cierto documental en el canal de la BBC. Los demás seguían dormidos.
Tal vez me preocupaba el estado tan lamentable en el que cada día iba cayendo A. Vaciaba botellas enteras de aguardiente en nombre de Trujo y luego se pasaba noches enteras vomitándolas junto a los kilos de perico que solíamos aspirar. Algo se me encogía el corazón cuando la veía llegar del cementerio, tambaleándose contra las paredes y recitando poemas de Borges, dizque porque era el escritor favorito de Trujo. Tenía que ser alguien muy refinado ese Trujo, pensaba yo. A veces se ponía tan mal A, que yo tenía que salir a media noche en compañía del hijo de B, para buscar una medicina en alguna farmacia. El problema es que fumábamos tanta marihuana con aquel adolescente que casi siempre se nos perdía el camino del retorno a casa.
Extraviados en tu propia ciudad.
Era como si un tocino se perdiera en la cocina de una salchichonería. Generalmente, para cuando llegábamos, encontrábamos a A en estado catatónico y teníamos que resucitarla con un chute de algo entre sus venas.
Mientras me mecía en una de esas hamacas, pensaba en aquellas cosas. ¡Ah! La muerte. Cosa tan misteriosa. De repente sentías que estabas vivo, pero también te dabas cuenta de que también te podías morir. O sea, no estar más. Ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo. El refugio definitivo. Si estabas buscando un lugar al cual escaparte, y si estabas cansado de huir a otra ciudad ó a otro país ó a la casa de otra gente, ¡pam! Ahí tenías la muerte. Una conciencia fatal. ¿Y después qué? ¿Había otras oportunidades? ¿Qué tal si uno se arrepentía? ¿Había un ´donde´ para arrepentirse? ¿Un cuando? No. Tal vez era el ´no más´. Qué concepto tan grande y a mí aquella marihuana me estaba poniendo en un planeta poco deseable.
Quité el casette de música portuguesa y sintonicé a Radio Reloj. Quería saber la hora. Las 5 y 30 de la tarde y todos seguían durmiendo. 38 muertos en el parte de la policlínica municipal. Pensé que era hora de hacerme otras dos rayas, pero mejor dejé lo que me quedaba para más tarde. Las carreteras estaban atestadas de turistas. Venían tiempos duros. Era fin de año y yo sentía que esa cosa del tiempo me estaba matando. Yo odiaba los diciembres en Colombia. Odiaba los eneros con esa cantidad de puentes. Yo odiaba que fuera lunes porque a alguien se le había ocurrido sentenciar en algún lado que ese día tenía que ser lunes. ¿Por qué? ¿Por qué uno no podía hacer cosas de viernes por la noche un martes por la mañana? ¿Por qué vos no podías hacer determinadas cosas sin importar qué día fuera y especialmente en Colombia?
Tal vez las cosas en otros países serían distintas. Tal vez otras ciudades del mundo no serían tan morideros en festivos, como lo era una ciudad colombiana. Tal vez otros países no tenían tantos puentes como los tenía Colombia. Eché una mirada a la calle allá afuera y me volví a tumbar, espantado, en la hamaca. La ciudad aterrorizaba de lo sola. Nada abierto. Cero autos. Cero mujeres bonitas en las calles. Era la última semana de diciembre y todavía me faltaba superar a enero. ¡Qué mal la pasaba yo en aquellas fechas! Bueno, podría escaparme a algún lugar de veraneo y sobrevivir a la tiranía del calendario romano, en medio de una sarta de vallenatos y familias agobiadas por sus propias pequeñas tragedias intrínsecas. Los eneros para mí eran como lugares, no conceptos. Los eneros para mí eran también como los sábados a los cuáles yo veía como parajes donde te trataban mal. Eran como decir ¨la calle Martes con avenida 1984, justo al lado de la salsamentaria septiembre donde siempre te atienden con un aguacero como bienvenida¨. Eso. Como lugares mismos dentro de la ciudad en sí. Así eran las mediciones temporales para mí y aquella marihuana definitivamente estaba haciendo lo suyo.
Como a las 6 de la tarde el hijo de B se levantó. Las sombras caían sobre la ciudad y yo seguía en aquella hamaca. Le había empezado a dar al ron. El hijo de B vino hasta el balcón con una pata de marihuana y nos pusimos a hablar. Preguntaba la hora cada 5 minutos. Estaba descontrolado. Venía a Medellín y se ponía a fumar marihuana como un loco.
- Oiste, bacana tu novela – me dijo. – Me recuerda el estilo de Andrés Caicedo, algo así como Bukowski, ¿cierto?
- Mirá – le dije yo – eso es como si le preguntaras a Cerati que si el estilo de Soda es como el de los Rolling Stones. Seguramente te va a decir que sí, pero también te va a enumerar otros 3 millones de grupos de rock con sus consuetudinarios subgéneros. Lo que pasa es que aquí somos tan montañeros que todo lo que nos parezca beat lo tiramos a comparar exclusivamente con Caicedo o con Bukowski, porque no conocemos más. Pero escritores de este estilo hay por millones a lo largo y ancho de la geografía orbital. Y las diferencias entre uno y otro son tan sutilmente abismales que no podríamos creer la magnitud de nuestra estrechez mental, y no es nada personal con vos.
- Yo sé – me dijo el hijo de B. – Te entiendo; yo sé lo que es eso. Me interesan ese tipo de escritores. Me imagino que por su forma de ir al frente la mayoría son norteamericanos, ¿a quién me recomendás para empezar? Me gustó mucho tu novela y me gustaría leer otros libros parecidos.
- Mirá, podrías empezar con Kurt Vonnegun en inglés, o con Bret Easton Ellis… hay muchos, demasiados, por millones, pero esos dos son los que se me ocurren por ahora; más que un sello es un estilo, consulta la historia beat y sus implicaciones, las cuales empezaron como un proyecto político de propaganda gringa, pero que estilísticamente podrían tener sus raíces en los rusos. Los alemanes también le han venido trabajando al asunto. Lee a Benjamin Lebert. Con todo respeto, te digo, en este mundo no todo es vaquitas y caballitos. El hecho de que Colombia se obstine en ser una finca con cajero electrónico, no quiere decir que nos merezcamos estos dirigentes agropecuarios.
- Pero tus cortometrajes se desarrollan en zona rural, yo he visto un par y son sobre campesinos.
- Tenés razón, pero es una forma de aplicarle la sicología invertida a mis críticos. Sabés que mis cortos tienen un montón de audiencia entre los periodistas de Bogotá y ellos son un poco como la opinión pública de este país, como los niños en las ferias. Para que digan blanco vos tenés que ofrecerles negro. Es un país muy infantil este Colombia. Su periodismo es como un bus de barrio: que prende empujado.
- Ah, ya le metiste política a esto - dijo el hijo de B - me voy.
Y se fue.
Yo me quedé un rato escuchando a Radio Reloj. El locutor hablaba de un taco en la autopista, a la altura de la Estación Poblado. Luego me puse a pensar en la muerte y en el tiempo y a mirar los edificios del centro de la ciudad, los cuales ya habían encendido sus luces.
Más tarde vi al hijo de B tumbado frente al televisor, en medio de una nube de humo. Daban cierto documental en el canal de la BBC. Los demás seguían dormidos.