25.1.10

45.

Pues bien, aquí estamos. En una ciudad. Afuera es América, hay hielo, y adentro estoy yo, con un corazón a todo vapor, recostado sobre algún teclado electrónico. Había pedido tranquilidad y la tenía. Lo mismo con la paciencia. Había pedido respeto por lo que hacía y estaba disfrutando de él.

Muchos amigos, especialmente argentinos y gringos, me llamaban de vez en cuando y me preguntaban por cómo iba la novela. Me decían que debería pensar en publicar, que empezara a tocar puertas, pero yo les contestaba que no tenía afán con eso; que todavía me faltaban veinte títulos, entre académicos y literarios, antes de sentirme con el derecho a publicar.

No quería ser parte del ramillete timador. Con certeza sabía lo que se cocía entre estas manos. EL EMPELICULADO no merecía ir a imprenta, pues iría a decepcionar a mucha gente. Era una novela de bajas pasiones, escrita a los brochazos. Una novela, como aquella, nunca podría encajar en el canon. Era premeditadamente torpe, equivocada, sin resonancia universal ni resortes narrativos; adelantada a su tiempo.

Yo ya había testeado el ambiente mandando un primer capítulo a la revista ANARQUISMO NEGRO de New York, subsede Alaska.

¨¿Qué fue eso?¨, me preguntaron los últimos reductos de las Panteras Negras, ¨¿a dónde se fue el autor de ESCRITO EN LA NIEVE?¨, insistieron.

¨A ninguna parte. Aquí estoy¨, contesté.

Les dije que mejor les iba a mandar un primer borrador del resto de los capítulos y así lo hice. Tampoco entendieron. El aluvión de críticas no se hizo esperar. ¨¿Qué es este melodrama?, además… ¡está mal escrito!¨. ¨¿Es posible que alguien tenga tanta capacidad del ridículo?¨, me pusieron en la solapa del manuscrito, a vuelta de correo.

Y era cierto. Nunca pensé en una carrera, pero tampoco le tenía miedo a los suicidios sociales. En lo personal sentía más bien que me estaba ejercitando para cuando estuviera filmando mi primera película. La edad de 50 años era mi plazo. Si a los 50 años no lo lograba, desistiría de ello. Ese era el límite de mi espera. Hay muchos directores que necesitan toda una trayectoria para expresar lo que tienen por dentro. Yo opinaba que a mí me era suficiente con una sola película.

Mientras tanto, Internet era una oportunidad excelente para practicar. Lo de tener una opción económica con el cine era una cosa que a ningún colombiano cuerdo le pudiera caber en la cabeza. Tenías que estar muy desfasado si pensabas que el cine te iba a servir de sustento. Pero yo me sentía impelido a insistir. Lo mío iba por otro lado, aunque también necesitara cierta holgura económica.

Por fortuna, ahora los misteriosos cheques seguían llegando. A veces, un pequeño rellano en las largas escaleras que llevan al cielo, es lo que necesita un narrador. Una hamaca en el octavo piso, para tomar un poco de aire, nunca viene nada mal. Debía sentirme agradecido por ello. Ya no más trabajos como repartidor de directorios telefónicos, ni como instalador de alfombras y aires acondicionados, ni como reparador de techos ni como pintor-escritor de brocha gorda. Tal vez debía mudarme o algo así. Tal vez podía conseguirme un buen apartamento para mí solo, pero no sabía a ciencia cierta hasta cuándo iba a durar aquello.

De alguna manera estaba cansado de vivir en cuartos alquilados, a expensas de la situación anímica de extraños. En Nueva York todos lo hacen en sus primeros años, pero después uno se cansa de esas cosas.

Hacía apenas unos años atrás, yo había recorrido las calles cubiertas de nieve, con pocos dólares en el bolsillo y una maleta a cuestas, precisamente huyendo de una situación como ésas.

Sentado junto a la ventana, recordé esos primeros días. Estaba recién llegado y no conocía a nadie. Yo tenía un familiar en Estados Unidos pero él viajaba mucho y casi nunca estaba en la ciudad. Era un tío que sólo venía los domingos a dirigir un equipo de fútbol que él mismo patrocinaba. Aquella noche, yo no tenía a nadie quien me indicara ni la más mínima coordenada. Pero era bueno haciendo amigos y esa certeza me llenaba de confort.

El lugar que me había recomendado la agencia, era la casa de una anciana que se dedicaba a recoger botellas en las calles. No las vendía. Simplemente se dedicaba a recorrer las calles con un coche-cuna y lo atarugaba de envases vacíos para acumularlos en la sala de su apartamento.

El lugar obviamente olía a tufo de borracho podrido, pues la mayoría de las botellas eran de cerveza que ella nunca lavaba. Tenía esas latas por años allí. Era una vieja loca. Nunca oía lo que vos le preguntabas. Tampoco se bañaba. La tina del baño estaba empolvada y las cucarachas rondaban como los ejércitos de la guerrilla colombiana por las fronteras con Venezuela.

Era un New York de película, que siempre me había interesado conocer. Viviendo en esa casa, me sentía grabando las primeras secuencia de Seven, esa película protagonizada por Bratt Pitt, donde el sol sólo sale al final de la trama. Del resto no veías nada. Solo los semi-iluminados siete pecados capitales. Como los cuartos de aquella casa.

Recuerdo que solía llegar cansado de trabajar y me echaba a dormir hacia las cuatro de la tarde. Luego, a las cinco, varios radio-relojes activaban sus alarmas y se quedaban con aquel estruendo manifiesto durante horas. Rayos. La vieja estaba sorda. Cada tarde me tenía que levantar, atravesar la maloliente casa y desactivar las alarmas. Era imposible soportarse aquel ruido. Era como si alguien anunciara cada día la llegada de los veinticuatro jinetes del Apocalipsis.

Era misterioso: la vieja nunca estaba en casa, pero de repente ibas al supermercado y te la encontrabas en cualquier recodo con su coche-cuna repleto de latas vacías.

Fue un largo diciembre. Pero, para el mes de enero, yo ya había puesto pies en polvorosa. Ahora las cosas eran distintas. El último cheque, de hecho, no tenía en qué gastarlo. Había pagado la renta, me había comprado una cámara de video y un computador, tenía el closet lleno de ropa y a mis primeras tarjetas de crédito en USA.

Quizás debía dignarme a mandar plata a Colombia. No lo sé. Pobre madre mía, también se había creído el cuento de que mi padre había muerto y que era preciso enterrarlo con honores.

Viejos compañeros de trabajo se preguntaban de dónde estaba sacando yo tanto dinero. No había vuelto a trabajar, ni en las bodegas de New Jersey, ni atrapando hongos en los sótanos inundados de Brooklyn. De igual modo, había cancelado mi disposición permanente a las compañías de mudanzas. No más pianos al hombro en los edificios de Manhattan. Ahora me la pasaba turisteando por la Gran Manzana.

Quería investigar el origen de los cheques, así que me fui un domingo cualquiera a visitar a mi tío. Pensaba que tal vez él estaba enviándomelos.

Helo ahí, en medio del Parque Flushing Medeaws, con sus muchachos, sacando la alineación para el partido de turno. El sol brillando en el cielo. Pelotas de caucho rebotando en la grama. Los hijos de los jugadores corriendo de un lado a otro. Casi todos ellos eran ex jugadores del fútbol profesional colombiano. Yo había crecido oyendo sus nombres por radio y televisión y ahora me trataban como a un miembro de la familia.

Todos los amigos de mi tío me llamaban ¨EL SOBRI´¨. Recién llegado a Nueva York, incluso, había jugado un par de partidos con ellos y les había mostrado cómo se jugaba el buen fútbol del Medellín de los 90´s. Ellos venían de otros años, de los 70´s y de los 80´s acaso.

Yo me había vuelto un crack cuando ellos ya habían emigrado. La mitad del equipo tal vez no había llegado al profesionalismo, pero también la movían. Todos estaban metidos de alguna manera en asuntos oscuros. De vez en cuando se me acercaba alguno y me decía: ¨todo bien, sobri´, si algún día necesita hacerle la vuelta a alguien, es sino que nos diga, pero no se vaya a dejar faltar de nadie, ni aquí ni en Colombia¨.

¨Todo bien¨, les decía yo.

Mucha de esa sustancia se filtraría también en el EL EMPELICULADO. Me caían bien esos tipos. Quería hacerles un homenaje en su forma de hablar. Mi tío no debía enterarse de ese tipo de ofertas tan escuetas, pero yo sabía que con él también podía contar. Alguna vez me había presentado a gente dura, gente que llevaba años estando a la altura de la capital del mundo. No eran ¨mariquitas-blandengues de título profesional¨ los primeros colonos colombianos de Nueva York. Era gente que había crecido con una Nueva York más real que las demás; la Nueva York de los cojones. La Nueva York de estar pagando unas empanadas en una tienda y sentir que alguien te ha empezado a disparar en la espalda. La Nueva York de vos tirarte abajo de una mesa con tres balas en los pulmones y luego alcanzar el baño y esconderte allí hasta que el asesino acabe de vaciar todo el proveedor. El aviso que reza ´GENTLEMAN ´ manchado de sangre. Bueno, era otra Nueva York. La Nueva York que en todo caso ha mantenido políticamente a Colombia por muchos años.

De todos modos, mi tío me estaba asegurando que no era él quien mandaba esos cheques. Aquel domingo me quedé viendo un par de partidos y me fui temprano a casa. Había una fiesta pero la música de la colonia colombiana en New York siempre me ha sonado como a tijeras cortando icopór. Sin embargo, cuando me disponía a entrar en la estación, mi tío me alcanzaría en un Audi del año. ¨Suba, sobrino, tenemos que hablar¨. Subí al auto y luego aparcamos frente a un Dunkin Donuts. Nos quedamos conversando adentro con el motor apagado. Yo en la silla del copiloto.

-Qué es esa cosa de que se nos volvió escritor.
- Nada tío, sólo es un embeleco, por joder. Es que no encuentro qué más hacer con el tiempo que me queda libre. Tengo que aprovechar. Es una ciudad de artistas.
- No es sino que me diga y yo le doy para que se meta a hacer una especialización en una universidad.
- Eso no lo enseñan en ninguna parte, tío. La literatura es como la adolescencia: inventos del mercado para crear franjas de nuevos consumidores. Déme más bien para comprarme un carro como estos.
- Ah, eso sí que no. Yo no le voy a dar pa´ mecato. Vea a ver que se va a poner a hacer en la vida, pero que lo haga bien hecho. Acuérdese que yo soy su papá acá en Estados Unidos y tengo que velar porque salga adelante en este país. No puedo dejar que se me quede lavando baños, porque después ¿yo qué le digo a su papá?.
- Yo vine a mirar, tío.
- A mirar? … vaya con ese cuentico a Roma.
- Ese cuentico fue el que le eché a la cónsul cuando me dieron la visa para venir acá. Y funcionó.
- Por eso le digo. Póngase entonces a escribir.
- Qué risa me da, tío. Pero gracias.

Abrí la puerta y me bajé.

¨Ya sabe, ¿no?¨, me gritó mi tío, a la distancia.

¨Ya sé¨, pensé, ¨tremendo pajazo mental el que nos estamos metiendo todos en esta vida, tío.¨

Luego volví a casa y me dispuse a enviar EL EMPELICULADO por Internet. Fuck las editoriales, fuck el arte para los superdotados. Sabía que muchos se reirían de la novela, pero en mi opinión ella denotaba el excelente momento por el que estaba pasando. Por lo menos estaba en una ciudad donde todos tenían su arte y, bueno o malo, no les daba pena mostrarlo.

Acaso quién me creía? Mi literatura no era tan especial como para estar en una sagrada librería. Era para moverse entre correos electrónicos. Yo venía de un país desbordado de vergüenzas medievalmente católicas en cuanto a creatividad.

En realidad, Colombia siempre ha sido un país de gentes avergonzadas y no es para menos. A las familias colombianas les daba pena todo lo que tuviera ver con la expresión, pero no les daba pena tener un estado fallido por donde quiera que se le mirara. Yo era uno más entre un millón de escritores anónimos en Nueva York. Uno más entre millónes y millones en todo Estados Unidos. Si te ponías a conversar con algún extraño en el laundry, éste de alguna manera llegaba al tema de una novela que había estado escribiendo ó al de alguna película en la que había participado.

Perdón, es que estaba en Nueva York. Debía aprovechar. En Estados Unidos no corrías con el riesgo de que un cura sin sotana te quemara en la llama de sus hogueras.