2.1.10

1.

En aquel tiempo vivíamos en una casa con hamaca en el balcón, y la pasábamos tomando con A y con B, y por las noches consumíamos coca y hacíamos el amor. Era ese barrio con un parque muy grande, pero muy desconocido, y que a veces yo frecuentaba con A cuando estábamos de humor. Solía suceder que en Medellín había muchos parques valiosos para pasar el rato y esas cosas, pero que nadie frecuentaba porque no estaban de moda. En cambio, toda la gente que gustaba de ir a parques se agolpaba en el Parque Lleras, en El Parque del Periodista o en las mangas de Carlos E. Restrepo y reducían su existencia a ello.

Mientras tanto, nosotros nos la pasábamos dándole al ron, al aguardiente y a la cocaína. De A debo decir que tenía un bar en el centro de la ciudad y se parecía mucho a mí. Era ese tipo de personas que uno siempre sueña conocer cuando cree estar a solas en el universo con determinada visión de la vida. A era supersensible, como yo. De B no podría ahora decir lo mismo, aunque en aquella época era con quien yo iba a la cama creyendo que me follaba al Gran Espíritu de la Pradera. Pero es de admitir, en la distancia del tiempo, que B había adquirido esa manía tan colombiana de perder toda empatía por los demás y revestirla con una buena capa de poses altruistas. Bueno, por lo menos teníamos al pérez y ello le ayudaba mucho a B en su papel. Yo me di cuenta de toda su farsa cuando una vez muerto Trujo, cierto poeta del mundillo intelectual, ella se limitó a restarle importancia. Por ¡Dios! ¡Si era su amigo entrañable de toda la vida! No se supone tampoco que saques el cadáver a voltear por toda la ciudad como en esa película Rosario Tijeras. Pero vos sí esperas, por lo menos, una lágrima en honor al ausente.

Por el contrario, yo sí doy fe que A estuvo llorando mucho tiempo a Trujo, mientras le dedicaba poemas de Borges y B se limitaba a repetir su frase favorita: ¨Uno se muere y ¡plaf! El mundo desaparece, porque después de la muerte no hay nada¨. Luego salía a la calle y empezaba a repartir tortilla española a los niños de la calle como sintiéndose mal, como con rabia con ellos y consigo misma. Cuando agotaba su bolsada de comida miraba al cielo y decía: ¨!Así tiene que ser, Dios!, ¡Así tiene que ser!¨.

No me pregunten por qué, pero repito: a mí siempre me pareció una pose. Como que yo no me le comía el cuento, como que lo hacía para impresionarme a mí. No voy a ser modesto. Creo que estaba locamente enamorada.

Siguiendo con la historia, nosotros vivíamos ahí arribita de la calle Perú, muy cerca, por donde pasan los buses de Circular Conatra y a unos diez minutos de donde Barbet Schroeder recreó esa famosa escena en la casa de Fernando Vallejo. Fácilmente podías irte a pie hasta la avenida la Playa o a la avenida Oriental. Total, B y yo íbamos todos los días a pie hasta el bar y le ayudábamos a A partiendo limones o sirviendo cervezas o poniendo la música. Luego, al final de la noche, cerrábamos el local y nos reuníamos con un combo de amigos a darle a las ñatas. ¡My god! Salían bolsitas de todos los bolsillos. Todos sacábamos la coca y la poníamos sobre la barra. Cierta noche, a mí me dio por hacer unas líneas de pérez, como me lo había enseñado un amigo argentino, y la técnica resultó un éxito. Ya ni A ni B ni los demás, volvieron a usar una llave ó un carné para llevar el polvo blanco a su sistema olfativo. Ya todos esperaban que yo hiciera una montaña de perico y la dividiera en ocho mitades. Acto seguido, con la ayuda de la cédula, iba armando las autopistas blancas sobre la ennegrecida madera. Antes había que desmenuzarla muy bien, porque a veces se humedecía, pero era una cocaína tan fina que nunca se cristalizaba o perdía su tesitura ni poder. Y conforme avanzaba la madrugada, las autopistas se convertían en caminos y los caminos en rayas; hasta el final, que eran bellos rayos de sol derramándose por nuestras cabezas.