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Era el maldito invierno, pero aquel día la temperatura había subido a 82 grados farengheitt. También llovía; ustedes saben qué tan extraños son esos días en los que llueve con sol. Ya eran las 7 y 30 de la noche, pero los rayos del sol no cedían, como si fuera un día normal del verano. El papanatas del sicario se había aparecido también a las puertas del museo cuando yo iba de salida y sentía que no estaba en una onda demasiado adecuada para soportarme a nadie.

¿Cómo me habría hallado?

De todos modos no importaba. No pensaba desgastarme pensando en el sicario. Era un día crucial en mi recorrido literario. Yo estaba demasiado ocupado cavilando acerca de EL EMPELICULADO. Mientras veía las obras del Momma, sentí que no había luces al final de mi túnel narrativo. Todos los camiones pesados se me habían aparecido en la curva más cerrada, sin siquiera sonar el claxon.

Debía esmerarme en desarrollar a profundidad los personajes ó en lograr una trama impactante y original. Esas eran las dos grandes disyuntivas que se me presentaban como novelista aficionado. Yo le había dado punto final a varios libros en el pasado, pero nunca había permitido que mi actitud no fuera siempre la de un debutante y es muy difícil, para un eterno primerizo, triunfar con las dos cosas a la vez. O se hace énfasis en la trama… o se le dedica todo el camello a los personajes. De todo esto sólo me quedaba un consejo para dar: si estás empezando, olvidate de la historia y dedicate a caracterizar largamente tus personajes. No te compliques. Sobre todo trata de poner el dedo en sus llagas. Al final tendrás una gran obra maestra si has logrado profundizar lo suficiente en la endodérmica ruta que lleva al dolor. Repito: olvidate de las ecuaciones matemáticas. En literatura la barbarie casi siempre vale más que la virtud.

Ahora bien: también estaba el asunto del personaje femenino. ¿Quién era esta mujer? Tal vez encajaría perfectamente en una película de realismo social norteamericano, pero extrapolada a EL EMPELICULADO. ¿Era rica, pobre, de clase media? No lo sé. Tal vez era una compilación de todos mis viejos amores, empaquetados en una hermética lata de sardinas.

Total, debía liberarme de esta primera punta del triangulo. Todos mis lectores iban a buscar las claves de mi tragedia personal en la figura femenina. En el fondo, todo el mundo sabe que cada hombre está buscando solucionar alguno que otro fantasma en sus objetos del deseo. Nadie me iría a entender que yo trataba de siluetear el cuerpo de una figura emblemática. Mostrar el desarraigo, la pérdida de una patria; el colorido de una casa vacía; la reconstrucción de un inventario nacional a través de una metáfora con voz de mujer. Algo que fuera más parecido a la nostalgia en todo caso.

Lo siguiente sería también crear un tono. No quería algo sarcástico ni negro, como en ESCRITO EN LA NIEVE. Sin duda no quería hacer llorar a nadie tampoco ni mucho menos arrancar carcajadas. Tal vez quería producir el mismo efecto que se siente cuando vas a ver una buena película de cine. Quería lograr en un papel lo que difícilmente se logra hoy en día en un teatro. O sea. Emocionar. Algo más atmosférico, algo entrañablemente familiar, esa sensación de estar en una sala a oscuras con el sonido del proyector a tus espaldas; un ámbito de calidez acaso.

Era algo ambicioso, lo sé. Pero era algo que venía persiguiendo desde mi primera novela: que los movimientos de cámara invadieran las palabras; captar la luz natural chocando contra la superficie cristalina de un arroyo. Tenía en mente un montón de imágenes que definitivamente pertenecían al cine de los setentas. Esa era mi década. O sea. Los viejos buenos tiempos del steady-cam. En los 80´s también había visto grandes filmes, pero nada como las cintas de los 70´s. A veces me sentaba a desentrañar algo personal en la cinematografía de los 20´s, pero ninguno me decía nada íntimista, (aunque técnicamente hablando me pareciesen las mejores obras de todos los tiempos).

¿Era posible hacer cine en una hoja de papel? En eso era lo que estaba trabajando: en una ilusión parecida. Tampoco es que fuera a utilizar las mismas retóricas globalizantes de POR FAVOR REBOBINAR. De esa novela sólo me había inspirado su arquitectura y aquella no tenía ninguna aplicación en EL EMPELICULADO. No way, José. Olvídalo. En lo personal me la tenía que jugar por el tiempo lineal. Con EL EMPELICULADO era más preciso desentrañar otros códigos del post-hippismo, materializados en los Jam Session de CBGB. Me refiero a esa etapa tan misteriosa del boom de las alcantarillas. Te ponías a pensar en ello y veías texturas desteñidas; pantalones Lec Lee; cajetiadas películas piratas de Señal Colombia; mezcla de formatos y carteles descascarándose en las paredes del Sócalo de México. Imágenes viradas al magenta, como el grano en los clips de los Sex Pistols. Hablamos de una época mucho más anterior a los días en que llegara Jon Secada bastardeando la técnica del blanco y negro

Lo único que daba por seguro es que esta vez no iría a caer en la debilidad de publicar mis resultados en Internet. Ya había sufrido demasiado con la publicación de mis e-mails en varios periódicos importantes. ¨El escritorzuelo de blogs¨, me habían empezado a llamar los colegas colombianos. Un artículo mío se había colado hasta las primeras páginas del establecimiento con un lenguaje directo y sincero. Muchos lo tomaron por vulgar, otros por efectista y gritón. Lo importante para mí, es que contaba con la gran satisfacción de no cargarle agua a nadie en un país de aguateros. Corría el año 2003. En ese tiempo, la intelligenttia oficial menospreciaba a los que publicábamos en blogs. Cinco años después, todos esos iluminados de nuestro país estaban ingresando sus datos en los formularios de BLOGGER.COM.

Yo mismo era consciente de que todo lo que escribía para la red podía considerarse literatura SPAM. Eso me tenía sin cuidado. Tenía otros rótulos más simpáticos en mi colección. ¿Qué tal el de ¨PRINCIPE DEL PANFLETO ELECTRÓNICO¨?

Al final de cuentas, siempre esperaba que la gente borrara mis correos antes de abrirlos. Tampoco es que quisiera candidatizarme para encarnar ese elemento químico que le faltaba a la tabla periódica de los jesuitas colombianos.

¨Yo no leería ninguna novela escrita por alguien tan soez. Con Fernando Vallejo tenemos suficiente¨, diría una vez en rueda de prensa Jorge Franco, el autor de Rosario Tijeras. Estaba en todo su derecho. Yo no tenía conflicto alguno con ese tipo de comentarios. ¡Pero, por favor! Estamos hablando del grandioso Jorge Franco, el escritor al que Gabo se ha dignado a pasarle la antorcha. O sea. Hablamos de uno de estos escritores que pedía excusas, iba al baño, se mojaba el pelo, se empolvaba la nariz y se peinaba las cejas antes de salir en televisión .

Sin embargo, al mismo tiempo, muchos lectores furiosos me estaban inoportunando en las calles de Queens. Me había quedado sin vida privada en los bares de rock en español. Albañiles alicorados se me acercaban a proferirme insultos por usar la libertad de la red. No entendían por qué yo estuviera haciendo aquello, si los colombianos veníamos de un país resignado. ¨¿Qué más le pide a la vida, chino? Aproveche que está en Nueva York y coma callado, no sea escamoso con esas novelas¨.

Putos rolos. Tal vez debía darles la razón a todos y buscar una editorial posicionada. Tal vez era hora de escribir exclusivamente para quienes estaban en condiciones de gastar 15 mil pesos en una digna obra de Alfredo Molano. Tal vez no debía salirme del molde.

Los editores electrónicos también empezaban a hacer su agosto conmigo. Varias revistas virtuales me respiraban en el oído. Había demasiada gente que me estaba tocando las trompetas de la fanfarria. La gente de la Luis Ángel Arango también se mostraba desesperada por publicarme. Yo me veía llamado a pensarlo dos veces. No podía hacerme una idea clara de mis escritos navegando en aguas tan institucionales. Pero bueno, hombre, era Internet. Eso había que reconocerlo. La biblioteca más importante de Colombia le apostaba al futuro. Mi nombre no iría a engrosar la larga lista de autores paquidérmicos empolvándose en un anaquel.

Sinceramente me era difícil verme al lado de los nuevos escritores más cacareados de Bogotá, pero al mismo tiempo pensé que era hora de sacar a pasear la ambición. Tal vez era hora de alzar la pata y mojar varios árboles en el país que te había visto nacer. Una editora llamada Catalina Arango me estaba invitando a marcar un poco el territorio. Yo lo hice, pero el parque era demasiado estrecho. Todos los demás machos del lugar salieron expulsados como cartuchos de bala cayendo desde la recámara de una ametralladora. Todas las miradas se dirigieron a mí. El experimento estaba tomando ribetes desproporcionados. Con Catalina se había llegado a tocar el tema de publicar todo ESCRITO EN LA NIEVE, por capítulos. Obviamente era un poco soñador el asunto, pero funcionó si de ser profeta en tu tierra se trataba. Los primeros capítulos de ESCRITO EN LA NIEVE se leyeron como palmas de la mano en una plaza repleta de gitanas.

Ahora no sólo era Nueva York. Era también Colombia. Escritores entusiastas de todo el mundo empezaron a preguntarse qué estaba pasando con la movida de la diáspora colombiana en Estados Unidos. A diario recibía cientos de correos, pero yo no los contestaba, pues estaba demasiado absorto con EL EMPELICULADO. Ni siquiera los leía. Había empezado a tocar temas delicados en esta novela y necesitaba todo el tiempo del mundo solo para ella.

EL EMPELICULADO era por entonces mi esposa, mi amante, mi familia. Los personajes se empezaban a enfrentar con sus relaciones familiares. Era el tipo de dolorosos retos que más me podían interesar y todo lo que pasara alrededor estaba de más. Yo sólo había cumplido con enviar un par de capítulos a Catalina Arango y ella había hecho muy bien el resto del trabajo. No podría quedarme demasiado en esta historia. Sortear la fama significa también que tienes que mostrarte emocionalmente estable y dejar de ser un poco autista. Yo la verdad no estaba dispuesto a ello. Me sentía impelido a estar dentro de mí mismo y los buenos resultados ahora se pueden percibir en EL EMPELICULADO.

- Kiubo, hijueputa, me quedé esperándote en la estación. – me dijo el sicario a las afueras del museo. Yo no contesté, saqué un cigarro, lo encendí y me puse a esperar que se acercara a mí. Traía una bolsa de Old Navy en la mano. En esos momentos un taxi arribó a las puertas del museo y de él se bajó Cameron Díaz. La lluvia amainó.

- Mira ese sol – dije yo señalando a la Cameron. Ella nos miró por encima del hombro y se metió al Momma.

- Como para ponerla a mamar – dijo el sicario – ¿te imaginas esa boquita chupándoselo a uno?

- Dejá la bulla – dije yo.

Sentí una cierta debilidad en las rodillas. Cuando me percaté, la temperatura había bajado casi a los 40 grados.