25.1.10

43.

Después de muchos meses de estar trabajando en EL EMPELICULADO, yo sentía que necesitaba volver al mundo real. Me había metido en un mundo interior el cual nunca me imaginé que pudiera existir. Ni siquiera todo lo que hubiera de externo en aquellos personajes me era familiar. Necesitaba saber quiénes eran esas personalidades que habían invadido la pequeña habitación. Era un mundo en el que no cabíamos todos. Alguien sobraba en esta historia de amor y por supuesto que no podía ser yo y, para investigar, debía salir.

Mi mundo se había reducido a conocer restaurantes étnicos y a volver a casa para terminar la maldita novela. Entre un lugar y otro, no tenía chance de medir el PH de la ciudad y muy poco para interactuar con alguien que no fueran las 10 mujeres que más me habían marcado en mi vida; y que ahora sólo eran imaginarias.

Los hitos históricos que dominaban la audiencia newyorkina seguían siendo los mismos de los 90's. Bill Clinton , Monica Lewinski y Kurt Cobain se habían ido, pero todavía quedaban Friends, Sex and The City y Seinfield.

Rayos! Yo no tenía nada contra los nuevos sitcoms, pero me negaba a creer que la manía empresarial hubiera perdido hasta el más mínimo ápice de moralidad. En mi opinión aquello podía ser de otro modo. Había muchos programas de televisión en el pasado que lograron salir adelante por sí mismos.

En Friends, por ejemplo, no perdían oportunidad para estereotipar a los latinos. Para ellos, nosotros éramos una comunidad invisible hasta que necesitaban de un Junot Díaz que hiciera de tonto o de diabólico. Lo peor de todo es que siempre lo encontraban y, en la mayoría de los casos, acertaban. No faltaba el actor boricua que se prestara para interpretar papeles denigrantes o de connotación peyorativa. En lo que a mí concernía ellos tenían su derecho a ganarse la vida como mejor pudieran. De algún modo, esa intermitente luz roja, junto al retrete y al fondo del teatro, simbolizaba la forma en que los gringos necesitaban vernos.

Pero yo no me veía representado en ese otro tipo de prostitución transcontinental. Era hora de romper aquella rutina. Pensé que tal vez podía salir a buscarme un trabajo handy y corroborar lo planteado. Tal vez me estaba perdiendo al verdadero Nueva York. Un trabajo en la cocina del Plaza Hotel no me vendría mal. Lo malo es que a vos nadie te daba esa clase de trabajos cuando tenías cierto tipo de ideas en la cabeza. Los dueños de restaurantes no pueden ser estúpidos en una ciudad de restaurantes. No a la manera como se suele entender el término. Ellos te miran de arriba a bajo y calibran el grado en que podés someterte a un salario de esclavo y otros vejámenes. Tal vez yo también había llegado diez años tarde a la capital del mundo. Tal vez con diez años menos hubiera pasado más fácilmente por burro de carga, pero ahora, a mis treintas, no lo parecía. Yo era fuerte y hábil, pero no dócil. Nadie querría a un cerebro en su estaf. Acaso un robot de carne y hueso.

Tal vez tenían razón. Yo no era el tipo de inmigrante al que se le podía dar en la cabeza y eso lo podía comprobar cualquiera con solo mirarme a los ojos. Había un destello especial en mi mirada que facilitaba ver el hueso duro de roer que llevaba por dentro. Una amenaza para cualquier esfera que representara poder. A veces tu talante de líder dominante es algo que no te hacía sentir orgulloso del todo y, por mucho que lo tuvieras controlado, no podías evitar que se te exhumara por los poros.

Salí de casa a tomar un poco de aire y a estirar las piernas, después de haber estado escribiendo todo el día. En aquel tiempo el Museo de Arte Moderno funcionaba transitoriamente en mi vecindario. En realidad vos solo tenías que caminar hasta la esquina y ahí estaba el Momma con sus obras originales de Duchamp y de Picasso. Era realmente fascinante estar allí. Todo lo que el hombre había conceptualizado sobre la estética en 30.000 años de cultura, ahora se venía abajo, de un solo brochazo y con un ring oxidado de bicicleta.

Vos tratabas de ver en verdad el sentido pluriperspectivo del cubismo, pero no lo podías encontrar. Necesitabas de muchos años de adiestramiento para enfrentarte a unos originales como aquellos, aunque, en persona, sentías la magnificencia de las obras maestras más famosas.

También había propuestas que te hacían dudar de todo. Muchas de ellas te daban a creer que el imperio construía sus propios mitos y los empacaba muy bien para vender su modelo de vida, como paradigma ideal entre todos los mortales. Eso estaba bien. Por mí todos los viejos y empolvados intelectuales con título podían irse a freír espárragos. Podría suscitarse mil veces la repetición de una quemazón de libros y yo volvería tranquilo a casa, pondría a correr el agua caliente de la ducha y encendería tranquilo la televisión.

En realidad, el arte con mayúsculas me tenía sin cuidado. En caso de incendio, el único autor que yo querría rescatar de entre las cenizas sería Richard Brautigan y no por la calidad de su literatura sino porque era uno de los pocos autores digeribles al colon.

Voy a ir al grano: nunca me han interesado los escritores que no lo hubieran intentado antes con el cine. No me interesaban los que no hubieran transitado por mi mismo camino.

En cuanto a EL EMPELICULADO, no sabía cómo continuarlo. Me había quedado sin fórmulas. Ni siquiera me había enterado por qué, y cuándo, me había embarcado en él. Si bien me gustaba escribir, tampoco había planeado asumir la literatura como un estilo de vida. Yo había escrito cositas ante mi imposibilidad de expresarlas en cine. De seguro, si hubiera tenido los medios, no estaría escribiendo una novela. Al lado del séptimo arte, la escritura siempre me había parecido un arte inferior, una válvula de escape del siglo 20 para las naciones que no tenían una industria cinematográfica.

Era paradójico. El Empeliculado había nacido de una terrible incapacidad para emocionar con un producto, como lo hacían esas series que tanto me gustaban de la televisión. Pero, al mismo tiempo, también sentía que estaba escribiendo una obra maestra.