Una nube de Windex evaporado recorría América. Aparte de ir a conciertos, también había montones de cosas que podías hacer en New York, sin necesidad de gastarte un peny partido por la mitad. Bien podías ir a las galerías de Chelsea, a tomar mal vino gratuito y a hablar con nenas exitosamente pseudo-intelectuales, tanto como podías dejarte caer por la librerías de Manhattan, para cumplir con uno de estos rituales qué-hay-de-nuevo-viejo-.
En lo personal, me encantaba pasear por las calles de Queens al tanto que echaba un vistazo a los montones de iglesias pertenecientes a las distintas religiones. A veces, algunas iglesias eran tan extrañas que no alcanzabas a descifrar su arquitectura y escasamente podías leer en su entrada a qué culto pertenecían. Allí podías encontrar fácilmente a un templo budista compartiendo vecindario con una mezquita o con una sinagoga, en el mismo vecindario. En cuanto a lo que leías en las librerías, no sabías qué tipo de conclusiones sacar. Casi todos los nuevos lanzamientos anglos se dedicaban a tratar temáticas típicamente americanas. O sea. Te la pasabas leyendo semblanzas de cómo los norteamericanos gastaban media vida tumbados frente al televisor, o practicando rituales de consumo, los cuales ya habían sido sistemáticamente especializados. Muchos de los libros más exitosos se parecían al estado de ánimo imperante alrededor: lacónicos y prácticos, aunque también el exotismo transcontinental se configuraba como tópico de primer orden.
Por eso, no era nada raro que yo hubiera empezado por trazar la semblanza de un teleadicto en las primeras páginas de El Empeliculado. También traté de poner todo lo que escuchaba en labios de la gente que me rodeaba. Muchos hispanos tenían su propia versión de los colombianos y aquello me impactaba demasiado. Cuando un colombiano entraba nuevo a un puesto de trabajo, los antiguos se decían entre sí: "hay que tener cuidado, es Colombiano". Cada vez que escuchaba hablar sobre la supuesta naturaleza de nosotros, los "colombiches", mi cerebro de narrador entraba en un especie de encaprichamiento y no veía la hora de llegar a casa para ponerme en situación. De hecho, yo también era uno de aquellos white trash que se la pasaba viendo televisión. No podía hacérseme difícil escribir sobre ello.
En los canales locales no se cansaban de pasar especiales de nuevas bandas como los Strokes y materiales de otros artistas que ya habían partido como Joe Strummer. Vos pasabas el canal y te encontrabas con fanáticos de todos los pelambres. En el canal comunitario de Queens era muy popular un judío que salía con extravagantes sombreros y lentes para el sol. A veces aparecía solo y a veces acompañado por otro judío igualmente extrovertido a él. Eran simpáticos, pero por lo general se dejaban ganar por el sentimentalismo estacional de la histeria política. Aquel par siempre terminaban lanzando consejos para el señor Bush en cuanto a nuevas legislaciones en contra de la comunidad árabe.
La configuración climática de la época de verdad que era agobiante. Era cierto que el viento de la historia había pasado soplándonos la cara, pero qué más podías hacer vos. Sólo sacar la cabeza por la ventana y dejar que te peinara las pestañas y relajarte y tratar de moverte en dirección fast forward. Ni el más obcecado podría mirar ya con buenos ojos viejas ideologías convertidas en leña para la chimenea.
De todos modos, nada de aquello estaba tampoco impreso en el chip de las nuevas generaciones. Para mí tenía más validez cualquier lectura de un Tarot televisado, que hasta el más estructurado discurso marxista del mundo. Me atrevo a decir que para todos era igual. La tierra había girado y no había nada que alguien pudiera hacer. A veces era mejor dejar el televisor todo el día en el canal POP, CULTURE AND TV. Allí aparecía una inglesa bastante enamoradora que se la pasaba cocinando exquisitos platos de niña-bien-recién-salida-de-la-secundaria. Luego la programación del canal te sorprendía con algún clásico cinematográfico de la Nueva Ola Francesa o con determinado concierto de una superestrella del rock progresivo, patrocinado por el mismo canal.
Aquel día estaba bastante cansado de estar escribiendo de corrido en las últimas doce horas. Quizás había empezado muy tarde el día anterior y había seguido de largo toda la madrugada hasta el amanecer, y luego hasta el atardecer siguientes. A veces dormía todo el día y mi jornada laboral frente al computador empezaba tipo 8 de la noche hasta las 10 o 11 del otro día. Estaba muy entusiasmado escribiendo El Empeliculado. Aquella fue una novela que me desordenó por completo mi reloj biológico. No había distinción entre la luz y la oscuridad para mí. Por fortuna en aquel vecindario había un buen restaurante en el que podías desayunar a las diez de la noche después de haberte quedado dormido a las cuatro de la tarde. Se trataba de un diner con bastante trayectoria en la calle 46 y Queens Boulevard, a la salida de la estación del subterráneo. Su propietario era un inglés que cambiaba constantemente de camareras, pues su fuerte eran las ventas nocturnas y las propinas no eran muy abundantes. Rumanas, sicilianas, irlandesas y hasta mujeres de la antigua Yugoeslavia podían estar sirviéndote allí. La mayoría manifestaban no querer regresar a esos países que habían mutado en naciones difusas y se mostraban bastante admirativas al saber que yo estaba escribiendo una novela. A ellas podías pedirle a cualquier hora un omellete y entonces el cocinero se ponía en acción en frente tuyo y veías los huevos crepitar al lado de las papas. Minutos después tenías un jugoso plato de tocineta, jamón queso, papas aplastadas y huevos en forma de tortilla frente a tus narices. El café corría también sin tacañerías. Podías tomarte las tazas que te fueran necesarias.
Tampoco yo sabía quién era el que estaba escribiendo en mis páginas en blanco. A veces sentía que adoptaba las palabras de un sicario colombiano (es un pleonasmo, lo sé) o de un albañil hondureño o de un taxista hindú, pero raramente sentía que era yo quien dominaba la obra. Tampoco podría detenerme a aventurar supercherías concernientes a fuerzas superiores o voces desde el infra-mundo. EL EMPELICULADO simplemente expresaba un remanente de inconsciente colectivo, el cual se descolgaba entre las paredes de viejas conversaciones escuchadas en el día a día.
Apagué la tele y me puse a leer el periódico. Salí un rato a la calle y estuve un poco extasiado con el espectáculo del anochecer. Cielos incendiados sobre el Empire State y esas cosas: dummies gigantescos de Home Depot flotando a la distancia, palomas aterrizando sobre las vías del tren. Compré un café e hice un par de llamadas telefónicas. En ocasiones llamaba a la patria para escuchar las mismas pamplinas sobre mi padre muerto. El tema de moda, a través de la línea telefónica, también era el misterioso apagón en toda la ciudad. Las especulaciones iban de la A hasta la Z. La electricidad nos había fallado un par de días atrás y el calor nos había hecho desvelar y nadie aún tenía respuestas.
A mí, todo aquello me resbalaba. Me puse a leer el periódico de nuevo, sentado en las bancas de la estación 40, mientras esperaba el tren. Esperaba que me llevara a algún sitio interesante. Sabía lo que me esperaba si me montaba allí. Tal vez un grupo de negros iban a estar gritando entre los vagones. Me encantaba aquello. La raza negra en aquel país sentía que se había ganado con sangre su derecho a gritar y lo defendían a toda costa. Les gustaba gritar y qué. De alguna manera aquello provocaba la envidia y exaperación de la gente blanca, pero los negros no se detenían en Nueva York. Sabían escuchar sus músicas a todo volumen y eso estaba muy, pero muy bien.
Raising Victor Vargas era proyectada en el East Village con muchos comentarios positivos. Era una película newyorkina como la que más. Una historia que palpitaba de calle sobre la experiencia dominicana en el downtown. No había dudas sobre ello. La unanimidad era absoluta. CRIANDO A VICTOR VARGAS le gustó a todo el mundo. Aquella noche también se presentaba LA CUMBIAMBA. El lugar era este bar under llamado Niagara. Quedaba exactamente en los perímetros del Alphabet City, en la novena con Avenida A. La noche me esperaba. Se abría ante mis pies. Salí del metro y me fui silbando NOCHE EN DOWNTOWN. La sed era mi única compañía.
En lo personal, me encantaba pasear por las calles de Queens al tanto que echaba un vistazo a los montones de iglesias pertenecientes a las distintas religiones. A veces, algunas iglesias eran tan extrañas que no alcanzabas a descifrar su arquitectura y escasamente podías leer en su entrada a qué culto pertenecían. Allí podías encontrar fácilmente a un templo budista compartiendo vecindario con una mezquita o con una sinagoga, en el mismo vecindario. En cuanto a lo que leías en las librerías, no sabías qué tipo de conclusiones sacar. Casi todos los nuevos lanzamientos anglos se dedicaban a tratar temáticas típicamente americanas. O sea. Te la pasabas leyendo semblanzas de cómo los norteamericanos gastaban media vida tumbados frente al televisor, o practicando rituales de consumo, los cuales ya habían sido sistemáticamente especializados. Muchos de los libros más exitosos se parecían al estado de ánimo imperante alrededor: lacónicos y prácticos, aunque también el exotismo transcontinental se configuraba como tópico de primer orden.
Por eso, no era nada raro que yo hubiera empezado por trazar la semblanza de un teleadicto en las primeras páginas de El Empeliculado. También traté de poner todo lo que escuchaba en labios de la gente que me rodeaba. Muchos hispanos tenían su propia versión de los colombianos y aquello me impactaba demasiado. Cuando un colombiano entraba nuevo a un puesto de trabajo, los antiguos se decían entre sí: "hay que tener cuidado, es Colombiano". Cada vez que escuchaba hablar sobre la supuesta naturaleza de nosotros, los "colombiches", mi cerebro de narrador entraba en un especie de encaprichamiento y no veía la hora de llegar a casa para ponerme en situación. De hecho, yo también era uno de aquellos white trash que se la pasaba viendo televisión. No podía hacérseme difícil escribir sobre ello.
En los canales locales no se cansaban de pasar especiales de nuevas bandas como los Strokes y materiales de otros artistas que ya habían partido como Joe Strummer. Vos pasabas el canal y te encontrabas con fanáticos de todos los pelambres. En el canal comunitario de Queens era muy popular un judío que salía con extravagantes sombreros y lentes para el sol. A veces aparecía solo y a veces acompañado por otro judío igualmente extrovertido a él. Eran simpáticos, pero por lo general se dejaban ganar por el sentimentalismo estacional de la histeria política. Aquel par siempre terminaban lanzando consejos para el señor Bush en cuanto a nuevas legislaciones en contra de la comunidad árabe.
La configuración climática de la época de verdad que era agobiante. Era cierto que el viento de la historia había pasado soplándonos la cara, pero qué más podías hacer vos. Sólo sacar la cabeza por la ventana y dejar que te peinara las pestañas y relajarte y tratar de moverte en dirección fast forward. Ni el más obcecado podría mirar ya con buenos ojos viejas ideologías convertidas en leña para la chimenea.
De todos modos, nada de aquello estaba tampoco impreso en el chip de las nuevas generaciones. Para mí tenía más validez cualquier lectura de un Tarot televisado, que hasta el más estructurado discurso marxista del mundo. Me atrevo a decir que para todos era igual. La tierra había girado y no había nada que alguien pudiera hacer. A veces era mejor dejar el televisor todo el día en el canal POP, CULTURE AND TV. Allí aparecía una inglesa bastante enamoradora que se la pasaba cocinando exquisitos platos de niña-bien-recién-salida-de-la-secundaria. Luego la programación del canal te sorprendía con algún clásico cinematográfico de la Nueva Ola Francesa o con determinado concierto de una superestrella del rock progresivo, patrocinado por el mismo canal.
Aquel día estaba bastante cansado de estar escribiendo de corrido en las últimas doce horas. Quizás había empezado muy tarde el día anterior y había seguido de largo toda la madrugada hasta el amanecer, y luego hasta el atardecer siguientes. A veces dormía todo el día y mi jornada laboral frente al computador empezaba tipo 8 de la noche hasta las 10 o 11 del otro día. Estaba muy entusiasmado escribiendo El Empeliculado. Aquella fue una novela que me desordenó por completo mi reloj biológico. No había distinción entre la luz y la oscuridad para mí. Por fortuna en aquel vecindario había un buen restaurante en el que podías desayunar a las diez de la noche después de haberte quedado dormido a las cuatro de la tarde. Se trataba de un diner con bastante trayectoria en la calle 46 y Queens Boulevard, a la salida de la estación del subterráneo. Su propietario era un inglés que cambiaba constantemente de camareras, pues su fuerte eran las ventas nocturnas y las propinas no eran muy abundantes. Rumanas, sicilianas, irlandesas y hasta mujeres de la antigua Yugoeslavia podían estar sirviéndote allí. La mayoría manifestaban no querer regresar a esos países que habían mutado en naciones difusas y se mostraban bastante admirativas al saber que yo estaba escribiendo una novela. A ellas podías pedirle a cualquier hora un omellete y entonces el cocinero se ponía en acción en frente tuyo y veías los huevos crepitar al lado de las papas. Minutos después tenías un jugoso plato de tocineta, jamón queso, papas aplastadas y huevos en forma de tortilla frente a tus narices. El café corría también sin tacañerías. Podías tomarte las tazas que te fueran necesarias.
Tampoco yo sabía quién era el que estaba escribiendo en mis páginas en blanco. A veces sentía que adoptaba las palabras de un sicario colombiano (es un pleonasmo, lo sé) o de un albañil hondureño o de un taxista hindú, pero raramente sentía que era yo quien dominaba la obra. Tampoco podría detenerme a aventurar supercherías concernientes a fuerzas superiores o voces desde el infra-mundo. EL EMPELICULADO simplemente expresaba un remanente de inconsciente colectivo, el cual se descolgaba entre las paredes de viejas conversaciones escuchadas en el día a día.
Apagué la tele y me puse a leer el periódico. Salí un rato a la calle y estuve un poco extasiado con el espectáculo del anochecer. Cielos incendiados sobre el Empire State y esas cosas: dummies gigantescos de Home Depot flotando a la distancia, palomas aterrizando sobre las vías del tren. Compré un café e hice un par de llamadas telefónicas. En ocasiones llamaba a la patria para escuchar las mismas pamplinas sobre mi padre muerto. El tema de moda, a través de la línea telefónica, también era el misterioso apagón en toda la ciudad. Las especulaciones iban de la A hasta la Z. La electricidad nos había fallado un par de días atrás y el calor nos había hecho desvelar y nadie aún tenía respuestas.
A mí, todo aquello me resbalaba. Me puse a leer el periódico de nuevo, sentado en las bancas de la estación 40, mientras esperaba el tren. Esperaba que me llevara a algún sitio interesante. Sabía lo que me esperaba si me montaba allí. Tal vez un grupo de negros iban a estar gritando entre los vagones. Me encantaba aquello. La raza negra en aquel país sentía que se había ganado con sangre su derecho a gritar y lo defendían a toda costa. Les gustaba gritar y qué. De alguna manera aquello provocaba la envidia y exaperación de la gente blanca, pero los negros no se detenían en Nueva York. Sabían escuchar sus músicas a todo volumen y eso estaba muy, pero muy bien.
Raising Victor Vargas era proyectada en el East Village con muchos comentarios positivos. Era una película newyorkina como la que más. Una historia que palpitaba de calle sobre la experiencia dominicana en el downtown. No había dudas sobre ello. La unanimidad era absoluta. CRIANDO A VICTOR VARGAS le gustó a todo el mundo. Aquella noche también se presentaba LA CUMBIAMBA. El lugar era este bar under llamado Niagara. Quedaba exactamente en los perímetros del Alphabet City, en la novena con Avenida A. La noche me esperaba. Se abría ante mis pies. Salí del metro y me fui silbando NOCHE EN DOWNTOWN. La sed era mi única compañía.