25.1.10

24.

El 21 de marzo del 2003, me disponía a celebrar mi cumpleaños número 32 en un bar inglés de New York. Estar en aquella ciudad era como descender un peldaño más en la larga escalera que bajaba a la cava de los vinos para los invitados especiales. Bueno, también era la ciudad de Desayuno en Tifanny´s y de Whitman y de Poe y de Dorothy Parker; de Woody Allen y de Spike Lee. En cualquier momento corrías el riesgo de encontrarte con uno de ellos y comprobar un destello especial en su mirada.

El bar estaba conformado por una típica barra deportiva con espejos por todos lados, un barman, puro mono ojiazul como clientes y una fila de televisores colgando del techo. Aparte de mi cumpleaños, la CNN también celebraba que Estados Unidos hubiera lanzado su primera invasión a Irak después del 9-11. Digo "celebrar" porque, aquella respuesta de parte del gobierno gringo, tuvo una alta participación de los medios de comunicación. Fueron los periodistas quienes, en su momento, más aplaudieron un gesto de retaliación militar y pusieron a la opinión pública en favor del espíritu guerrerista. Hoy en día se quieren lavar las manos y criticar la política exterior del señor Bush, pero en esos días las cosas eran a otro precio. Todo el mundo quería patear el culo de algún árabe.

De modo que ahí estaba yo, en un bar de británicos, viendo la transmisión de la primera noche irakí. Diablos. Aquello parecían los festejos del cuatro de julio. Había alborozo y júbilo en las calles. El invierno se estaba yendo y la nieve aún no se acababa de derretir. Pero el ambiente era de jolgorio. Parecía que la invasión hubiera sido pensada para que coincidiera con el inicio de la primavera. Por los parlantes no paraban de salir las típicas canciones que se solían escuchar en los barrios irlandeses de Queens; London Calling, Sunday Bloody Sunday; Creep y esas cosas. También era motivo de agasajo que aquel hubiera sido mi último día de trabajo en la remoción de escombros. Me había pasado los últimos seis meses tragando polvo en el sur de Manhattan y ya era suficiente de ello. Ahora no sabía en qué iría a trabajar, pero, por el momento, ese puñado de dólares bajo mi colchón me alcanzaba para pagar otro mes de renta. También podría tener unas semanas, con más tiempo libre, y así avanzar en ESCRITO EN LA NIEVE. Aquella novela que había planeado en el cybercafé de mis amigos en Medellín y que ahora quería acabar. En realidad era la continuación de PELÍCULAS DE CARRETERA, mi anterior obra literaria y no tan famosa como LA LLAGA.

Es extraño cómo funcionan las cosas en literatura. Mucho más distinto que hacer videos. Es como comprar zapatos. Si vas a la tienda de calzado y hay convicción, no lo pensás dos veces y decís: ¨me los llevo¨. Vas a la caja registradora y los pagás. Listo, fácil. Tenés unos Adidas nuevos. Lo mismo sucede cuando estás planeando una novela: si hay convicción frente a una idea, sentate y escribila. Pero si no, pensalo dos veces, antes de llevarte esos Nike a casa. Si no hay convicción total, es que hay algo que no podría estar funcionando. De pronto sos tan testarudo que te llevas esos zapatos y resulta que con el tiempo no te los volvés a poner, porque no eran de tu completo agrado. Ese color blanco, o lo poco ergonómicos que eran, ó algo. Lo mismo me sucedía a mí con "PELÍCULAS.." . Fue un manuscrito que me llevé a todos lados tratando de que algún día aprendiera a caminar, pero nunca pudo, a pesar de rescribirla cientos de veces. Se quedó paralítica, en su lugar, entre mis calcetines. Y nunca salió por sí misma de allí.

En cambio con ESCRITO EN LA NIEVE la cosa parecía distinta. Desde el principio siempre me asaltó cierta sensación de seguridad. Era un plan maestro. Nada podía fallar. Lo tenía todo perfectamente calculado y sentía que su ejecución dependía completamente de mí. No es como cuando vos hacés una película, en la que dependés de un montón de gente, pero, sobre todo, de mucha suerte. En un rodaje, a veces, las cosas encajan tan bien que hasta las malas ideas terminan convertidas en grandes obras de arte. Era un poco lo que me había sucedido con Valium Colectivo, mi primer video argumental. Un guión mediocre, de repente se había tornado en una buena pieza artística, por azar, por la buena providencia, por lo efectivo de una buena actuación y, de pronto, de cierta inspiración a la hora de mover la cámara. Es algo mágico y divino que se toma la producción desde el principio y no lo suelta hasta el final. En ese sentido siempre he sido muy religioso, o supersticioso, como lo quieran llamar. Existen otras veces en que tenés un guión perfecto y todo se te daña en la puesta en escena o en la edición. En esos casos, es que la magia no fluyó. Olvídalo. No hubo fortuna esta vez. A la película le cayó mal de ojo y eso no se lo quita ni la bruja de Perro Come Perro. También puede ser que la gente que creías competente no lo era tanto, o no estaban en su mejor momento. Pueden ser muchas cosas.

Pero en el caso de las novelas, las magias fluyen de otra manera. Vos las podés controlar y, si te acordás de cerrar la puerta y apagar el teléfono antes de encender el computador, no vas a depender de terceros. Nadie te va a dañar tu pasaporte a la inmortalidad.

Por ésa, y por muchas razones más, me sentía tan bien en Nueva York. De alguna manera extrañaba a mis amigos del cybercafé, todas aquellas noches filosofando sobre Internet y moliendo ideas para diferentes proyectos en compañía de un buen porro. Pero ahora, por fin, podría sentarme a escribir y probar qué tan bueno era un escritor dentro del cuerpo de un ordinary man, y qué tanto podría alimentarme sólo de literatura. Sentado en aquel bar la palabra amor también pasó por mi cabeza, pero ya tendría tiempo para eso. Ahora estaba muy ocupado aprendiendo a contar historias. Una nena de California de vez en cuando venía a la Costa Este y nos juntábamos por un par de días, hasta que ella tenía que coger el avión. En ese grado es que yo necesitaba una mujer por el momento. La dosis ideal de afecto para alguien que sólo quería aprender a escribir.

Nueva York, para mí, era ese tipo de ciudad donde podías congeniar con dos tipos de personas: los que iban por razones económicas y los que llegaban por vergüenza de ser unos perdedores en su país. Era más fácil ser un perdedor afuera que adentro. La verdad es que si vos no habías tenido ninguna suerte de desgracia en tu tierra natal, nada tenías que estar haciendo como residente en Estados Unidos. Hablando con sinceridad, la superpotencia era una sociedad que no le agregaba nada extraordinariamente interesante a tu vida. Por el contrario, si te descuidabas, había muchas cosas que pudiera quitarte, para siempre, sin ningún chance de que lo pudieras recuperar. A veces, todo prófugo podía encajar en ambos bandos, pero yo no me sentía uno de ellos. Yo me sentía parte de una tercera categoría más invisible y menos común; la categoría de los mirones, la categoría de los testigos absolutos. Había ido para ver lo que Colombia podría ser cuando fuera adulta y, lo que nunca había podido ser, cuando ya la historia se estaba acabando.

En lo personal, también conocía un buen puñado de amigos y amigas que estaban en aquella ciudad tratando de salvar un ego que en Colombia había salido mal librado. Yo siempre quise mantenerme al margen de esa actitud. Ahora ellos y ellas habían conseguido esposas gringos y un diploma internacional, ¡GRACIAS ESTADOS UNIDOS! ¡La hicimos! Tal vez yo debía hacer lo mismo. No lo sé. Pero no lo hice. Tampoco sentía que tenía tiempo para eso.

Esa no era mi forma de proceder. Si había un último lugar de la tierra que yo quisiera conquistar, ése era Gringolandia. No como yo quería. Mi producto no era algo que pudiera ir en la canasta familiar de un esquater y en Nueva York, de algún modo, todos lo eran. Para mí, USA ya tenía el cupo completo en cuanto a héroes y me parecía un poco depravado ser profeta en cielo de muchos y capitalizarlo en tierra de nadie. Yo apenas daba los primeros pedalazos de un largo recorrido. Me faltaban unos veinte siglos de cultura escrita que me llevasen a donde yo quería y no iría a arribar como un Santa Claus, sacando codo por la ventanilla de un avión.

Sobre la barra de aquel bar, junto al piano, había un montón de ejemplares del New Yorker, New York Times, Astoria Times; Diario La Prensa, L Magazine; Village Voice y The Sun. Atrapé varios de ellos y me puse a leerlos mientras saboreaba un Scotch. Había ido solo a aquel lugar, porque ninguno de mis conocidos gustaban de pubs europeos. Los unos porque se las daban de políticamente correctos y se la pasaban bailando cumbia en el ghetto, y los otros porque no se sentían dizque a la altura de un antro de marineros blancos. En mi caso no era ni lo uno ni lo otro. Era que el bar estaba al frente de mi casa. Vivía en un barrio de clase obrera que había sido construido por los irlandeses a principios del siglo 20. Fui feliz allí. Los obreros en Nueva York vivían como los ricos en Colombia. Con el mismo tipo de estupideces en la cabeza. Muchas de aquellas calles aún conservaban aquel espíritu verde, con bares atendidos y frecuentados por fríos ingleses de muy elegante vestir. Me fascinaba aquel barrio. También lo habían empezado a invadir los latinos, pero tenía una biblioteca pública con muchos títulos de última generación. Libros publicados por un montón de buenos escritores veinteañeros que aparecían y desaparecían de las páginas del Village Voice como por arte de magia. Aquello me causaba algo de gracia, porque los calificativos que se usaban para denominar a las nuevas promesas, eran del tipo: "Su prosa es la de un Camus en el siglo 21". No había otra forma de promocionar a un producto artístico. La industria editorial siempre citaba la opinión de alguien famoso y la ponía detrás de la cubierta del libro. Era como si a aquellos libros no los fuera a comprar gente inteligente, como si la ciudad estuviera llena de borregos que seguían los dictámenes de una moda. Nunca pude entender aquel comportamiento de la cultura de masas. Yo opinaba que en Nueva York el grueso de la gente era más lista que eso. ¿Por qué seguían con lo mismo? ¿Acaso creían que uno iba a comprar un libro porque Magic Johnson lo había leído y le parecía del putas? ¿A mí qué me importaba que Martin Scorsese hubiera hablado maravillas de Lost in Traslation? Yo me sentía con suficiente criterio como para escoger una película en la cartelera sin necesidad de qué Polanski me viniera a validar nada.

Bueno, si lo decía Spielberg, ya lo pensaría dos veces.

En los días de nevadas fuertes, Sunnyside era uno de los sectores que más se paralizaba en la Gran Manzana. Pero también se llenaba de silencio y nadie tenía que ir a trabajar y yo adoraba mirar por la ventana de mi cuarto y ver a la gente avanzando con dificultad por esos paisajes blancos, llenos de brizna y escarcha. Hubo weekends enteros en que no se podía salir a la calle y yo me quedaba delirando con mis recuerdos de Colombia. Sorpresivamente se me aparecían las caras de mi madre y de los policías dibujados en el techo y yo me descubría gritando cosas como: "yo no lo maté, ¡lo juro! Yo no lo hice". De repente mis vecinos me despertaban tocándome la puerta. Me decían con su acento ecuatoriano de la sierra: "¿Vecino, a quién mató? Lo escuchamos gritando un nombre".

- Ah, sí- les decía yo - es el nombre de mi padre. Pero yo no lo hice. Yo no lo maté.

En aquellos periódicos, vos podías leer titulares de todo tipo. Era como una suerte de mediodía en Estados Unidos, históricamente hablando. Los mensajes que flotaban en el ambiente hablaban de una sociedad con mucha hambre espiritual, mucho cansancio, mucho mal genio y muchas necesidades de irse a almorzar y hacer la siesta. En mi opinión podrían comer, pero no podrían dormir. No estaba dentro de su cultura. Necesitaban conservar su puesto como líderes económicos y el Euro les estaba mordiendo las orejas. Noticias como las del corresponsal Peter Arnett, despedido por dar una entrevista a TV iraquí, daban ganas de jalarse los pelos de la nariz. La revolución en Internet también estaba haciendo que los periódicos importantes como el Washington Post, Daily News y New York Times despidieran a sus periodistas en forma masiva. Una máquina ahora podía hacer el trabajo de 20 personas. Imaginaros cuántas personas perdieron su empleo por entonces. Las cifras subían a miles. La ciudad, en cabeza de ¨Major Bloomberg¨ planeaba, de igual modo, reactivar la actividad cinematográfica después de los atentados. El rodaje de las películas se había suspendido a manera de duelo.

Me encantaba hacer aquello; mirar el estado mental de un grupo humano a través de sus periódicos. ¨Paracaidistas norteamericanos habrían sido sitiados en el norte de Irak, según informó la cadena Al Jazeera - Estarían cercados por las tropas iraquíes y fuerzas tribales en la zona de Nenuva, cerca de Mosul…¨; The Sun; ¨Llegaron 5000 voluntarios árabes a Bagdad para sumarse a las fuerzas iraquíes - La resistencia contra la invasión crece día a día, al mismo tiempo que se hace evidente que los aliados han perdido el control de la situación…¨ Village Voice. ¨Piden a la ONU que George W. Bush y sus aliados sean juzgados como criminales de guerra - El presidente del Parlamento de Indonesia informó sobre su iniciativa, a la cual espera que se sumen otras naciones para realizar el juicio contra el presidente norteamericano…¨ New York Times; ¨Sismólogos rusos advierten de que los bombardeos masivos en Irak podrían desencadenar terremotos en la región - Las consecuencias de la guerra son imprevisibles en muchos aspectos¨, Astoria Times; ¨La Liga Arabe rechaza las acusaciones de EE.UU. contra Siria - Amro Musa, secretario general de dicha organización, dijo que EE.UU. buscaba únicamente crear confusión y que podría agravar el conflicto…¨ Diario La Prensa.

Pedí otro trago y eché una mirada alrededor. Había muchas mujeres en grupos, pero no estaban allí en plan de ligar. Sólo conversaban y discutían las imágenes sobre la guerra. Hablaban incluso con más propiedad que los hombres. A simple vista parecían más educadas que ellos, pero en un bar a las 11 de la noche eso importa poco. Al fin de cuentas, todos allí, hombres y mujeres, tenían pintas de oficinistas. No era el mismo aspecto de los clientes de fin de semana. Los obreros de la construcción no frecuentaban los bares entre semana, pues los empleos rudos en Nueva York eran fuertes y demandantes. Vos no podías dar la medida si ibas con resaca a levantar paneles de sheet-rack. Nueva York era una plaza dura. El viernes en la noche este bar se llenaría de irlandeses alcohólicos que terminaban rodando por las aceras cantando canciones folk e himnos antiguos hasta el amanecer, a veces abrazados con los mexicanos de las cocinas y a veces cortejando otras irlandesas del sector. Por el momento sólo había gente que podía llevar la noche con cinco cervezas e irse a casa.

Nueva York era una ciudad llena de historias. Si mirabas afuera, veías a alguien limpiando la nieve en el parabrisas de su carro ó a una muchacha muy bonita yendo con su ropa sucia a una lavandería de 24 Hours Open. A nadie le importaba que le vieran los calzones cagados. Vos sólo te limitabas a poner monedas de 25 centavos en la ranura, mientras hacías cuentas de lo que te faltaba por hacer. También había gente en la aceras removiendo esa última nieve del invierno, paleando con esfuerzo, mientras expulsaban grandes bocanadas de gas carbónico. Cada persona que te encontrabas en la calle era susceptible de que la invitaras a un romántico cafetín y que te soltara su rollo. Si te descuidabas, podías tropezar con los electrodomésticos y demás enceres, en buen estado, que los newyorkinos tiraban a la calle para que el camión de la basura se los llevara. Allí los dólares no estaban en las ramas de los árboles como te lo hacía creer la mitología popular, ni era del todo la ciudad que nunca duerme, como te la vendían los medios de comunicación. Pero sí era cierto que, si necesitabas un televisor o un horno microondas, sólo tenías que salir a la calle y recogerlo en cualquier esquina. Todas las noches yo me deleitaba con la escena de los inmigrantes recién llegados, arrastrando un colchón lleno de pulgas hacia sus apartaestudios recién rentados. Siempre quise escribir sobre ellos. De hecho, siempre podías encontrar un relato vivencial, de ese tipo, en los miles de pasquines literario-independientes de las librerías.

Parecía como si todo el género humano se hubiera venido a la capital del mundo y los parques de Medellín se hubieran quedado desiertos. Me sentía que estaba donde había que estar y cuando había que estar. Ser o no ser, era lo de menos. Lo importante es que en ese momento podías entrar a cualquier deli store y ponerte a comentar sobre la caída de las Torres Gemelas con testigos de primera mano, con gente que había estado a pocos metros de allí; personas que aún estaban traumadas y que tenían un psicólogo asignado por el estado. Rumanos, algonkinos, camerunenses, todo el planeta se había ido a Nueva York.

Yo no era uno de ésos que le había cogido miedo a una bomba terrorista en un tren, pero tal vez iba en ese camino. No lo sé. A todos nos afectó mucho aquello. Fue la verdadera partición de la historia moderna. Todo lo que le ha pasado a los terrícolas de ahí en adelante, surgió de aquella ciudad y de aquellos días y yo estuve ahí para medir la onda explosiva en las esquinas. Eso no me lo quita nadie y lo viví sin afanes. Yo pude detectar el tono con el que hablaban las personas antes y después de los ataques, y yo supe a qué olía la ciudad de Nueva York durante esos acontecimientos registrados en el imperio más grande de todos los tiempos.

Obviamente hablamos de una conspiración afortunada. Un lúgubre regalo del destino que ningún escritor en ciernes podía menospreciar. Sentía que aquello me había hecho olvidar de mi adicción a las Vitaminas PURO STAU QUO y a la coca, aunque podías estar muy seguro de nada. En cualquier momento podrías recaer.

Era hora de ir a casa y aporrear el teclado de ese IBM rescatado en las ruinas del WTC. No era hora de darle vueltas a lo que decía El Diario La Prensa sobre Colombia, en su sección internacional. Carlos Castaño era un mal cantado y en Estados Unidos apenas se empezaba a saber de él. Yo nunca lo conocí personalmente pero se me hacía fatigosamente familiar. Llevaba más de diez años escuchando sobre él. La primera vez había sido cuando compartía apartamento con uno de tantos suicidas en Medellín. Mucho antes de conocer a A, a B y al sicario. El suicida, quien lo era en toda la extensión de la palabra, me había informado de un lugar en la costa colombiana, donde no podías transitar libremente sin el salvoconducto del señor Castaño y su hermano. En su momento aquello había sonado fantasioso y delirante, como un Lado B de la mitología Pablo Escobar. Hoy no lo era tanto.

Cerré el periódico y lo puse donde lo había cogido. Por un momento me había olvidado que estaba en Nueva York. Miré hacia la barra y vi un montón de billetes de dólar diseminados a manera de propinas. Aquello me confirmó que ya no estaba en Colombia. En ese bar la gente dejaba su dinero al lado de sus tragos y nadie lo tocaba. Como dueño de aquellos billetes, vos podías irte al baño, salir a la calle a comprar cigarros y los dólares permanecían en su lugar. Era lo que en Colombia se llama ¨dar papaya¨. Aquí no existía ese concepto a un nivel micro y muy seguramente tampoco a un nivel macro. Antes que aprovechar papayazos, la gente de aquel bar respetaba los dólares ajenos, así estuvieran al alcance de la mano. Yo no sabía cómo entender eso. Obviamente no como un papayazo y pedí otro trago y me puse a ver la guerra por CNN.

Pude percibir que las informaciones de la televisión tenían un enfoque contrario a las informaciones de la prensa. La CNN estaba haciendo una especie de reality de la guerra, mientras que en la prensa se ocupaban de otras cosas como la historia de un haitiano que convivía con un cocodrilo y un tigre, adultos, en su apartamento del Bronx, o como la demanda que le habían puesto al periódico HOY por inflar sus cifras de distribución. En Estados Unidos eso era una cosa muy seria. No era como en Colombia que muchos diarios importantes inflaban sus cifras, y mucha gente falseaba estadísticas, y no pasaba nada. Meses después, el periódico HOY perdería la demanda y tendría que declararse en banca rota. Seguiría circulando, pero diezmado, con la mitad de sus páginas habituales y con una distribución gratuita. Con el agravante de que no prestaba ningun servicio práctico, como lo hacían otros los periódicos gratis del área.

Oh, sí. Había vuelto a hojear uno de los periódicos sin darme cuenta. Allí estaba. Tal vez era hora definitivamente de irme, pero estaba celebrando. Aún tenía dinero y los tragos me ponían muy dispersamente contento. No era Hemingway, no era París, pero era Nueva York y era yo. Alguien que muy pronto lo lograría. Estaba a punto de encontrar el tono e irme a vivir en él hasta morir, como Elvis en Graceland.

En los subtítulos de la CNN decían que el alcalde muy pronto iba a poner en marcha la ley que prohibía fumar en todos los sitios nocturnos; un modelo que después adoptarían capitales como París y Lóndres. Una rubia, que había al lado mío, quiso comentar aquello, pero yo difícilmente pude entender su acento británico. Por el tono de su lenguaje corporal sólo pude detectar que estaba enojada con la medida. Le respondí con mi versión de los hechos y seguí hablando otro rato para disimular mi falta de entendimiento. Yo era capaz de expresarme, pero tenía un oído pésimo. Luego se me terminó el dinero y me fui a la casa. En la calle vi que estaban rodando una escena nocturna de la primera película del Walt Disney, post ataques 911. Los estudios de Hollywood gustaban mucho de filmar en aquel barrio. Luego lo sabría. Cerraban manzanas enteras y parqueaban sus tractomulas a lo largo de todo el sector. A veces caminabas kilómetros y el paisaje siempre era el mismo. Montañas de equipos de filmación tan grandes como casas. Pregunté por el nombre del director y los protagonistas, a quienes cuidaban el paso de los curiosos y me quedé allí hasta el amanecer. Recé porque esos encuentros obedecieran a una especie de hermandad cósmica y de alguna manera lo eran. Mi puntería era una destreza que se afinaba sola, de manera automática.