8.1.10

36.

Una de las cosas que más me llamó la atención sobre POR FAVOR REBOBINAR, fue su estructura. Hacía tiempos yo no leía una novela que jugara con el mapa global de los capítulos. Había leído, en los últimos días, magistrales historias con estructuras lineales, como las novelas de Bellow, por ejemplo. Pero ninguna que atentara contra la concepción oficial del tiempo. Fuguet, el rey del neoliberalismo, lo hacía en POR FAVOR REBOBINAR y eso era subrayable. Inspirador. Fuguet había usado la misma técnica de varios monólogos hablando en presente, la cual me había impactado tanto en El Sonido y la Furia.

Para entender la gracia de este tipo de novelas, vos tenías que leer hasta la última línea y luego sentarte a contemplar el valle desde arriba y, si era posible, desde la montaña más alta, desde la estatua de Cristo Redentor. Era cuestión de desplegar el sistema cartográfico y verlo en forma conjunta. Si te ponías a examinar sus detalles podías correr con el riesgo de perderte la gracia de la foto entera. La técnica de los monólogos, que se entrecruzan por varios puntos comunes, te hacía volver a los tiempos inmemoriales de la lúdica, cuando los escritores todavía no se habían tornado en sacos de patatas psico-rígidas y cuando todavía escribían para sentirse mejor.

POR FAVOR REBOBINAR se explayaba en divagaciones sin sentido y frases anodinas, pero al final te recompensaba con las respuestas de un diseño. Te dabas cuenta que tanto rayar, y rayar, era simplemente una forma de darle trama a las capas que conformarían un solo cuerpo unitario. Aquella era la característica que yo siempre buscaba en el arte. Me gustaba examinar el bordado con el que estaban fabricadas las texturas. Y de alguna manera, Fuguet había puesto bastante empeño en ello.

Pensé, entonces, que no todo estaba perdido y que la literatura en español podría tener otro punto de fuga, que aún quedaba esperanza de llegar al arco tocando, haciendo la pared en triangulaciones. Y que se podría dar un buen espectáculo sin necesidad de lateralizar demasiado. La mayoría de escritores latinos, de los últimos años, eran un montón de carrolocos, quienes descrestaban al personal dando vueltas en círculo y desgastándose en taquitos y rabonas, tratando de sacarse al rival siempre con un túnel.

Y las paradas estaban bien, pero había que saberlas usar en el momento justo, y que fueran funcionales. A mí me gustaba ese juego certero de Fuguet en aquella novela. Vos no la disfrutabas demasiado durante los 90 minutos, pero, de un momento a otro, sentías el cambio de ritmo y ¡tan! Gol. Golazo.

De modo que, reconciliado un poco con la literatura, me dispuse a retomar EL EMPELICULADO. Había caído en la tentación de volver a escribir guiones, pero quería darme una segunda oportunidad. Sabía que, de acuerdo a las últimas reflexiones, había mucho trabajo por delante con EL EMPELICULADO y sobre todo con la arquitectura, el manejo del tiempo y el espacio (no confundir con El Tiempo y El Espacio, las dos principales preocupaciones y máximas ambiciones de los escritores colombianos).

Total, luego del concierto de La Cumbiamba, en Niagara, volví a casa y me puse a escribir. Eran las tres de la mañana. La hora más crítica para las personas que trabajan en la noche. Con frecuencia yo llegaba en las madrugadas a ver CADA PROBLEMA TIENE UNA SOLUCIÓN ESPIRITUAL, en el canal cristiano, ó a escuchar música mientras me fumaba un porro; pero aquella vez no lo hice y encendí el computador.

Mientras se activaban todos los circuitos, también me dio por revisar el contestador automático. Aquella costumbre había sido relegada un poco en el tiempo, pero de vez en cuando lo hacía. Diablos. Época de vacas flacas; no tenía ningún mensaje. Por aquella máquina no habían pasado ni los fantasmas a saludar. Así era. A veces había épocas de vacas gordas también. Pero yo había tomado la costumbre de desconectarme en tiempos de trabajo pesado y aquello era respetado de alguna manera por mis aúlicos. Cuando me metía en un proyecto, ponía un cartel en la puerta diciendo ME HE IDO A COMER, VUELVO MÁS TARDE. Celular, fijo y contestador, apagados. Nadie en casa, entonces, para responder a algún tipo de llamado.

Pero aquella vez decidí dejar prendidas las máquinas. Hacia las cuatro, cuando me decidí a garabatear un par de líneas y empezaba el proceso de elevación, sonó el teléfono. No quise contestar. Sabrán los escritores de qué les hablas cuando les mencionas la palabra ¨elevación¨. Escribí otro par de párrafos. El teléfono seguía repicando. Descolgué la bocina y la volví a colgar y luego la dejé descolgada en el suelo. Me dispuse entonces a apaga también el celular.

Cuando quise retomar mi trabajo, me entró la intriga. Quién podría estar llamando a las cuatro de la mañana. Sería una amiga ¿acaso? ¿un accidente? ¿mi novia californiana, quizás? ¿la caleña? ¿estarían desveladas pensando en mí? ¿una llamada urgente de Colombia? ¿Alguna vieja amante que se sentía sola y querría follar? ¿tal vez colgarse de las vigas del techo?

¡Mierda! Se me había ido la inspiración otra vez, a la mierda. Mierda, mierda, mierda. Ahora, cuando lo tenía todo claro de nuevo. Colgué la bocina y me puse a esperar. El teléfono volvió a repicar. Era el sicario. Se había venido para Nueva York, huyendo de Colombia. Allí, unos peces gordos habían dado la orden de matarlo. También me informaba que me había traído la nueva edición pirata de La Llaga, mi novela iniciática, y que tenía nuevos proyectos. La conversación fluyó de la siguiente manera: ¿Que hacés llamando a las cuatro de la mañana, guevón. Estoy re-dormido. No tengo dónde dormir, no conozco la ciudad. Yo no tengo espacio, man, vivo de arrimado en la casa de una tía (era mentira). Quedate en alguna estación hasta el mediodía y después te paso a recoger; y ¿cuáles son ésos, tus nuevos proyectos? Ahora quiero torturar un marica. Deberías empezar por torturar un rolo. Verdad, ¿no? Los rolos son cacorros…

En realidad yo sí tenía algo de espacio. No mucho, pero sí tenía. Lo que no tenía era demasiado entusiasmo de que el sicario estuviera ahora en Estados Unidos. Yo vivía en un cuarto pequeño, alfombrado, con un sofá junto a la ventana que a veces usaba de living, pero que siempre usaba de dormitorio. Era como un chorizo mi cuarto. Un espacio alargado con un pequeño closet junto a la puerta y una mesa en el medio. Increíblemente también albergaba yo allí un televisor, un equipo de sonido, ocho parlantes, un computador, una máquina de escribir y una típica lámpara americana (de esas con forma de platillo volador que vos te encontrabas en cada hogar newyorkino ).

De vez en cuando, alguna amiga también pernoctaba allí o yo le daba posada a algún desvalido. Pero esta vez no. El sicario no iba a conocer dónde vivía yo. Yo no lo iría a permitir. No me importaba que hubiera traído otra versión de La Llaga, aunque me moría por conocerla. Songo sorongo, a aquella novela ya se la habían pirateado como seis editoriales clandestinas, sin contar las versiones que explosionaban en la red.

Amanecía en Nueva York. La calefacción se activaba a las 6 y se apagaría a las 10 a.m. Yo volví al EMPELICULADO y pensé que debía esbozar una estructura simple. Así que agarré un lápiz, y papel, y dibujé un punto en el centro de la hoja. Luego hice un círculo alrededor del punto y luego otro más grande. Diez minutos después tenía el papel lleno de círculos alrededor de un solo punto central y un montón de líneas que iban de los bordes hacia el punto. Yo no sabía qué era aquello, pero pensé que podría tratarse de una estructura. Doblé el papel y lo pegué en la pared, junto al computador. Me preguntaba qué era exactamente el punto central y qué eran los círculos alrededor las líneas. No eran jugadas maestras, de eso estaba seguro, pero por lo menos tenía un inicio. Ya lo resolvería en el desayuno.

Me fui a la calle y crucé hacia la panadería del rumano. Le pedí un baggel tostado con queso crema y un café. Eran las nueve y treinta. El sicario debía estar esperándome en alguna estación de Queens. Fui a la esquina por un periódico y volví a la panadería a leerlo, mientras escuchaba al rumano intercambiar noticias locales con otros clientes que entraban al lugar. Afuera hacía frío.