Ese 2003 dejaría una marca rara en la piel como las dejan ciertas épocas que a veces se consideran inofensivas. Son inofensivos algunos años? Sólo los mismos años lo dicen. A veces viene un insecto y te pica en un brazo mientras tomas Budweisers en el patio de tu bungalú, los barbiquius a todo motor, el aroma a carbón en el ambiente, el césped verde como una mesa de billar y vos no sabés si todo aquello va a dejarte una cicatriz o no. Nunca podés asegurarlo con severidad. Son tan inofensivos ciertos tiempos de bonanza como lo pueden ser algunos ídolos derrumbados, o como lo pudieron ser esos amigos en los que creías al esperar garantías. Ya se sabe que para ver el mundo basta con mirar el cielo, disparar a la luna, pero resulta mejor si lo haces varias veces desde distintos puntos del planeta.
De alguna manera, para mí todo se había ido con el huracán, como en la canción de Bunbury. Ya se sabe que escribir es un arte peligroso, una bomba marca ACME que al final siempre termina explotándote en la cara, como un agua siendo hervida en el microondas, como la ardilla parada en el cable de la luz. Todas las escalas de valores se habían puesto patas arriba y yo sentía que era el único quien se había quedado a solas en la estación de la clarividencia y quién veía al tren de las pesadillas perderse en la lejanía. El mundo se había vuelto todos-contra-todos, pero con una sonrisa en la boca. Los que habían sido humildes viniéronse a soberbios. Igual, los buenos de otrora, ahora mataban. Los galanes del ayer eran los viejos verdes del hoy.
Quienes alguna vez habían brillado por su sencillez, sacaban las cartas de la ambición y paledecían. Creímos ganarnos el tour de Francia y no llegamos siquiera a la contrareloj y tocó actuar como tal. Los que se creían ricos también empezaron a ahorrar como pobres y los pobres como ricos. Al final no eran ni lo uno ni lo otro; eran una masa endeble, un plasta tibia de arcilla bajo el zapato triturador. Lo mismo con los blancos quienes tornasen en negros y los más liberales del siglo 20 en conservadores confesos del siglo 21. También pasaba que te hacías ideas falsas de gente muy cercana con bastante frecuencia.
En el aire estaba escrito: los translucidos de hoy serían los hipócritas de mañana, y los santos del mañana, patanes del ayer. O sea. Las almas se resignaban a moldearse como seres de guerra, más no como guerreros. Así es. A los humanos les fascina que les pongan una venda en los ojos y que los empujen a jugar " PÓNGALE LA COLA AL BURRO", ( luego de haber sido mareados durante horas en la trastienda de las ensoñaciones) . También había muchos a los que les gustaba dar palos de ciego tratando de pegarle a la piñata y otros que sentían un placer casi sexual siendo parte de la audiencia y recibiendo de vez en cuando un porrazo del ciego de turno (sic).
A los amigos que yo había dejado en Colombia les gustaba dejarse ganar por demencias colectivas y regodearse en ese tipo de bandazos. Los que habían sido listos ahora adoraban comportarse como mongólicos y lo sabían. Ese tipo de decisiones son las que siempre quedan fuera del alcance de tus manos. De repente hay un punto en la vida en que decís: "bueno, llegó la hora de convertirme en un estúpido y no me importa", y así sucesivamente con las demás facetas de tu personalidad. Mejor dicho, a la gente decente en Colombia no le importaba vivir entre miserables. Era una sociedad que se había acostumbrado a ver lo excepcional como normal y viceversa.
Pero, Qué mas podías hacer vos? Sólo sentarte a contemplar aquello desde otro país y verlo como una debilidad . No había nada heroico allí. Tampoco nada sano. Todo era más bien algo enfermo (sic). Ahora habías cambiado de nación, de religión y de fronteras (sic) y, a Colombia, y a sus discípulos, había que dejarlos en paz con sus guerras. Los colombianos eran adictos a la mierda, era un país acostumbrado al hedor, y todos adoraban ver el color de la caca al tercer día y que sus semejantes se hundieran en el barro de sus calles malogradas.
Con tal de que sus fachadas lucieran impecables, todo marchaba a las mil maravillas para los cultos en el país de la coca. Allí nada funcionaba, no había semáforos peatonales en las calles; la lluvia tumbaba un árbol y los tipos de las motosierras tenían que venir a picarlo en pedacitos. Un anciano se caía en su bicicleta y tenía que morirse en el pavimento, porque no había ambulancia que viniera a recogerlo. Del mismo modo, a mis amigas, las huelengues, les producía placer que un militar estuviera agrediéndolas constantemente; el sicario era feliz haciendo el tonto entre esos vagos oficializados que son los funcionarios públicos; mi padre, asesinado por mí según la policía, decidió coger monte arriba para acabar de hundirme y de paso desaparecer completamente. Lejos había quedado aquel día en que fuimos a visitarlo A y yo, todavía en ese casco urbano de alguna municipalidad. Ahora habría que tirar trocha con un navegador GPS, para poder dar con su ubicación.
Esa era mi carga sentimental por aquel entonces y tenía que aprender a vivir con ello. En exteriores yo sentía que debía dedicarme a lo mío y el 2003 se consagraba como un gran año. Había conocido mucha gente valiosa para mi discernimiento.
Alguna tarde había merodeado por ahí, liando buenas conversaciones. En aquella oportunidad me había dejado caer por los lados del Festival de Cine de la Havana en New York y me disponía a ver la opera prima de Alejandro Chomsky, un director argentino muy bien referenciado. Compré las boletas. Preparado a entrar, en el lobby me encontré con Jim Jarmusch. Estuvimos charlando por un buen rato. Jim venía a ver la peli de Alejandro. Eran buenos amigos de vieja data. Oye, siento lo de Strummer, le dije. Habían sido cuates. Joe era uno de sus quintaesenciales actores de cabecera.
Está bien, me dijo Jarmusch, hace tiempos que no hablábamos. Luego entramos y Jim se sentó donde siempre lo hacía. En el extremo derecho del vagón central entre las tres últimas filas. Ya antes me lo había encontrado en cinemas subterráneos de dudosa procedencia, siempre viendo documentales políticos e izquierdosos. Esta vez estábamos viendo un buen largometraje hecho en video digital, con una paleta virada al azul. Era la historia de una adolescente y su motoneta por las calles de París. Una trama sin pretenciones, pero que salía adelante. De vez en cuando yo me volteaba y trataba de mirar las reacciones de Jarmusch en la oscuridad. Pero Jim es un tipo poco emocional y amable. No es de los que se quita el sombrero antes de entrar al templo. Por el contrario, aquella tarde conservó su gorra de camionero white trash y hundió sus codos en los brazaletes de la silla. Jim tampoco es de los que se deja impresionar cuando uno de los sacerdotes empieza a comerse el corazón de las doncellas sacrificadas.
En realidad a aquella cinta sólo habíamos ido a verla no más de diez personas. Pero uno de ellos era Jim Jarmusch y supongo que para Alejandro aquello era suficiente. La última película del director norteamericano, Coffee and cigarretes, aún estaba en las carteleras de Mahattan y aquello no parecía despelucar a nadie tampoco. La vida de New York seguía su flujo normal. Brodway conservaba sus ríos de modelitos sacados de Marie Claire Magazine.
Ni siquiera a Jim parecía importarle que su nombre estuviera en la sección "Cines" del Times. Jim simplemente desapareció como un exhalación luego de los créditos finales. A mí me hubiera gustado que se quedara a cumplir protocolos raros en el foro de Chomsky. Pero no lo hizo, y el show tuvo que seguir sin Jim. También hubiera podido pasar por oportunista y tratar de sacarle una entrevista para vender en alguno de los pasquines colombianos venidos a super revistas. Pero no lo hice, ésa no era mi filosofía, si es que acaso tenía una.
Por lo menos, hoy en día me quedan las películas de Jarmusch y la admiración por su cordialidad. Luego de la peli, vino hasta mi silla y se despidió con un gesto de mano. También me deseo buena suerte con El Empeliculado, mi novela, en voz baja para no interrumpir la sección de preguntas a Chomsky. Qué gran lección le dan las celebridades gringas a los mediocres artistas colombianos. Allá en Platanolandia cualquier aparecido adquiere un status de perfil alto de telenovela barata y se creen intocables, como bautizados por un mesías.
Yo, por mi parte, tal vez nunca más vuelva a encontrarme a Jim Jarmusch en las calles de Nueva York. Pero dejo constancia aquí, que un día pasó, y que fue una de las grandes cosas que le pueden suceder a un aspirante de cineasta. Encontrarse a todo tipo de intelectuales de alta envergadura era usual en esa ciudad, pero encontrarse con el grande del cine independiente, el poeta de narración visual en los 90's, era un privilegio que pocos podían contar. Tal vez uno se encuentre a este tipo de directores en un coctel en Cannes ó en Utah y sería lo obvio. De pronto hasta en el Festival de Cine de Cartagena, en su disfraz de superestrella.
Lo que sí es algo extraordinario, es que te encuentres a Jim Jarmusch a las puertas de un teatro, mientras miras los posters promocionales, como si vos y él fueran dos parroquianos del común, en jeanes de veraneo, pantuflas y con nuestras camisetas más agujereadas. Jim y yo, sabíamos que no lo éramos.
De alguna manera, para mí todo se había ido con el huracán, como en la canción de Bunbury. Ya se sabe que escribir es un arte peligroso, una bomba marca ACME que al final siempre termina explotándote en la cara, como un agua siendo hervida en el microondas, como la ardilla parada en el cable de la luz. Todas las escalas de valores se habían puesto patas arriba y yo sentía que era el único quien se había quedado a solas en la estación de la clarividencia y quién veía al tren de las pesadillas perderse en la lejanía. El mundo se había vuelto todos-contra-todos, pero con una sonrisa en la boca. Los que habían sido humildes viniéronse a soberbios. Igual, los buenos de otrora, ahora mataban. Los galanes del ayer eran los viejos verdes del hoy.
Quienes alguna vez habían brillado por su sencillez, sacaban las cartas de la ambición y paledecían. Creímos ganarnos el tour de Francia y no llegamos siquiera a la contrareloj y tocó actuar como tal. Los que se creían ricos también empezaron a ahorrar como pobres y los pobres como ricos. Al final no eran ni lo uno ni lo otro; eran una masa endeble, un plasta tibia de arcilla bajo el zapato triturador. Lo mismo con los blancos quienes tornasen en negros y los más liberales del siglo 20 en conservadores confesos del siglo 21. También pasaba que te hacías ideas falsas de gente muy cercana con bastante frecuencia.
En el aire estaba escrito: los translucidos de hoy serían los hipócritas de mañana, y los santos del mañana, patanes del ayer. O sea. Las almas se resignaban a moldearse como seres de guerra, más no como guerreros. Así es. A los humanos les fascina que les pongan una venda en los ojos y que los empujen a jugar " PÓNGALE LA COLA AL BURRO", ( luego de haber sido mareados durante horas en la trastienda de las ensoñaciones) . También había muchos a los que les gustaba dar palos de ciego tratando de pegarle a la piñata y otros que sentían un placer casi sexual siendo parte de la audiencia y recibiendo de vez en cuando un porrazo del ciego de turno (sic).
A los amigos que yo había dejado en Colombia les gustaba dejarse ganar por demencias colectivas y regodearse en ese tipo de bandazos. Los que habían sido listos ahora adoraban comportarse como mongólicos y lo sabían. Ese tipo de decisiones son las que siempre quedan fuera del alcance de tus manos. De repente hay un punto en la vida en que decís: "bueno, llegó la hora de convertirme en un estúpido y no me importa", y así sucesivamente con las demás facetas de tu personalidad. Mejor dicho, a la gente decente en Colombia no le importaba vivir entre miserables. Era una sociedad que se había acostumbrado a ver lo excepcional como normal y viceversa.
Pero, Qué mas podías hacer vos? Sólo sentarte a contemplar aquello desde otro país y verlo como una debilidad . No había nada heroico allí. Tampoco nada sano. Todo era más bien algo enfermo (sic). Ahora habías cambiado de nación, de religión y de fronteras (sic) y, a Colombia, y a sus discípulos, había que dejarlos en paz con sus guerras. Los colombianos eran adictos a la mierda, era un país acostumbrado al hedor, y todos adoraban ver el color de la caca al tercer día y que sus semejantes se hundieran en el barro de sus calles malogradas.
Con tal de que sus fachadas lucieran impecables, todo marchaba a las mil maravillas para los cultos en el país de la coca. Allí nada funcionaba, no había semáforos peatonales en las calles; la lluvia tumbaba un árbol y los tipos de las motosierras tenían que venir a picarlo en pedacitos. Un anciano se caía en su bicicleta y tenía que morirse en el pavimento, porque no había ambulancia que viniera a recogerlo. Del mismo modo, a mis amigas, las huelengues, les producía placer que un militar estuviera agrediéndolas constantemente; el sicario era feliz haciendo el tonto entre esos vagos oficializados que son los funcionarios públicos; mi padre, asesinado por mí según la policía, decidió coger monte arriba para acabar de hundirme y de paso desaparecer completamente. Lejos había quedado aquel día en que fuimos a visitarlo A y yo, todavía en ese casco urbano de alguna municipalidad. Ahora habría que tirar trocha con un navegador GPS, para poder dar con su ubicación.
Esa era mi carga sentimental por aquel entonces y tenía que aprender a vivir con ello. En exteriores yo sentía que debía dedicarme a lo mío y el 2003 se consagraba como un gran año. Había conocido mucha gente valiosa para mi discernimiento.
Alguna tarde había merodeado por ahí, liando buenas conversaciones. En aquella oportunidad me había dejado caer por los lados del Festival de Cine de la Havana en New York y me disponía a ver la opera prima de Alejandro Chomsky, un director argentino muy bien referenciado. Compré las boletas. Preparado a entrar, en el lobby me encontré con Jim Jarmusch. Estuvimos charlando por un buen rato. Jim venía a ver la peli de Alejandro. Eran buenos amigos de vieja data. Oye, siento lo de Strummer, le dije. Habían sido cuates. Joe era uno de sus quintaesenciales actores de cabecera.
Está bien, me dijo Jarmusch, hace tiempos que no hablábamos. Luego entramos y Jim se sentó donde siempre lo hacía. En el extremo derecho del vagón central entre las tres últimas filas. Ya antes me lo había encontrado en cinemas subterráneos de dudosa procedencia, siempre viendo documentales políticos e izquierdosos. Esta vez estábamos viendo un buen largometraje hecho en video digital, con una paleta virada al azul. Era la historia de una adolescente y su motoneta por las calles de París. Una trama sin pretenciones, pero que salía adelante. De vez en cuando yo me volteaba y trataba de mirar las reacciones de Jarmusch en la oscuridad. Pero Jim es un tipo poco emocional y amable. No es de los que se quita el sombrero antes de entrar al templo. Por el contrario, aquella tarde conservó su gorra de camionero white trash y hundió sus codos en los brazaletes de la silla. Jim tampoco es de los que se deja impresionar cuando uno de los sacerdotes empieza a comerse el corazón de las doncellas sacrificadas.
En realidad a aquella cinta sólo habíamos ido a verla no más de diez personas. Pero uno de ellos era Jim Jarmusch y supongo que para Alejandro aquello era suficiente. La última película del director norteamericano, Coffee and cigarretes, aún estaba en las carteleras de Mahattan y aquello no parecía despelucar a nadie tampoco. La vida de New York seguía su flujo normal. Brodway conservaba sus ríos de modelitos sacados de Marie Claire Magazine.
Ni siquiera a Jim parecía importarle que su nombre estuviera en la sección "Cines" del Times. Jim simplemente desapareció como un exhalación luego de los créditos finales. A mí me hubiera gustado que se quedara a cumplir protocolos raros en el foro de Chomsky. Pero no lo hizo, y el show tuvo que seguir sin Jim. También hubiera podido pasar por oportunista y tratar de sacarle una entrevista para vender en alguno de los pasquines colombianos venidos a super revistas. Pero no lo hice, ésa no era mi filosofía, si es que acaso tenía una.
Por lo menos, hoy en día me quedan las películas de Jarmusch y la admiración por su cordialidad. Luego de la peli, vino hasta mi silla y se despidió con un gesto de mano. También me deseo buena suerte con El Empeliculado, mi novela, en voz baja para no interrumpir la sección de preguntas a Chomsky. Qué gran lección le dan las celebridades gringas a los mediocres artistas colombianos. Allá en Platanolandia cualquier aparecido adquiere un status de perfil alto de telenovela barata y se creen intocables, como bautizados por un mesías.
Yo, por mi parte, tal vez nunca más vuelva a encontrarme a Jim Jarmusch en las calles de Nueva York. Pero dejo constancia aquí, que un día pasó, y que fue una de las grandes cosas que le pueden suceder a un aspirante de cineasta. Encontrarse a todo tipo de intelectuales de alta envergadura era usual en esa ciudad, pero encontrarse con el grande del cine independiente, el poeta de narración visual en los 90's, era un privilegio que pocos podían contar. Tal vez uno se encuentre a este tipo de directores en un coctel en Cannes ó en Utah y sería lo obvio. De pronto hasta en el Festival de Cine de Cartagena, en su disfraz de superestrella.
Lo que sí es algo extraordinario, es que te encuentres a Jim Jarmusch a las puertas de un teatro, mientras miras los posters promocionales, como si vos y él fueran dos parroquianos del común, en jeanes de veraneo, pantuflas y con nuestras camisetas más agujereadas. Jim y yo, sabíamos que no lo éramos.