Una noche, después de cine, quise dar una vuelta antes de ir a casa. Me gustaba meditar largamente las películas al aire libre y preferiblemente a solas. Yo no era de ésos que gustaban discutir lo visto en improvisados foros post vespertina. No me sentía uno de la Generación-Queremos-Tanto-A-Glenda. Yo había llegado después. Unos treinta años más tarde que Cortázar, cuando los invitados se estaban poniendo sus pijamas para irse a dormir, mientras el fuego de la chimenea se estaba extinguiendo. Estaba bien que hubiera dejado de frecuentar al sicario, y a A, y a B, y al resto de conocidos en general. Desde hacía tiempos mi corazón pedía a gritos un poco de sobriedad. Qué más podía ofrecer si yo, cómodamente, había crecido tumbado frente a un televisor sin que nadie me molestase.
Crucé un parque Bolivar desolado, me metí por Junín, bajé por la calle Maracaibo y me detuve en los bajos del Hotel Nutibara. Quería tomarme un trago a solas. Regalarme un poco de ruido interior. No tenía mucho dinero, pero las ciudades colombianas, de alguna manera, tenían el poder de entristecerme. Motivo suficiente para mojar los labios. Pude ir a un centro comercial ó a cualquier otro lugar, pero Medellín era un pueblo pequeño. Muchos de mis viejos amigos y ex novias debían estar cubriendo todos los flancos frívolos de la noche. Ya no me atraía hablar con ninguno de ellos en especial. Hay un punto de tu vida en que el casting te empieza a pedir carne fresca. De repente te levantas y te das cuenta que has estado durmiendo sobre un nido de serpientes.
Pensé en lo que había dicho el escritor la otra noche. En eso de que él escribía para fastidiar a la gente de la old school. Ese lunes yo también había saboreado algo nauseabundo en la repostería del pasado. En el teatro mismo me había encontrado con una pareja de compañeros universitarios y la conversación había fluido torpemente. Pero aquello no era problema para mí. Tenía varios escondites y aquel era uno de ellos. Nadie quien me conociera iba a este tipo de tomaderos.



La música y los clientes me transportaron en el tiempo, hacia los años sesentas de mis padres. No los 60´s de los mass media, sino los de mi padre y mi madre, siendo jóvenes, por las calles de Medellín. Esas historias.
Estuve por un buen rato rumiando un cuba-libre y mirando los árboles que cubrían las mesas del estadero. Al fondo se veía la noche y sus estrellas soberanas. Canciones de Leo Dan y de Elío Roca. Respiré profundo. No tenía mucha plata, repito. Y el sitio era caro. Así que me terminé el ron y me fui de allí. Crucé la calle. Vi tipos durmiendo en las aceras, cobijados con cartón. De seguro alguien iba a desparecerlos algún día para cuidar la imagen de otro alguien. Llegué a La Sorpresa y entré. Ahora se podía comprar cerveza allí. Cuando yo era niño sólo se iba a desayunar ó a tomar el ¨algo¨ a La Sorpresa. Ahora era un centro de acopio etílico. Pedí una Pilsen y me puse a pensar en la película que había visto. El último emperador, de Oliver Stone, en doble con Leaving Las Vegas. Par películas. Pero la primera no me decía nada y la segunda logró disparar ciertos grados de identificación.
Con qué facilidad hacían cine los gringos y los resultados eran más que satisfactorios. 35 milímetros, distribución alrededor del mundo, taquillas millonarias, varios premios Oscar, alfombra roja.
Los latinoamericanos ni en cien años íbamos a lograr todo eso, aunque yo me sentía muy satisfecho con mis logros en video y otro par en 16 milímetros. De hecho, sentía que ya no quería volver a rodar. Había querido pasar por la experiencia de dirigir y de editar y de hacer una premier y de ganar premios y de alguna manera lo había hecho a la manera criolla. Ya sabía de los alcances y de los límites, de los propios y de los ajenos. Ya había dicho también un montón de cosas que tenía atrancadas.
Entonces, de qué servía continuar con esta utopía artística. De algún modo, todo por lo que había pasado con la cocaína, y lo demás, no había sido gratuito. Había sido una forma de bajar hasta los aposentos de la muerte y pescar un souvenir para poner dentro de mi closet. Cerrar las puertas del placard y echarles candado. Por estas tierras había muchos ricos que se habían lanzado a la aventura de hacer cine y habían dilapidado su fortuna vanamente. También había mucho escritor talentoso que se las daba de rico en sus escritos y sin embargo patinaban a la hora de financiar hasta el más mínimo cortometraje. Algo tenía que estar pasando con los cerebros en el cono sur del continente. Con toda esta fortuna que había en las élites hispanas y no iríamos a desarrollar una industria de cine ni en mil años. Pobres ricos. Y con todo lo que les gustaba el cine.
Ahora solamente un provinciano manchego era el que les daba lecciones de movientismo a todos los cineastas del mundo. Se trataba de Pedro Almodóvar, quien abría una caja de Pandora y salía en todos los titulares de prensa cultural. Era paradójico.
Mientras tanto, el gobierno de Colombia se dedicaba dizque a premiar a los cineastas que se les ocurriera una gran idea y la pusieran en una escaleta. My god! Cómo se notaba que quienes diseñaban esas convocatorias no tenían ni la más remota sospecha del proceso cinematográfico, o que lo hacían simplemente para beneficiar a un amigo de la casa, elegido con anterioridad.
Lo que debería premiarse no es una gran idea, sino un gran trabajo de investigación para llegar a esa idea. En lo personal, yo tenía como cincuenta escaletas de ese tipo en un cajón. Cincuenta maravillosas ideas y cada día se me ocurrían dos o tres más, las cuales terminaban tertuliando con las otras, y sabía que una gran idea a través de una escaleta no significaba nada ni valía ni cien devaluados pesos colombianos (el Ministerio de Cultura daba dizque 10 millones).
Una gran idea para una película casi nunca termina en nada. Esa no es la forma de trabajar en este negocio. Hay que escribir un guión de 100 páginas primero y luego hacer una escaleta para que el ministerio te la compre. Lo que vas a hacer luego es gastarte los diez millones de pesos en una segunda, tercera y cuarta versión del guión. ¡La escaleta tiene que ir acompañada por un guión que la sustente! Pero bueno, estábamos en Colombia donde las cosas siempre se hacen patas arriba.
Me fui a casa, y sin embargo, me puse a escribir, aunque había tomado la decisión de no botarle más escape al cine ni al video. Efectivamente así iba a ser, pero aquello no significaba que mi creatividad se detuviera y mucho menos el lápiz. Escribiría alguna escaleta y la pondría a dormir en el cajón junto con mis otros mil guiones. Todos ellos tendrían muchas cosas qué decirse entre sí.
De ese modo, saqué mi libreta y me senté a mirar por una ventana, al lado de una habitación donde mi madre veía la televisión. Di rienda suelta a mi hipergrafia, garabateé algo y luego leí: PELÍCULAS DE CARRETERA Y OTRAS CANCIONES. Lucía fatal. Como un rebaño de ovejas dando distintos informes simultáneos sobre la realidad nacional. Era la época dura del proceso 8.000. A Samper le habían pillado su jugarreta con la mafia y no quería dejarse tumbar. Al final todo Colombia supo que a Samper lo subió el Cartel de Cali y nunca pasó nada. Sólo los gringos le quitaron la entrada a USA, lo que provocaría la esperada ira de su famoso hermano Daniel Samper Pizano.
También yo había plasmado un poco lo de Pastrana siendo condescendiente con los guerrilleros. Pastrana les partió un pedazo del ponqué y los agasajados nunca llegaron a su propia fiesta.
Igual, se venía el fin del siglo y había mucha ansiedad por el mismo motivo; mucha búsqueda de un refugio espiritual; mucha crisis religiosa y este caos se ve reflejado en este guión que terminó siendo literatura. En un aparte hablo de perros, en otro capítulo hablo de ángeles y de extraterrestres. Algo muy loco. Una novela casi sin sentido. Contada con el apremio y la inexperiencia de la postmodernidad y la expectativa de que en verdad fuera a ocurrir algo grande-grande el 31 de diciembre de 1999. Nada pasó. Los autos no volaron y no nos fuimos a vivir a Marte. Bueno, yo estaba aterrizando del viaje de aquellos maravillosos años 90´s y ello ya es mucho. Los gringos tampoco volvieron a la luna y no hay máquinas del tiempo. Toda esa desazón fue descrita por mí en aquel escrito.
Después se me vino a la cabeza la imagen de una entrevista en una azotea de un edificio. Alguien tratando de lanzarse desde una cornisa como en el video de Evanescent. Una banda de rock que está siendo documentada mientras está de gira. Un adolescente viendo el Discovery Channel. Hienas en el desierto. La banda grabando un álbum llamado POEMAS DE CARRETERA. Un sicario yendo de Medellín a Bogotá en un carro a toda velocidad. Canciones de Smashing Pumkings y de U2 en la radio. Retenes en la vía. Media botella de aguardiente y un cigarrillo de marihuana. Cocaína, bla, bla, bla.
Bien o mal, yo pensaba que aquella escaleta podía sobrevivir a la prueba del tiempo y convertirse en una gran novela. Fragmentaria, como toda obra fallida. Había referencias a canciones y libros por doquier. El fenómeno de Internet también asomaba la cabeza por la ventana y saludaba. Era algo que buscaba el brillo pop y algo de emoción humana también, como si ello fuera posible. Como si el pop y el sentimentalismo se compaginaran y pudieran caminar cogidos de la mano en una tarde fresca con cisnes nadando en el lago.
Así que arranqué las hojas de la libreta y les puse un clip. Era tarde. Ya vendría la ocasión de transcribirlas en computador. Fui hasta el closet y las arrumé junto a las demás escaletas que dormitaban entre mis calcetines.
Crucé un parque Bolivar desolado, me metí por Junín, bajé por la calle Maracaibo y me detuve en los bajos del Hotel Nutibara. Quería tomarme un trago a solas. Regalarme un poco de ruido interior. No tenía mucho dinero, pero las ciudades colombianas, de alguna manera, tenían el poder de entristecerme. Motivo suficiente para mojar los labios. Pude ir a un centro comercial ó a cualquier otro lugar, pero Medellín era un pueblo pequeño. Muchos de mis viejos amigos y ex novias debían estar cubriendo todos los flancos frívolos de la noche. Ya no me atraía hablar con ninguno de ellos en especial. Hay un punto de tu vida en que el casting te empieza a pedir carne fresca. De repente te levantas y te das cuenta que has estado durmiendo sobre un nido de serpientes.
Pensé en lo que había dicho el escritor la otra noche. En eso de que él escribía para fastidiar a la gente de la old school. Ese lunes yo también había saboreado algo nauseabundo en la repostería del pasado. En el teatro mismo me había encontrado con una pareja de compañeros universitarios y la conversación había fluido torpemente. Pero aquello no era problema para mí. Tenía varios escondites y aquel era uno de ellos. Nadie quien me conociera iba a este tipo de tomaderos.



La música y los clientes me transportaron en el tiempo, hacia los años sesentas de mis padres. No los 60´s de los mass media, sino los de mi padre y mi madre, siendo jóvenes, por las calles de Medellín. Esas historias.
Estuve por un buen rato rumiando un cuba-libre y mirando los árboles que cubrían las mesas del estadero. Al fondo se veía la noche y sus estrellas soberanas. Canciones de Leo Dan y de Elío Roca. Respiré profundo. No tenía mucha plata, repito. Y el sitio era caro. Así que me terminé el ron y me fui de allí. Crucé la calle. Vi tipos durmiendo en las aceras, cobijados con cartón. De seguro alguien iba a desparecerlos algún día para cuidar la imagen de otro alguien. Llegué a La Sorpresa y entré. Ahora se podía comprar cerveza allí. Cuando yo era niño sólo se iba a desayunar ó a tomar el ¨algo¨ a La Sorpresa. Ahora era un centro de acopio etílico. Pedí una Pilsen y me puse a pensar en la película que había visto. El último emperador, de Oliver Stone, en doble con Leaving Las Vegas. Par películas. Pero la primera no me decía nada y la segunda logró disparar ciertos grados de identificación.
Con qué facilidad hacían cine los gringos y los resultados eran más que satisfactorios. 35 milímetros, distribución alrededor del mundo, taquillas millonarias, varios premios Oscar, alfombra roja.
Los latinoamericanos ni en cien años íbamos a lograr todo eso, aunque yo me sentía muy satisfecho con mis logros en video y otro par en 16 milímetros. De hecho, sentía que ya no quería volver a rodar. Había querido pasar por la experiencia de dirigir y de editar y de hacer una premier y de ganar premios y de alguna manera lo había hecho a la manera criolla. Ya sabía de los alcances y de los límites, de los propios y de los ajenos. Ya había dicho también un montón de cosas que tenía atrancadas.
Entonces, de qué servía continuar con esta utopía artística. De algún modo, todo por lo que había pasado con la cocaína, y lo demás, no había sido gratuito. Había sido una forma de bajar hasta los aposentos de la muerte y pescar un souvenir para poner dentro de mi closet. Cerrar las puertas del placard y echarles candado. Por estas tierras había muchos ricos que se habían lanzado a la aventura de hacer cine y habían dilapidado su fortuna vanamente. También había mucho escritor talentoso que se las daba de rico en sus escritos y sin embargo patinaban a la hora de financiar hasta el más mínimo cortometraje. Algo tenía que estar pasando con los cerebros en el cono sur del continente. Con toda esta fortuna que había en las élites hispanas y no iríamos a desarrollar una industria de cine ni en mil años. Pobres ricos. Y con todo lo que les gustaba el cine.
Ahora solamente un provinciano manchego era el que les daba lecciones de movientismo a todos los cineastas del mundo. Se trataba de Pedro Almodóvar, quien abría una caja de Pandora y salía en todos los titulares de prensa cultural. Era paradójico.
Mientras tanto, el gobierno de Colombia se dedicaba dizque a premiar a los cineastas que se les ocurriera una gran idea y la pusieran en una escaleta. My god! Cómo se notaba que quienes diseñaban esas convocatorias no tenían ni la más remota sospecha del proceso cinematográfico, o que lo hacían simplemente para beneficiar a un amigo de la casa, elegido con anterioridad.
Lo que debería premiarse no es una gran idea, sino un gran trabajo de investigación para llegar a esa idea. En lo personal, yo tenía como cincuenta escaletas de ese tipo en un cajón. Cincuenta maravillosas ideas y cada día se me ocurrían dos o tres más, las cuales terminaban tertuliando con las otras, y sabía que una gran idea a través de una escaleta no significaba nada ni valía ni cien devaluados pesos colombianos (el Ministerio de Cultura daba dizque 10 millones).
Una gran idea para una película casi nunca termina en nada. Esa no es la forma de trabajar en este negocio. Hay que escribir un guión de 100 páginas primero y luego hacer una escaleta para que el ministerio te la compre. Lo que vas a hacer luego es gastarte los diez millones de pesos en una segunda, tercera y cuarta versión del guión. ¡La escaleta tiene que ir acompañada por un guión que la sustente! Pero bueno, estábamos en Colombia donde las cosas siempre se hacen patas arriba.
Me fui a casa, y sin embargo, me puse a escribir, aunque había tomado la decisión de no botarle más escape al cine ni al video. Efectivamente así iba a ser, pero aquello no significaba que mi creatividad se detuviera y mucho menos el lápiz. Escribiría alguna escaleta y la pondría a dormir en el cajón junto con mis otros mil guiones. Todos ellos tendrían muchas cosas qué decirse entre sí.
De ese modo, saqué mi libreta y me senté a mirar por una ventana, al lado de una habitación donde mi madre veía la televisión. Di rienda suelta a mi hipergrafia, garabateé algo y luego leí: PELÍCULAS DE CARRETERA Y OTRAS CANCIONES. Lucía fatal. Como un rebaño de ovejas dando distintos informes simultáneos sobre la realidad nacional. Era la época dura del proceso 8.000. A Samper le habían pillado su jugarreta con la mafia y no quería dejarse tumbar. Al final todo Colombia supo que a Samper lo subió el Cartel de Cali y nunca pasó nada. Sólo los gringos le quitaron la entrada a USA, lo que provocaría la esperada ira de su famoso hermano Daniel Samper Pizano.
También yo había plasmado un poco lo de Pastrana siendo condescendiente con los guerrilleros. Pastrana les partió un pedazo del ponqué y los agasajados nunca llegaron a su propia fiesta.
Igual, se venía el fin del siglo y había mucha ansiedad por el mismo motivo; mucha búsqueda de un refugio espiritual; mucha crisis religiosa y este caos se ve reflejado en este guión que terminó siendo literatura. En un aparte hablo de perros, en otro capítulo hablo de ángeles y de extraterrestres. Algo muy loco. Una novela casi sin sentido. Contada con el apremio y la inexperiencia de la postmodernidad y la expectativa de que en verdad fuera a ocurrir algo grande-grande el 31 de diciembre de 1999. Nada pasó. Los autos no volaron y no nos fuimos a vivir a Marte. Bueno, yo estaba aterrizando del viaje de aquellos maravillosos años 90´s y ello ya es mucho. Los gringos tampoco volvieron a la luna y no hay máquinas del tiempo. Toda esa desazón fue descrita por mí en aquel escrito.
Después se me vino a la cabeza la imagen de una entrevista en una azotea de un edificio. Alguien tratando de lanzarse desde una cornisa como en el video de Evanescent. Una banda de rock que está siendo documentada mientras está de gira. Un adolescente viendo el Discovery Channel. Hienas en el desierto. La banda grabando un álbum llamado POEMAS DE CARRETERA. Un sicario yendo de Medellín a Bogotá en un carro a toda velocidad. Canciones de Smashing Pumkings y de U2 en la radio. Retenes en la vía. Media botella de aguardiente y un cigarrillo de marihuana. Cocaína, bla, bla, bla.
Bien o mal, yo pensaba que aquella escaleta podía sobrevivir a la prueba del tiempo y convertirse en una gran novela. Fragmentaria, como toda obra fallida. Había referencias a canciones y libros por doquier. El fenómeno de Internet también asomaba la cabeza por la ventana y saludaba. Era algo que buscaba el brillo pop y algo de emoción humana también, como si ello fuera posible. Como si el pop y el sentimentalismo se compaginaran y pudieran caminar cogidos de la mano en una tarde fresca con cisnes nadando en el lago.
Así que arranqué las hojas de la libreta y les puse un clip. Era tarde. Ya vendría la ocasión de transcribirlas en computador. Fui hasta el closet y las arrumé junto a las demás escaletas que dormitaban entre mis calcetines.