En términos generales, Nueva York era la ciudad políticamente correcta, por excelencia. Vos podías vivir allí sin depender de un automóvil a diferencia de California o Miami. Era una ciudad que vos podías recorrer a pie y la gente que lograba salir adelante lo hacía por mérito propio.
A diario, era fácil ver las estaciones y los aeropuertos llenos de provincianos recién llegados, con sus maletas a cuestas y los ojos temerosos ante el palpitante crepitar de un monstruo suburbano.
Vos mirabas a los recién llegados de arriba abajo y de alguna manera su aspecto campechano te informaba que ellos iban a llegar muy lejos. Tal vez mucho más que vos. Nueva York les daba la oportunidad a ese tipo de personas. Especialmente a ellos. Allí era donde estaban las organizaciones de derechos humanos más importantes del mundo y ese espíritu aperturista lo podías oler en el aire. A pesar de la rudeza imperante, vos te sentías muy a salvo en New York.
También, si te ibas para Brooklyn, o Hoboken, podrías apreciar de vez en cuando alguna blanca juntada con un negro y viceversa. Hablamos de blancos-blancos y negros-negros. No de esa clase de blancos a la colombiana. O sea, no de esos españoles mezclados a lo largo de 500 años, medio indios y medio blancos y medio negros, que se creían de sangre aria. No. En Estados Unidos sí había blancos de verdad y tal vez a partir de allí se radicaban unos odios de calle que, a mi manera de ver, estaban bien fundamentados.
Aquel, quien de verdad quisiera saber de odio profesional, tenía que irse a vivir un tiempo a Estados Unidos. Yo era uno de ellos. Quería aprender a manejar el odio y volverlo inofensivo. Venía de un país donde todo era puro odio aficionado. El odio más peligroso del mundo.
Por aquellos días los demócratas auténticos tenían su reino en Nueva York y si vos te descuidabas, también podías correr el riesgo de terminar bailando bachata o reaggeatón. En efecto, en ese contexto yo me sentía muy confrontado, pues acababa de salir de un medio universitario arribista y frívolo, repleto de pseudo-periodistas feudalmente aburguesados, donde solo aprendías mañas, muy del tipo puta-barata-con-pedigrí. De hecho, pasar cinco años por una facultad hipócrita y lagarturienta me había convertido en uno de ellos.
En medio de todo, yo me estaba estrellando con una sociedad mil años más evolucionada que la colombiana. En términos de las apariencias, fue muy conflictivo ver por ejemplo a los tipos más ricos de Wall Street sentados en cualquier acera, almorzando en medio de un grupo de albañiles sudorosos y polvorientos. Ibas al Parque Central y allí te encontrabas a divas superestilizadas, como Uma Thurman por ejemplo, haciendo picnics improvisados en el mismo lugar donde una familia de mexicanos pobres jugaba a la pelota. Aquello era para romperle el coco a cualquier empeliculado como yo.
De repente, todo lo que sabías de la vida se venía abajo como un castillo de servilletas partidas en cuatro. Una vez fui a ver un jam de Oasis en Rochester y resulta que los pocos contertulios de Noel Galaghem esa noche eran unos negritos propietarios de una compañía de Taxis. Noel manifestaba un enorme cariño por uno de ellos, pues habían sido compañeros de farra cuando éste lavaba platos en el Nueva York de los 80´s.
Ese era mi Nueva York. Ni más ni menos. El triunfo de la clase obrera. La clase media estaba reservada para los más discretos. Tal vez gente que había empezado desde cero y que llevaba decenas de años trabajando. Pecabas de usurero si te ponías esa etiqueta de clase media con solo haber heredado tu status sin habértela sudado. Tal vez por eso es que los gringos le daban una patada en el culo a sus hijos y los tiraban a la calle cuando cumplían 21 años; tal vez por eso es que los ponían a vender limonada en los veranos desde que apenas aprendían a hablar.
Yo por mi parte estaba en esta Fase-Misery. Me refiero a esa fase de la novela de Stephen King donde tu obra se convierte en una fan de vos mismo y te secuestra y te amarra a una silla y te golpea y te ordena lo que debes escribir. Ella misma te da de comer y te baña, pero ganas también todo tipo de restricción, hasta del más mínimo movimiento. Todo en mi vida estaba quedando subordinado al EMPELICULADO. Y aquel era un precio que no me estaba gustando pagar.
De un momento a otro había dejado de ir a museos y de salir a beber. Me estaba enclaustrando demasiado en mí mismo. Las horas de vigilia para mí eran entre las 12 de la noche y las 10 de la mañana.
¿A qué chica podías llamar vos a esa hora?
Mi vida social se estaba convirtiendo en una mierda.
Los cheques de tres mil dólares misteriosamente siguieron llegando mensualmente. Evidentemente no era mi novia quien me estuviera gastando esa buena broma. Lo que me decían esos tres mil dólares es que alguien me estaba siguiendo mis movimientos. Era un premio a algo que le estaba siendo agradable a alguien. Quien quisiera que fuera el benefactor, también me estaba mandando el mensaje de que no podría dejar de escribir. Aquella plata había empezado a aparecer en el buzón de mi casa precisamente en el mismo tiempo en que me había insuflado una auto encerrona, motivo EL EMPELICULADO.
Yo le había preguntado a mi novia si era ella la que había estado mandando ese dinero, pero ella de inmediato se aventuró a desmentir esta historia. Desde el principio todo esto le sonaba a fantasía. Era cierto que ella tenía tanto dinero como para gastarse la plata comprando viajes a la luna y crionizaciones de su cadáver por anticipado, pero lo de África ya la dejaba sin fórmulas. Ella no había escrito esa carta ni había mandado nunca un cheque por tres mil dólares.
¿A quién debía creerle yo entonces? ¿Debía poner yo todos esos cheques en el buzón del correo y mandárselos a la reserva federal y decir que renunciaba?
EL EMPELICULADO me estaba lastimando, es cierto, pero la perspectiva de volver a montarme tres días a la semana en un carro donde una menopáusica frustrada se dedicaba a humillar a sus trabajadores, me hizo detener mi decisión.
Preferí seguir auto flagelándome con EL EMPELICULADO.
Eso de elevar el dolor a la categoría de arte no era tan divertido como muchos piensan. Es mejor escribir novelas facilongas, llenas de clichés y que se vendan como arepas.
El talento no se puede poner al servicio del psicoanálisis, porque aquello te puede destruir. La mezcla puede resultar mortal. Pero yo estaba en Nueva York. La ciudad que aplaudía al alma, antes que a la razón. Tu corazón no tenía nada que hacer en una ciudad como aquellas, pero ello no importaba demasiado. El corazón seguiría intacto, estando exactamente donde siempre lo habías guardado, para que la persona adecuada se ganara su derecho a tocarlo.
A diario, era fácil ver las estaciones y los aeropuertos llenos de provincianos recién llegados, con sus maletas a cuestas y los ojos temerosos ante el palpitante crepitar de un monstruo suburbano.
Vos mirabas a los recién llegados de arriba abajo y de alguna manera su aspecto campechano te informaba que ellos iban a llegar muy lejos. Tal vez mucho más que vos. Nueva York les daba la oportunidad a ese tipo de personas. Especialmente a ellos. Allí era donde estaban las organizaciones de derechos humanos más importantes del mundo y ese espíritu aperturista lo podías oler en el aire. A pesar de la rudeza imperante, vos te sentías muy a salvo en New York.
También, si te ibas para Brooklyn, o Hoboken, podrías apreciar de vez en cuando alguna blanca juntada con un negro y viceversa. Hablamos de blancos-blancos y negros-negros. No de esa clase de blancos a la colombiana. O sea, no de esos españoles mezclados a lo largo de 500 años, medio indios y medio blancos y medio negros, que se creían de sangre aria. No. En Estados Unidos sí había blancos de verdad y tal vez a partir de allí se radicaban unos odios de calle que, a mi manera de ver, estaban bien fundamentados.
Aquel, quien de verdad quisiera saber de odio profesional, tenía que irse a vivir un tiempo a Estados Unidos. Yo era uno de ellos. Quería aprender a manejar el odio y volverlo inofensivo. Venía de un país donde todo era puro odio aficionado. El odio más peligroso del mundo.
Por aquellos días los demócratas auténticos tenían su reino en Nueva York y si vos te descuidabas, también podías correr el riesgo de terminar bailando bachata o reaggeatón. En efecto, en ese contexto yo me sentía muy confrontado, pues acababa de salir de un medio universitario arribista y frívolo, repleto de pseudo-periodistas feudalmente aburguesados, donde solo aprendías mañas, muy del tipo puta-barata-con-pedigrí. De hecho, pasar cinco años por una facultad hipócrita y lagarturienta me había convertido en uno de ellos.
En medio de todo, yo me estaba estrellando con una sociedad mil años más evolucionada que la colombiana. En términos de las apariencias, fue muy conflictivo ver por ejemplo a los tipos más ricos de Wall Street sentados en cualquier acera, almorzando en medio de un grupo de albañiles sudorosos y polvorientos. Ibas al Parque Central y allí te encontrabas a divas superestilizadas, como Uma Thurman por ejemplo, haciendo picnics improvisados en el mismo lugar donde una familia de mexicanos pobres jugaba a la pelota. Aquello era para romperle el coco a cualquier empeliculado como yo.
De repente, todo lo que sabías de la vida se venía abajo como un castillo de servilletas partidas en cuatro. Una vez fui a ver un jam de Oasis en Rochester y resulta que los pocos contertulios de Noel Galaghem esa noche eran unos negritos propietarios de una compañía de Taxis. Noel manifestaba un enorme cariño por uno de ellos, pues habían sido compañeros de farra cuando éste lavaba platos en el Nueva York de los 80´s.
Ese era mi Nueva York. Ni más ni menos. El triunfo de la clase obrera. La clase media estaba reservada para los más discretos. Tal vez gente que había empezado desde cero y que llevaba decenas de años trabajando. Pecabas de usurero si te ponías esa etiqueta de clase media con solo haber heredado tu status sin habértela sudado. Tal vez por eso es que los gringos le daban una patada en el culo a sus hijos y los tiraban a la calle cuando cumplían 21 años; tal vez por eso es que los ponían a vender limonada en los veranos desde que apenas aprendían a hablar.
Yo por mi parte estaba en esta Fase-Misery. Me refiero a esa fase de la novela de Stephen King donde tu obra se convierte en una fan de vos mismo y te secuestra y te amarra a una silla y te golpea y te ordena lo que debes escribir. Ella misma te da de comer y te baña, pero ganas también todo tipo de restricción, hasta del más mínimo movimiento. Todo en mi vida estaba quedando subordinado al EMPELICULADO. Y aquel era un precio que no me estaba gustando pagar.
De un momento a otro había dejado de ir a museos y de salir a beber. Me estaba enclaustrando demasiado en mí mismo. Las horas de vigilia para mí eran entre las 12 de la noche y las 10 de la mañana.
¿A qué chica podías llamar vos a esa hora?
Mi vida social se estaba convirtiendo en una mierda.
Los cheques de tres mil dólares misteriosamente siguieron llegando mensualmente. Evidentemente no era mi novia quien me estuviera gastando esa buena broma. Lo que me decían esos tres mil dólares es que alguien me estaba siguiendo mis movimientos. Era un premio a algo que le estaba siendo agradable a alguien. Quien quisiera que fuera el benefactor, también me estaba mandando el mensaje de que no podría dejar de escribir. Aquella plata había empezado a aparecer en el buzón de mi casa precisamente en el mismo tiempo en que me había insuflado una auto encerrona, motivo EL EMPELICULADO.
Yo le había preguntado a mi novia si era ella la que había estado mandando ese dinero, pero ella de inmediato se aventuró a desmentir esta historia. Desde el principio todo esto le sonaba a fantasía. Era cierto que ella tenía tanto dinero como para gastarse la plata comprando viajes a la luna y crionizaciones de su cadáver por anticipado, pero lo de África ya la dejaba sin fórmulas. Ella no había escrito esa carta ni había mandado nunca un cheque por tres mil dólares.
¿A quién debía creerle yo entonces? ¿Debía poner yo todos esos cheques en el buzón del correo y mandárselos a la reserva federal y decir que renunciaba?
EL EMPELICULADO me estaba lastimando, es cierto, pero la perspectiva de volver a montarme tres días a la semana en un carro donde una menopáusica frustrada se dedicaba a humillar a sus trabajadores, me hizo detener mi decisión.
Preferí seguir auto flagelándome con EL EMPELICULADO.
Eso de elevar el dolor a la categoría de arte no era tan divertido como muchos piensan. Es mejor escribir novelas facilongas, llenas de clichés y que se vendan como arepas.
El talento no se puede poner al servicio del psicoanálisis, porque aquello te puede destruir. La mezcla puede resultar mortal. Pero yo estaba en Nueva York. La ciudad que aplaudía al alma, antes que a la razón. Tu corazón no tenía nada que hacer en una ciudad como aquellas, pero ello no importaba demasiado. El corazón seguiría intacto, estando exactamente donde siempre lo habías guardado, para que la persona adecuada se ganara su derecho a tocarlo.