2.1.10

25.


La circulación de ESCRITO EN LA NIEVE supuso un cambio drástico en mi forma de procesar la información. El grueso de la sociedad piensa que todo lo que hay en un libro hace parte orgánica del sistema de creencias de su autor. Nada más descabellado. Los narradores sólo somos antenas receptoras. Reproducimos un cúmulo de mensajes que captamos desde el aire. Yo sólo trataba de compartir un par de pensamientos con algunos amigos a través de Internet, pero ahí estaban esas cartas. La cosa se había desbordado. Muchos decían que yo representaba el nacimiento de una nueva forma de escribir, que había inaugurado el siglo 21 mucho antes de que cayera la bola gigante de Times Square. Otros decían que ¨el Mesías de Internet había llegado¨.

En los periódicos El Correo de Queens y El Especialito, pude leer calificativos como, ¨El Punkero¨, ¨Un Primer Grunge De La Literatura Colombiana recorre las calles de Queens¨.

Obviamente, quien escribía esos apelativos no tenía ni la más remota idea de lo que era un punketo ni un grunge. Solamente jugaban a los dados en esa tormenta de ideas que es la opinión pública aficionada. Un punkero no era más que un romántico con la cabeza en el fango. Lo mismo los roqueros y los grunge. O sea. Una mano de aparecidos ahí. Tal parecía que mencionar la palabra ¨poeta maldito¨ les daba cierta toque chic a su forma de torcer los labios. En la revista Go Mag de España, un periodista también había publicado que yo era el Sonic Youth de la literatura colombiana. Sinceramente, comentarios como ése hacían que yo pasara varios días aterrorizado bajo las cobijas. Ellos me hacían acordar de otras vidas pasadas, cuando yo había sido un perro lanetas y salía huyendo ante el ruido de los aviones.

Las opiniones de quienes leyeron aquella novela siempre me hicieron sentir como un lote baldío en medio de un barrio residencial. Yo no pensaba luchar contra eso. Yo sentía que seguía siendo el mismo chico que corría tras un balón por las calles de Medellín y que de vez en cuando hacía enfadar a mamá. O sea. Un muy buen cristiano con los pies puestos sobre los ejemplares de la enciclopedia Salvat. Si algún día me habían sancionado en el colegio, no había sido por ser culpable de romanticismo. No ese tipo de romántico. No el alumno calavera que se deslizaba a hurtadillas para tocar la campana. Yo odiaba ese tipo de rebeldes. Yo venía de otro lugar. Yo medía muy bien cada trasgresión y quería que éstas tuvieran un efecto más allá del simple escándalo. Yo sólo estaba aprendiendo a escribir bien y quería vender muchos libros cuando lo lograra. Yo no era uno de esos poetas creando una gaceta cultural para expresarse. Una vez había visto a un amigo de la infancia recogiendo un paquete de melcochas que se habían caído de un camión, para luego venderlas en la escuela a precio de restaurante cinco estrellas. Ese era mi Colombia personal. De ahí venía yo. Un país de clasemedieros, hechos ricos a la fuerza. Si vos ibas a los países del primer mundo, podías encontrarte a un montón de mestizas universitarias tratando de conseguir marido blanco y millonario. No las culpaba. Yo simplemente era un tipo que había llegado a la vejez 30 años antes de tiempo y que había perdido una familia un siglo antes de lo normal.
¿A dónde se habían ido esos paseos a Tolú con mi padre y mi madre y sus amigos? ¿Dónde se habían extraviado esas tardes de una soleada playa, comiendo sancocho de pescado?

Evidentemente, tras el repicar desesperado de una banda marcial, alguien se había saltado una etapa en su vida y me quería echar la culpa a mí. En aquellos días alcancé a preguntarme por qué tenía qué pagar yo los platos rotos de que a muchos los hubieran estafado con la cátedra de Seminario de la Calle II. El Paisa Times, por su parte, me señalaría como ¨El real primer primitivo de la era digital¨. ¿Qué significaba aquello? Yo no captaba nada. Si algo me consideraba, era ser un ciudadano decente y correcto. No había nadie más pro-sistema que yo en todo Nueva York. Sin ninguna filiación política, pero sabedor de las bondades del orden. Como videasta, yo no quería dañar nada. Yo quería que todo siguiera su curso. Las porcelanas en su lugar. Necesitaba al mundo intacto para poder criticarlo. Sin él, mi arte no tendría ningún poder. Lo que pasa es que no era ningún hipócrita tampoco. Nunca había aprendido a mentir sobre mí mismo como hubieran querido, que lo hiciera, esos periodistas que hablaban de mí.

Yo los entendía a todos de cualquier forma. La mentira también es una arte que merece su reconocimiento. Los comunicadores sociales, sobre todo los más jóvenes, son ese tipo de almas que necesitan creer en algo, mucho más que acercarse a la verdad. Yo era igual. Pero nunca vine a Nueva York a hacer la pantomima de la justicia y la moral, a través de una ONG. Tampoco había venido a prostituirme para obtener un papel en la billetera y otro en la pared de tu cuarto. Mucho menos estaba dispuesto a hacer lo que fuera para darle la vuelta al mundo.

En mi correspondencia pude leer e’mails como, ¨TE DESCONOCEMOS¨. Wow. La cosa estaba pasando de castaño a oscuro. El sicario también me había escrito una par de cartas. La primera, diciendo que la policía seguía buscándonos y que ahora sí me iba pegar el tiro que siempre debió pegarme. La segunda contándome detalles de la enfermedad de su madre, de cómo lo habían sacado de su puesto en la alcaldía de Medellín y de las condiciones en que había hecho desaparecer los restos del ¨blanquito¨, al cual había secuestrado. Era una carta bastante escatológica. No escatimaba escrúpulos en referirme anécdotas y descripciones de tortura al secuestrado, hasta matarlo, por el solo hecho de que fuera de tez pálida.

Yo agarraría aquel par de cartas y confeccionaría dos avioncitos y los lanzaría por la ventana de mi habitación, para que se quedaran enredados en alguna terraza desierta.

Se hacía tarde en Nueva York. Mucha gente se tomó el derecho a decir que yo era su amigo, pero principalmente, ciertos individuos que apenas conocía, se estaban tomando el privilegio de hacerme su enemigo. La puerta del 41- 08 no paraba de retumbar.

Una vez, el editor de la revista Divino Magazine se metió por la ventana de mi habitación y quiso que yo le diera un par de palmaditas en la espalda. Yo no se las di, pero igual, él se dio cuenta también de que yo sólo era un chico en una habitación, con una máquina de escribir y un par de cervezas en el refrigerador.

Ese editor era el famosísimo Jon Ospina. Uno que se hacía pasar como diseñador gráfico, pero en realidad era el cerebro detrás del poder. Tenía toda la perversidad de un gato cazando ratones al amanecer. Había estudiado en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín y tenía todo el lastre católico en su acento paisa. Era ese tipo de personas que te encontrabas en medio de la oscuridad y le brillaban los ojos, mientras se te quedaba mirando fijamente. Al final, sacaba un cigarrillo y te ofrecía fuego con una antorcha hecha de estopa y parafina. La revista que tenía en sus manos era uno de los primeros números.

Jon Ospina había irrumpido en el mercado llevándose por delante a Rock Clandestino, otra publicación musical de New Jersey. Jon me preguntó que opinaba de la revista y yo le dije que lo único que encontraba interesante era un artículo del cronista pop Gastón Stinger, criticando la ramplonería de la emisora La Mega, y en especial de su programa EL VACILÓN DE LA MAÑANA. Se trataba de un artículo bastante racista y anti-inmigrante, pero al parecer, ese tipo de alabanzas no eran de las que quería escuchar Jon. A mí me parecía que la actitud de Gastón era más honesta que el de muchos otros periodistas, quienes se valían de un discurso políticamente correcto, para captar el beneplácito de los comerciantes necesitados de exenciones tributarias.

Yo opinaba que ése no era el sendero a transitar para el periodismo. Jon, como buen empresario del star system, prefería ir tras un par de tetas. Y si eran las de Paulina Rubio, mucho mejor. Era otra lógica; su lógica, y también era preciso respetársela. Por demás, Paulina Rubio era una mujer que estaba buenísima. Hoy en día, Divino Magazine, es una revista que dictamina los vientos de la escena pop en Queens, Nueva York, y yo tomaría otro vuelo. El Estados Unidos latinoamericano aun no estaba preparado para mis escritos y las groupies, agolpadas fuera de mi casa, así me lo demostraban. A mediados de la primavera, yo también había mandado a timbrar unos folletines de un pequeño cuento y lo había puesto a la entrada de todos los supermercados, con mi correo electrónico al reverso. Mi buzón de AOL colapsó por la excesiva correspondencia y nunca pude volver a entrar en él. Tuve que sacar una cuenta en Yahoo y otra en Hotmail. Todavía no existía Gmail ni mucho menos las redes sociales como Blogger o Myspace. Los computadores escasamente superaban las 120 gigas de memoria RAM. Yo había logrado obtener fuego con dos trozos de madera sin que a los humanos se les hubieran desarrollado las palmas de las manos.

Por lo general, todos los e’mails que recibí de ahí en adelante, eran puros insultos. Hubo un momento en que hasta me daba miedo salir a la calle. Cierta vez, un salvadoreño me tomó una foto en un restaurante y dijo que si se la podía autografiar. Yo le dije que me estaba confundiendo. Él se fue hasta el mostrador y se puso a hablar con los camareros. Todos miraron en mi dirección y después no paraban de susurrar cosas, mientras me miraban. De repente me habían empezado a tratar muy especialmente. Me ofrecían Merlot, cortesía de la casa, postre y esas cosas.


Así era. Mientras los extraños de la calle, y gente de otras nacionalidades, me tildaban de genial, mis viejos conocidos y coterráneos me tachaban de loco y peligroso. En Nueva York había una millonada de colombianos que iban a vender ideas falsas de progresismo y esas cosas. Yo escribí sobre eso y por eso siempre me odiaron. Con eso engatusaban a los miles de indios excluidos de Latinoamérica. Eso era lo que veías principalmente en aquella ciudad. Hordas de indígenas con cero grado de alfabetización, siendo comidilla fácil para justificar los presupuestos de Non Profit Organizations y patrones esclavistas.

Al final, los colombianos estamos cortados con la misma tijera del arraigo y el tradicionalismo. Nos sentimos muy bien en ese escenario espiritual y los que lograban salir de ese molde, no se iban a quedar viviendo en un país como Estados Unidos. Olvídalo. USA es un campo fértil para ladrones y pícaros de la más baja especie y los colombianos nos disputamos la contra-reloj y el premio de montaña en esas geografías.

En lo personal tuve la oportunidad de echar un ojo al interior de muchas mafias. Nueva York alberga a las mafias más feroces de todo el mundo. Los italianos, los asiáticos, los griegos, los rusos y ahora los dominicanos han traqueteado de lo lindo en los últimos años. Los únicos que han tenido grandes impedimentos para desarrollar sus labores delictivas allí, son los capos criollos, y ello obedece a nuestra predilección a fugar los dólares del propio suelo norteamericano. Si por ejemplo, el cartel de los sapos hubiera destinado su fortuna para invertir en el downtown newyorkino, las cosas serían a otro precio. Pero, para el vox populi internacional, la cultura colombiana no es cultura digna de confiar. Como dice Manu Chao: ¨¡Y si te estafa un colombiano!¨. Los colombianos somos de los que nos quedamos con el dinero y lo enterramos en una montaña en medio de la selva. Aunque ahora parece que estamos aprendiendo. Un poco tarde. Pero estamos aprendiendo.

ESCRITO EN LA NIEVE iría a estar, entonces, influenciado por este tipo de entorno y carga emocional. Vos podrías encontrar allí una serie de guiños a diferentes asuntos, tan contrarios entre sí como los idiomas en un vagón del tren 7. Hubo mucho de esa frustración en la novela, mucho de esa imposibilidad de hablar una sola lengua, y eso se siente aun cuando la lees. Poco a poco me iba ganando la imperante necesidad de refugiarme en el idiomático parlache, una suerte de lunfardo, pero de Medellín. A veces, cuando estás lejos de casa y te estás muriendo del frío, la única manera de ganar algo de calidez es evocando eso que Freud llamaba la ¨Imago¨, tus ¨imágenes primordiales¨ y sumergirte con ellas en el mar de los ¨procesos primarios¨.

Más que dolorosa, ESCRITO EN LA NIEVE es una suerte de crónica roja redactada en el sagrado campo de las relaciones interpersonales. Una consigna inspirada en gente real. No hubo nada imaginario allí, aunque lo parezca. Sus protagonistas son de carne y hueso. Muchas personas, con las que me involucré, desfilaron por ahí y creo que en ello radica su éxito: en ese gran rapto de inspiración suburbana. En ese aspecto de top 5 de la radio. También podrías encontrar allí referentes camuflados como los de la ansiedad Y2K y la pérdida de la identidad en aras de blanquear la especie. Un enfoque, éste último, bastante inusitado en la literatura actual. Casi nadie tocaba el tema ya. Desde Tomás Carrasquilla no había nadie que hubiera recreado esas pulsiones. A los escritores en general no les gusta mirar en varias direcciones. Siempre lo hacen a través de una cerradura, espiando los movimientos del escritor en la puerta de al lado. Yo no tenía problema con esto. También leía a muchos contemporáneos, pero no era mi forma de trabajar. Yo ante todo siempre he buscado eso de originalidad que pudiera encontrar en escritores muertos. Es algo que me viene desde la infancia, cuando en un momento dado aprendí a desconfiar más de los vivos, que de los que ya se fueron.

Pero de todos modos no era fácil. Estando en NYC, viendo el abanico de posibilidades ofrecido por el sueño americano, yo pensaba que quizás debía hacer lo mismo que los demás inmigrantes. Podría olvidarme del asunto del arte y reducirlo a la categoría de hobbie. Imagínense un cineasta de fin de semana, como los había por montones en Queens. Me dedicaría a las letras sólo en las vacaciones y la mayoría del tiempo lo destinaría a producir dólares y a convencer a mi novia californiana, a través del sexo, de que me diera los papeles. Quizá debía hacerlo. Me estaba ganando muchos dolores de cabeza con mi fama de computadora.

Salí a la calle un rato, a dar una vuelta bajo la vías del tren, en dirección Queens-Boulevard. Necesitaba despejar mi cabeza. Me estaba volviendo loco todo aquello, lo que estaba pasando con ESCRITO EN LA NIEVE. La estructura la había traído desde Medellín, pero los colores se me habían revelado en otra tarde de caminata newyorkina como ésta, y ahora sus diálogos se cobraban un salario sudado por mucho tiempo. No era un libro que buscara algo lírico ni nostálgico. Era un manuscrito que lograba alejarme de lo que yo, en realidad, había ganado, perdiendo en el juego de las amistades interestatales. Era como ver al tren de tu novia marcharse con sus reproches adentro y vos yendo a montarte en otro vagón para alejarte en sentido contrario. Algo debía estar fallando si ya no te sensibilizabas con esas novelas de amor.

¿Por qué ellos sí y vos no? ¿Por qué esos capítulos de Friends hacían estallar de la risa a media humanidad, mientras a vos no te decían nada?

Era hora de sumergirse en el teclado y tal vez mañana comprar tu propia cámara de video digital. Al cuerno con esas mansiones que podrías llegar a comprarte. Estábamos ad portas de un abultado marcador. Debía pasar todas las páginas deteniéndome sólo en las ilustraciones y recuperar la nostalgia. De todos modos, el día que me volviera a ver con el sicario, o con cualquier otro de mis amigos, los huelengues, tendríamos teléfonos celulares y estaríamos inscritos en Facebook. Al mejor estilo de Silvio Rodríguez, la era estaba pariendo un corazón.