En Maracaibo siempre había un montón de gente. A ambos lados de la calle y a todas horas del día. En las noches Maracaibo lucía desierta. Recuerdo que en la esquina de Junín había un Zodiak al lado de un Chiroloco y Tenaz, y más abajo podías comprobar lo que había quedado del antiguo Teatro Opera donde, dicho sea de paso, podías ver dos películas por el precio de una. Bueno, eran los viejos tiempos. Ahora todo lo que exhibían en ese lugar eran culos y tetas y rajas. Nada quedaba de ese teatro decente donde ibas con tu padre y tu madre a ver una de vaqueros, casi siempre, en doblete con alguna que otra sentimental. Todo en aquella calle había sido remplazado en sentido decadente. Pablo Escobar se había encargado de mantener a los curas con el bolsillo lleno en los 80´s, así que la moral y las buenas costumbres se habían vuelto secretamente permisivas con su flagelo.
Por eso, para cuando ibas a comprar cocaína en los 90´s, vos podías ver a un montón de jíbaros disputándose el territorio de la calle Maracaibo. En cada esquina se paraba uno diferente. En cada esquina uno de bandos contrarios. Algunos con sistemas de comunicación muy avanzados para la época, como grandes celulares y cosas así. Pero también había gente de todos los pelambres transitando de aquí para allá. Era una calle muy movida, aunque también muy estrecha. Tenía un fluido muy interesante de carros y vendedores de aguacate en las esquinas. También podías comprar el periódico en las aceras de Maracaibo. Las personas que íbamos a comprar pérez éramos casi todos de buena familia. Los pobres no eran grandes consumidores de coca pues no eran viciosos muy exquisitos. Los pobres tenían un montón de taras morales y cuando agarraban un vicio casi siempre estaba relacionado con el alcohol y con las drogas más baratas como el bazuko y la marihuana, y casi nunca las podían controlar. Un pobre siempre era un ser lleno de miedos frente a las cosas del cuerpo humano y ser pobre siempre estaba en la base de la filosofía católica. Por eso es que los colombianos tenían tantos conflictos con el asunto del polvo blanco, porque la cocaína era una droga muy clasista, muy por encima del nivel cultural de sus taras católicas y porque Escobar le daba trabajo a todo el mundo con algo, que al fin y al cabo, rayaba con lo socialmente establecido.
Nosotros, por nuestra parte, de marihuana pocón, pocón. Muy de vez en cuando alguno que otro baretico para compartir determinados temas con nuestros amigos de inclinaciones más hippies, pero de bazuko nada. Cero pollito rayado. El bazuko ya eran palabras mayores. Las grandes ligas de la indigencia.
En resumidas cuentas, la calle Maracaibo era un hermoso lugar. Aparte de los expendedores de drogas, tenía negocios muy honorables como los que mencioné líneas atrás. Grandes almacenes de ropa como Zodiak y Chiroloco y Tenaz y también creo recordar una agencia de viajes, una relojería, varios restaurantes y muchos almacenes más. Estoy seguro de que la mayoría de los habitantes de la calle Maracaibo respiraban ausentes ante el tráfico de cocaína que pululaba por sus esquinas. Vos te le acercabas al sujeto en curso y le preguntabas qué tenía. Era sólo un formalismo rutinario porque ambos sabíamos que íbamos a comprar nada más que un tipo de producto. Entonces el tipo se largaba a recitar las bondades de la coca del día.
Mi jíbaro en particular era conocido como el Mono. Una mañana cualquiera el Mono ya no estaba. Empecé a preguntarle a todo el personal de la calle Maracaibo por el Mono, pero nadie sabía darme señales sobre él. Algunos decían que simplemente el Mono no había vuelto. Las cosas en el centro de Medellín se habían venido bastante extrañas. Últimamente podías ver una serie de personajes con walkie talkies en las manos recorriendo el pasaje Junín para arriba y para abajo. Fácilmente eras abordado por niños de la calle que te pedían monedas y te contaban las historias de cómo eran perseguidos por dichos personajes. Ni siquiera pedir ya se les era permitido, aunque sin lugar a dudas el hambre aun persistía, entre ellos y entre más de la mitad del pueblo colombiano.
Total, el Mono nunca más volvió a aparecer y una mañana cuando B y yo tratábamos de comprar cocaína, me acerqué a cierta señora que vendía dulces en una esquina.
- ¿Tiene cocaína? – le pregunté.
- No señor, yo no vendo de eso – me contestó.
- ¿Sabe dónde?
- No señor, yo no sé nada de esas cosas.
- ¿Por qué no le preguntaste que si tenía ¨pérez¨? – Me sentenció B cuando nos habíamos ido con el rabo entre la piernas.- ¡Este man sí es un guevón! – remató ella.- Claro que nunca te va a vender si llegás a preguntarle explícitamente por cocaína.
Así era B. Nada la irritaba más en este mundo que quedarse sin la ración del día. A mí personalmente me daba igual si pasaba algún día sin consumir. Nunca desarrollé una dependencia crónica con droga alguna. Ni siquiera con el alcohol, ni con la tele ni con la música, ni ahora con el Internet.
Unas semanas después tuvimos que empezar a comprarle la coca a los personajes del walkie talkie, pues eran ellos quienes se habían apoderado del mercado.