1.1.10

26.

La noticia de mi padre muerto se regó como una suerte de marketing viral a través de la prensa colombiana. Todos decían que yo lo había matado y que merecía pagar por el crimen. Lo más extraño es que nunca aparecía una foto real del pueblo adonde él se había ido a vivir, ni tampoco una imagen concisa de la víctima; ni vivo ni muerto. Por el contrario, lo que veías allí era una serie de imágenes de lugares anodinos para lo que sería el gusto de mi progenitor.

Nunca me preocupé. Todo eso siempre me producía mucha simpatía. Tan sólo me limitaba leer las notas enteras, cerrar el periódico y dibujar una leve sonrisa en mi rostro. Luego, salir de la biblioteca y buscar el Starbucks más cercano. Yo no tenía por qué involucrarme. Yo tenía muchas razones para celebrar. Como primera medida estaba muy contento absorbiendo a Nueva York, como una esponja.

Como segunda medida, también estaba celebrando la conquista de una técnica de escritura. Era algo geométrico que no me iba a dejar a merced de mis ánimos. Si vos como escritor encontrabas un método matemático para armar estructuras, no tenías por qué preocuparte de esas babosadas como la inspiración y la hoja en blanco. Sólo tenías que sentarte y escribir, a la luz de tu sistema.

Yo había estado practicando mucho con el truco de la frase corta y simple, y separada de las demás, y punto y coma. Era el gran legado de Hemingway en el siglo veinte. A partir de allí también encontrabas otros autores con variaciones interesantes de este sistema. Jack Kerouac usaba tempos de dos frases simples y visuales separadas por una conjunción. A veces Jack dobleteaba la técnica y le salía muy bebop. Bukowski prácticamente tenía el mismo estilo calcado de Hemingway, pero más negro. Eso ya era mucho, pues Hemingway era negro de por sí. Tobías Wolf no lo lograba. Lo que más me gustaba de todos, es que apuntaban a la claridad, a una comunicación efectiva. Era más o menos como la planimetría en el cine. Entre más puntos de vista tuvieras sobre una misma escena, mejor te ibas a comunicar. Yo había ensayado un fraseo parecido, pero más estricto. Quería esconderme, pero también lograr que los textos tuvieran cierta tonalidad.

Total, que empecé a forzar mis cuentos a un orden progresivo. La temática era lo de menos. Yo nunca he creído que la fuerza de un relato estribe en los temas. Desde la distancia, veo que a las editoriales hispanas siempre les ha preocupado este aspecto. Creo que ésa es una de las razones de nuestro estancamiento cultural. El asunto de la forma es lo único que debe importar a un escritor. La forma lo es todo en el arte y los contenidos no existen. Los contenidos son un mero pretexto, aunque muchos no se hayan enterado.

En aquellos días empecé a notar que yo imponía ciertas tendencias en la movida periodística del pueblo. Si yo hablaba por ejemplo de Caliwood, en relación al perico, entonces la revista SOHO inmediatamente publicaba una entrevista con Mayolo, reflexionando sobre su decadencia, como si fuera un logro mayor. Lo mismo con la revista Semana y El Malpensante. Yo era quien dictaminaba sus temáticas. Querían alunizar en ese pedazo de suelo donde yo había clavado una bandera, y del que ya había tomado varias muestras de arena.

En Colombia siempre se ha creído que mi gracia venía de mis temas. Nada más descabellado. Una falsa impresión. De ahí saldría un cuento como ´Música Que No Existe en Español´. Una suerte de parodia a la falta de creatividad de la prensa escrita en nuestro país. Una vez les dije a los de Semana que se ocuparan de los mafiosos de cuello blanco y que dejaran la superficialidad, ¿cómo? ¿un don nadie diciéndole a la revista Semana cómo se debe hacer periodismo?

Tiempo después veríamos al director del semanario señalando al presidente, en vivo y en directo, por televisión. Bueno, yo pensaba que no era para tanto. Hoy en día, el presidente es el más amado por todos nosotros.

Todo lo de virtuosismo, que pudiera encontrarse en mi estilo, viene de esa forma de poner una frase detrás de la otra. Independiente de lo que pudiera haber dentro de ellas, siempre me esmeré en que jugaran a juntarse. Era como una forma de darles libertad en cuanto a sus significados intrínsecos, para que cobraran otra vida en la coyuntura con la frase siguiente. La frase es la clave de mis relatos. Es como el plano inserto en el cine. Poco me importan las secuencias u otras estructuras intermedias. Si hacés muchas frases y las juntás, como experimentando con un Armotodo, tus posibilidades van a hacer infinitas. Tres frases juntas dicen algo totalmente distinto a las mismas tres frases separadas. Pero una frase sola puede tener más poder que veinte frases juntas. Podés usarlas incluso como armas de destrucción masiva. A mí me hubiera gustado representar a la naturaleza con una frase, pero no podía. No era mi mundo. Yo venía de una ciudad donde todo era simétrico. El ruido distante de los carros, a toda velocidad por la avenida, había sido mi canción de cuna cuando había sido un infante.

La literatura, como la vida, está hecha de pequeñas estructuras y el dominio de esas estructuras y el invento de otras nuevas estructuras más grandes, es lo que va a determinar tu estilo. Yo una vez había leído un libro de Sam Shepard en el que se transparentaba este tipo de dinámica, porque a Sam no le importaba juntar las piezas redondas con las cuadradas y las verdes con las amarillas. Sam Shepard sólo ponía una frase detrás de otra, sin que se relacionaran, y las amarraba con un cordón, estilo Hemingway. Lo que leías, como resultado, eran novelas sin sentido, pero muy rítmicas. Todo su significado venía de la música intestina. A Shepard no le interesaba demasiado contar una historia consecuente, pero al final siempre lo lograba. Vos nunca sabías cómo, pero él siempre se salía con la suya. Creo que toda su frustración como músico la desahogó en la literatura y en el teatro. Shepard fue la primera víctima del rock, sepultada con honores militares en el camposanto de las letras. Vos leías a Shepard y te daban ganas de poner un regalo minimalista sobre su tumba. Algo así como un pequeño guijarro recogido en alguna playa.

Ahora yo quería hacer más o menos lo mismo: dotar de cierta personalidad a mis escritos. Mucho más que si tuvieran una coherencia. Tampoco nunca quise hacer poesía. Ese era otro cuento. La poesía ya era el colmo del egoísmo para mí. Si vos te ponías a examinar detenidamente un poeta, te dabas cuenta de que todos ellos estaban hechos por un mismo molde. Los poetas no eran más que un montón de pajizos enamorados de sí mismos. No era nada raro ver a un poeta al final de su vida amando a todo al mundo, pero amado por nadie al mismo tiempo. La poesía era la máxima expresión del narcisismo y yo no quería eso. Yo no quería amar a veinte mujeres a la vez. Yo quería amar a una sola.

Entonces, lo de mis experimentos literarios era otra cosa. Eran simplemente historias que se contaban a punta de frases. La palabra por sí sola no tenía ningún valor para mí. Tampoco los párrafos. Un párrafo era una entidad autodestructiva dentro de la sinergia narrativa. Eran fragmentables. En cambio, a veces, te encontrabas con frases tan bien armadas, tan redondas, que era imposible destruirlas. Nada le faltaba ni le sobraba a esas frases. Eran bellas piezas monolíticas si vos lograbas atornillarlas bien. La idea era que estas frases fueran móviles y plegables. Que vos pudieras trasladarlas a cualquier lado del texto para ganar musicalidad y que no perdieran todo su poder. Era muy difícil armar una buena frase. Los gringos le llaman ¨the killer line¨. O sea: la frase asesina. La frase que te entraba directamente al corazón y te mataba fulminantemente. Tiene que ser una daga, filuda y limpia y que atraviese fácilmente la piel. No una estaca burda para cazar vampiros ni un cuchillo para hacerse el harakiri, como los textos de la revista Arcadia. Así, si vos hacías una novela con un millón de dagas filudas, al final lo que ibas a obtener era un arsenal con capacidad de derribar a un elefante, en un santiamén.



Caminé un rato por las calles de Long Island City. La mañana se mostraba soberana y por fin iría a entrar un poco de calor. Ahora podías andar en camiseta. Hablamos de principios del verano de 2003, al oeste de Manhattan, cruzando el río Hudson, a las 4 y 30 de la tarde. Todo el día en la biblioteca leyendo autores como Ernesto Quiñónez. Aquí todas las comunidades tenían sus narradores propios. Casi todos eran de segunda generación. Los italianos tenían unos muy talentosos que hablaban de sus buenos tiempos en el Bronx. Béisbol y gangsters, eran unos de sus ingredientes más apetecidos. También los negros eran potentes, como un discurso de ¨Barack Obama¨.

Aquel día me había despachado ´EL CAFÉ NEGRO TE HACE NEGRO´. Después de leer aquello te levantabas de la silla con la sensación de haber leído un clásico. En lo personal mis favoritos eran aquellas novelas cortas que contaban historias del Village. Muchos de ellos eran escritos por mujeres quienes habían pasado por las toldas del New York Times. Eran libros simples, pero no facilones. No eran esos libros pop, escritos por las rubias de la Quinta Avenida. Eran libros que podías mirar a trasluz, sin entender su autenticidad. En cuanto a los latinos de segunda generación, difícilmente sabías qué pensar. Se creían con el derecho de narrar a Latinoamérica, pero sin ningún tipo de sangre en los miaos. Nunca se enteraban de qué iba el color local. Su flavor era de alta tecnología. El afán por la internacionalización los dejaba bajo un tablero de dardos, esquivando el mal tino de algunos borrachos. Tal vez Ernesto Quiñónez era el único con casa propia en esa comarca. Su prosa era poderosa. Se había criado en un universo como el de Medellín, pero a escasos metros del Central Park. Era un escritor que se sentaba a hablar con vos y ponía una botella de tequila y dos copas sobre la mesa. EL VENDEDOR DE SUEÑOS había dejado a Quiñonez en lo más enigmático del campanario. Sus campanas estaban tañendo y llamaban a la insurrección y era Ernesto quien tiraba de las cuerdas.

Bajé por las riveras del Río, tomé algunas fotos a la línea del horizonte conformada por los rascacielos y luego proseguí hasta la estación más cercana. En mi recorrido pude ver varios camiones de bomberos, apagando varios incendios, en diferentes partes de la ciudad. Aquella escena era pan de cada día. Las sirenas aullando y Nueva York en llamas. La verdad es que me sentía solo. Podía llamar a algún amigo y desaburrirme, pero no era ese tipo de soledad la que me atacaba. Quería estar indoors, cuando ya todas las bellas chicas se volcaban a la calle.

Llamé a una asiática que me había recomendado un colega uruguayo. Me había dicho que la chinita era puro fuego. Ella contestó y me preguntó varias cosas que no entendí. Si me era difícil entender el acento británico, el chino me resultaba imposible. Colgué. No había caso. Yo llevaba treinta años sin interlocutores válidos. También podía esperar una tarde más.

Tomé el tren. Al bajar, fui hasta un buzón y saqué un ejemplar de El Independiente. Me puse a leer a los radicales, en una de las reposterías de mi amigo el rumano. Estaba justo al frente de casa. Los izquierdistas eran bastante bravos, ladraban mucho. Decían que iban a reunirse en el 301 de la 28. Invitaban a todo quien quisiera un mundo mejor. Fui a su encuentro. Se trataba de un consejo de redacción. Había snacks sobre la mesa y salsas de todo tipo para picar. Sus miembros parecían muy aguerridos. Ellas muy hermosas. Con lentes caros y pelos recogidos a manera de las periodistas de verdad. Yo pensé que iba a encontrar a algún obrero entre esos periodistas, pero todos parecían ricos. No entendía por qué podrían estar tan enojados con la vida. Yo también lo estaba. Pero ellos eran los típicos hipsters del siglo 21. Creían que la sociedad era injusta y que se podía cambiar. Llevaban esas ideas sobre sí como quien usa una chaqueta a la moda. Yo ya estaba acostumbrado a ese tipo de personajes. De hecho les venía huyendo. Me serví un vaso de coca-cola y me puse a escuchar.

Luego de un rato, todos se levantaron y empezaron a intercambiar palabras con los nuevos. Yo estuve por ahí tratando de acercarme a las feminas, pero todas querían hablar con alguno que tuviera aires de intelectual. Yo no los tenía. Yo vestía como un verdadero obrero en traje de gala: camisas Tommy Hilfiger y jeanes GAP y zapatos Nike. Ellos habían estado discutiendo precisamente de hacerle un boicot a estas multinacionales en Nueva York. Una de las chicas se me acercó y me dijo que si no sabía que estas multinacionales esclavizaban a niños menores de edad en su maquilas de México y la India. Le dije que sí. Ella se alejó, pero luego me dijo que si quería acompañarlos a tomar un trago. Fui, pero no me quedé demasiado rato porque no quería desperdiciar más dinero en la noche newyorkina. Llevaba unas cuantas semanas bebiendo sin parar. Yo quería ir directo al grano. Quería que mi novia estuviera aquí para hacer nada más que pasar todo el fin de semana en cama, viendo televisión sin tener que escuchar demasiado a nadie. Hacer lo que uno hace con una amante. Ver noticieros estúpidos y pararse de vez en cuando a la nevera y al baño. Nada más. Pasar canales. Dormitar, decir bobadas sin sentido. Burlarse de los periodistas. Tendría que esperar hasta la otra semana.