2.1.10

10.

Pasaban las horas de aquella noche buena y los minutos se destilaban como gotas de agua en un parabrisas; escurriéndose en la metalúrgica invisible de los brindis, trepidando en las paredes del tedio mezclado con noche, soledad, melancolía, balas y cocaína.

De un momento a otro habían empezado a salir personajes de la habitación de A y se habían empezado a instalar con nosotros en el balcón. Todos esperaban su turno en las hamacas, pero el sicario y yo estábamos tan instalados que era difícil que fueran a lograr un puesto para mecerse en la artesanía criolla. Se trataba de un substrato de la fiesta de la noche anterior y yo no entendía cómo podrían haber dormido 7 personas en una misma habitación.

A y B buscaron su lugar en cada una de las hamacas y lo encontraron efectivamente sin que nosotros tuviéramos que perder nuestras privilegiadas posiciones. A eso de la media noche todos le cascábamos a las últimas 18 gotas de ron. El pérez también empezaba a escasear. A se había estado burlando toda la noche del sicario, pero cuando llegó la hora de pedirle que fuera por provisiones, se puso muy seria. A siempre se burlaba mucho del sicario. Se metían en su habitación a hacer el amor y luego salían a los espacios públicos de la casa para que A se burlara de su forma de vestir, o de hablar, o de amedrentar a la gente con sus armas y con sus historias. A veces también mencionaba su torpeza en la cama y las idioteces que decía mientras trataba de dar lo mejor de sí.

Aquella noche A la había cogido por el lado del arroz amarillo. Resulta que el sicario se había aparecido con una paila de arroz durante la semana, preparado por él mismo. Era un arroz muy triste. Un arroz amarillo como de pobre. No un arroz amarillo hecho con clase, sino un arroz amarillo condimentado con azafrán y muy grasiento. No sabría cómo describir aquel arroz. Pero era un arroz muy deprimente y tenía un par de patas de pollo también y una pechuga. Era un arroz en todo caso que le quitaba varios puntos de categoría a cualquiera que se lo comiera. Allá estaba ese arroz. Casi intacto en algún lugar de la nevera y A se estaban burlando de él. El sicario lo había llevado porque A había hecho un chiste diciendo que en aquella casa ya no teníamos qué comer. Entonces el sicario se había tomado muy en serio aquel chiste y se había aparecido con aquella tonelada de arroz, preparada en una paila muy quemada y la paila envuelta en una bolsita del Éxito.

Nadie había querido rebajarse probando de aquel arroz, aunque aquella noche yo saqué arrojos, hice de tripas corazón y me fui al fridge a comer un poco del alimento. Lo hice porque ya me estaba dando lástima con el sicario, que nos riéramos toda la noche a costa de él; pero cuando éste me vio comiendo de aquella masa húmeda, empezó también a burlarse de mí. Me dijo: yo pensé que nadie iba a ser tan cochino como para comerse ese hijueputa masato.

La risa fue general. Yo me sentía como un culo. El sicario mismo fue hasta donde yo estaba jartando y me arrebató el plato donde comía y lo echó a la basura. Dijo que iba a ir a la Lonchería Maracaibo a comprar comida y mucho aguardiente. Yo le dije que podía hacer su pedido a domicilio y así lo hizo. Agarró el teléfono, hizo un par de llamadas y hacia la una de la mañana estábamos aspirando polvo blanco como cucarachas de panadería.

Tal parecía que mi relación con el sicario se estaba estabilizando. Atrás había quedado el sinsabor de la noche, cuando B le había ofrecido 100 mil pesos para que me pegara un tiro. B hacía mucho aquellas cosas. Una vez le montó un ganso ciego a un ex novio que se encontró en la calle y el ex novio tuvo que dormir en la cárcel. Había venido la policía y B les había dicho falsamente que el ex novio le había pegado y los policías habían tragado entero, entre otras cosas, porque el ex novio estaba borracho y B se había aprovechado de eso. B era una de esas mujeres a las que vos, como amante, no les podías dar la espalda. Una de esas mujeres que te enterraba el cuchillo en el momento menos pensado, sobre todo cuando pudiera escudarse en la presencia de otros, para que el crimen se perdiera entre la multitud. También tenía B una relación bastante rara con la figura paterna.

En el caso mío con el sicario, B ni siquiera había tenido que pagar. El sicario le preguntó por qué lloraba y B le había contestado que yo la había dejado sola en una fiesta, lo cual era verdad. Bueno, no demasiado. La había dejado con un montón de intelectualoides que nunca podía soportarme y, según cuentas, grandes amigos de ella, de toda la vida. Un montón de esnobs. Ella era de ese tipo. Le gustaba alardear de tener amigos muy sobresalientes. Era una de esas almas que abundan en las ciudades y que viven del referente. Chafarderas y fanfarronas. Una de esas mujeres que no valoran a la gente por lo que son, sino por a quien conocen y por lo que han logrado. Mejor dicho, B era una mujer muy hecha para la sociedad.

Total, había hecho que una noche el sicario sacara su arma y me la pusiera en la cabeza, porque según él, a las mujeres no se les dejaba abandonadas en una fiesta y mucho menos que volvieran solas a casa, en una ciudad como aquellas y a altas horas de la madrugada. Aquella era una forma muy común de resolver los problemas.