Mi siguiente trabajo fue en el Astoria Times. Un periódico griego de Queens, de tiraje discreto. De alguna manera yo estaba harto de limpiar los apartamentos del Ground Zero y de robar compulsivamente. Aquellas dos labores eran consustanciales al momento histórico post atack. Robar y limpiar.
El negocio funcionaba de la siguiente manera. Las grandes compañías de limpieza serruchaban sus contratos con las aseguradoras de las Torres Gémelas y alrededores. Simple. Del mismo modo, las pequeñas compañías de limpieza tenían que serruchar ganancias con las aseguradoras que las subcontrataban, por cada contrato adjudicado en la zona de desastre. Y estamos hablando de grandes, grandes, grandiosos contratos.
Entonces, es ahí donde aparecemos nosotros. Unos cuantos latinos que habíamos ido a lavar platos a Estados Unidos. Éramos la última pieza de un engranaje siniestro que movió millones y millones de dólares. O sea. Hablamos de los millones capitalizados por otra mafia más en New York. Nosotros hacíamos el trabajo sucio y ellos obtenían ganancias astronómicas.
Por supuesto que aquellos inmigrantes latinoamericanos también estaban enterados y alertas ante esta situación. Todo el mundo se estaba llenando los bolsillos con la caída de las Torres, menos nosotros. Así que teníamos que cobrárnoslas por nuestra propia cuenta. Por demás, la mayoría de colombianos éramos sobrevivientes de la crisis del 98 y nos sentíamos en la obligación de mandar remesas a nuestra amada patria. Mejor dicho; nos sentíamos en la obligación de apagar aquel incendio que una clase empresarial nunca pudo sofocar, por estar patrocinando grupos al margen de la ley, y por estar posicionando a Shakira y a Juanes en el escenario internacional.
Total, empezamos a robar desaforadamente. Otra taza de mierda criolla se había desbordado a finales del 2003, en el imperio. La mayoría de quienes trabajamos, en ese momento y lugar históricos, nos dedicamos a meter goles compulsivamente. Ahora entiendo por qué la gente de estratos altos en Colombia es tan prevenida con las muchachas del servicio. Muchos de ellos temen que les hagan lo que ellos hacían en Estados Unidos. O sea. Robar mientras se limpia. Ya lo decía el viejo y conocido refrán: ¨el ladrón juzga por su condición¨. Esa gente que se dedicaba a trastearse relojes, anillos, computadores portátiles y celulares, por lo general tenían propiedades en el país de la cocaína y algún día pensaban volver allí, para disfrutar del fruto de sus esfuerzos.
Bueno, ahora yo tenía este trabajo en el periódico. No me vería obligado a contagiarme con esos patrones de conducta colectivos, bastante provocativos como endémicos. De alguna manera estaba cansado de ser todos los días un recolector de algodón, quien llegaba exhausto a casa y se ponía a tocar un blues. El invierno entraba con toda su imponencia. Los árboles sepultaban las aceras con sus rojos océanos otoñales. Mucha gente se encargaba de darle ambiente al lugar. Entre ellos, el Gran Combo de Puerto Rico, el cual resonaba en todas la calles de la Gran Manzana con su canción ¨Me Liberé¨.
También John Pizarelli y Robert Cray pululaban por ahí, revoloteando en los bares del Greenwich Village. Diablos, quería volver a ver a Cray. Era un chamán. Se había ganado cinco Gramofonitos y le había salvado la vida al blues. Lo había visto una vez en el Lennox y otra en el B.B. King, pero quería hacerlo por tercera vez. Norah Jones también estaba bien, pero no sabías a ciencia cierta si era pop o jazz. Era una cantante que te llenaba de incertidumbre, pero su álbum estaba sonando en todas partes. Del mismo modo, Gus Gus, Gotan Project, Barry Adamson, Sidesteper, Macy Gray y John Mayer decían ¨hola¨ al nuevo milenio. Six Feet Under empezaba una nueva temporada. Alberto Fuguet hacía lo propio con su novela POR FAVOR REBOBINAR en bibliotecas y librerías.
Me dediqué a estudiar la obra del chileno. Hablaba mucho de cine. Sentía que me encantaba y que se parecía mucho a lo que yo quería decir. Pero indudablemente nuestros enfoques eran diferentes. Se notaba que Fuguet escribía para otros escritores y para otros cineastas y que le gustaba regodearse en ámbitos así. Nunca he entendido eso. Que los escritores desarrollen una compulsiva necesidad de comunicarse con otros escritores, o sea, con sus semejantes como si fueran animales de cautiverio.
A mí me sucedía lo contrario. Entre más conocía a otros escritores, o cineastas, más tendía a evitarlos. Yo no quería escribir para el deleite de otros artistas ni soñaba con amistades creativas. No me eran del todo confiables. Me veía demasiado reflejado en sus mecanismos. Yo quería escribir ficción para que me leyera gente distinta a mí y quería cosechar lectores anónimos, que no manifestaran necesariamente esas imperiosas compulsiones de expresarse. Ahora entendía esa fascinación de los escritores por otros escritores reticentes a las entrevistas. No los veían como una amenaza. No competían con ellos. No invadían ese pedazo de estrado que querían conservar para ellos solos. Ingenuamente, creías que la gente ordinaria, normal, como la que trabajaba con vos limpiando baños, algún día se animaría a leer por lo menos e’mails.
Yo estaba harto de los artistas sensitivos; venía huyendo de ellos, y lo último que quería, era escribir para que me leyeran mis colegas. Alberto Fuguet sí. Venía de uno de esos campus de escritores que se inventan los gringos para alimentar el mercado editorial interno, y toda su lucha iba encaminada a ganar la aprobación del mundillo. De alguna manera la obtuvo. Logró que lo leyeran los gringos, y los agringados, y acaso una buena porción de los clasemedieros latinoamericanos más aburguesados del exilio.
Pero el tiempo me daría la razón. Hoy en día Albertico es uno de los lagartos más coluos' que recorre los lobbies internacionales, en busca de reconocimiento social, como si hubiera cometido alguna fechoría o algo así. La energía que se debería estar gastando en la pluma, ahora se pasaba desperdiciándola en relaciones públicas. Eso hizo que nunca pudiera superarse a sí mismo para escribir algo mejor que su segunda novela. Su primera novela Sobredosis, está bien. Y su libro de cuentos también. Pero no deja de ser un escritor desfasado. Ni de aquí ni de allá. Hoy todos sus lectores nos preguntamos, Por qué no costea sus propias pelis si es tan high class como dice ser? Fuguet, como buen escritor, era solamente un prestidigitador k te ponía a fantasear, un poco, con cierta manera de hablar.
Yo no quería eso. Así que me puse a escribir una novela como POR FAVOR REBOBINAR. Me metí en el rol y forcé un estilo como si me estuviera dirigiendo al gremio de camioneros colombianos. Quizá quería hacer una novela que a mí me hubiera gustado leer si no hubiera ido a la universidad. No lo sé. Tal vez debí de hacerlo de otra forma. Pero aquello fue lo que me salió. Una suerte de literatura social que se pareciera más al canto folklórico. Acaso una suerte de relato juglar que representara a los colombianos desde el escenario en el que yo me encontraba parado. Tampoco quería contar historias tipo Victor Gaviria. Las novelas de García Márquez eran tema aparte. Estaban hechas para complacer a Álvaro Mutis y demás poetas con pedigrí, y para el deleite de las estructuras de poder.
Yo quería escribir una novela que no beneficiara a nadie. Eso es todo. Una novela sin complacencias que se dejara leer por la masa. Tampoco quería escribir una especie de himno cuando-las-vacas-desfilan-
El negocio funcionaba de la siguiente manera. Las grandes compañías de limpieza serruchaban sus contratos con las aseguradoras de las Torres Gémelas y alrededores. Simple. Del mismo modo, las pequeñas compañías de limpieza tenían que serruchar ganancias con las aseguradoras que las subcontrataban, por cada contrato adjudicado en la zona de desastre. Y estamos hablando de grandes, grandes, grandiosos contratos.
Entonces, es ahí donde aparecemos nosotros. Unos cuantos latinos que habíamos ido a lavar platos a Estados Unidos. Éramos la última pieza de un engranaje siniestro que movió millones y millones de dólares. O sea. Hablamos de los millones capitalizados por otra mafia más en New York. Nosotros hacíamos el trabajo sucio y ellos obtenían ganancias astronómicas.
Por supuesto que aquellos inmigrantes latinoamericanos también estaban enterados y alertas ante esta situación. Todo el mundo se estaba llenando los bolsillos con la caída de las Torres, menos nosotros. Así que teníamos que cobrárnoslas por nuestra propia cuenta. Por demás, la mayoría de colombianos éramos sobrevivientes de la crisis del 98 y nos sentíamos en la obligación de mandar remesas a nuestra amada patria. Mejor dicho; nos sentíamos en la obligación de apagar aquel incendio que una clase empresarial nunca pudo sofocar, por estar patrocinando grupos al margen de la ley, y por estar posicionando a Shakira y a Juanes en el escenario internacional.
Total, empezamos a robar desaforadamente. Otra taza de mierda criolla se había desbordado a finales del 2003, en el imperio. La mayoría de quienes trabajamos, en ese momento y lugar históricos, nos dedicamos a meter goles compulsivamente. Ahora entiendo por qué la gente de estratos altos en Colombia es tan prevenida con las muchachas del servicio. Muchos de ellos temen que les hagan lo que ellos hacían en Estados Unidos. O sea. Robar mientras se limpia. Ya lo decía el viejo y conocido refrán: ¨el ladrón juzga por su condición¨. Esa gente que se dedicaba a trastearse relojes, anillos, computadores portátiles y celulares, por lo general tenían propiedades en el país de la cocaína y algún día pensaban volver allí, para disfrutar del fruto de sus esfuerzos.
Bueno, ahora yo tenía este trabajo en el periódico. No me vería obligado a contagiarme con esos patrones de conducta colectivos, bastante provocativos como endémicos. De alguna manera estaba cansado de ser todos los días un recolector de algodón, quien llegaba exhausto a casa y se ponía a tocar un blues. El invierno entraba con toda su imponencia. Los árboles sepultaban las aceras con sus rojos océanos otoñales. Mucha gente se encargaba de darle ambiente al lugar. Entre ellos, el Gran Combo de Puerto Rico, el cual resonaba en todas la calles de la Gran Manzana con su canción ¨Me Liberé¨.
También John Pizarelli y Robert Cray pululaban por ahí, revoloteando en los bares del Greenwich Village. Diablos, quería volver a ver a Cray. Era un chamán. Se había ganado cinco Gramofonitos y le había salvado la vida al blues. Lo había visto una vez en el Lennox y otra en el B.B. King, pero quería hacerlo por tercera vez. Norah Jones también estaba bien, pero no sabías a ciencia cierta si era pop o jazz. Era una cantante que te llenaba de incertidumbre, pero su álbum estaba sonando en todas partes. Del mismo modo, Gus Gus, Gotan Project, Barry Adamson, Sidesteper, Macy Gray y John Mayer decían ¨hola¨ al nuevo milenio. Six Feet Under empezaba una nueva temporada. Alberto Fuguet hacía lo propio con su novela POR FAVOR REBOBINAR en bibliotecas y librerías.
Me dediqué a estudiar la obra del chileno. Hablaba mucho de cine. Sentía que me encantaba y que se parecía mucho a lo que yo quería decir. Pero indudablemente nuestros enfoques eran diferentes. Se notaba que Fuguet escribía para otros escritores y para otros cineastas y que le gustaba regodearse en ámbitos así. Nunca he entendido eso. Que los escritores desarrollen una compulsiva necesidad de comunicarse con otros escritores, o sea, con sus semejantes como si fueran animales de cautiverio.
A mí me sucedía lo contrario. Entre más conocía a otros escritores, o cineastas, más tendía a evitarlos. Yo no quería escribir para el deleite de otros artistas ni soñaba con amistades creativas. No me eran del todo confiables. Me veía demasiado reflejado en sus mecanismos. Yo quería escribir ficción para que me leyera gente distinta a mí y quería cosechar lectores anónimos, que no manifestaran necesariamente esas imperiosas compulsiones de expresarse. Ahora entendía esa fascinación de los escritores por otros escritores reticentes a las entrevistas. No los veían como una amenaza. No competían con ellos. No invadían ese pedazo de estrado que querían conservar para ellos solos. Ingenuamente, creías que la gente ordinaria, normal, como la que trabajaba con vos limpiando baños, algún día se animaría a leer por lo menos e’mails.
Yo estaba harto de los artistas sensitivos; venía huyendo de ellos, y lo último que quería, era escribir para que me leyeran mis colegas. Alberto Fuguet sí. Venía de uno de esos campus de escritores que se inventan los gringos para alimentar el mercado editorial interno, y toda su lucha iba encaminada a ganar la aprobación del mundillo. De alguna manera la obtuvo. Logró que lo leyeran los gringos, y los agringados, y acaso una buena porción de los clasemedieros latinoamericanos más aburguesados del exilio.
Pero el tiempo me daría la razón. Hoy en día Albertico es uno de los lagartos más coluos' que recorre los lobbies internacionales, en busca de reconocimiento social, como si hubiera cometido alguna fechoría o algo así. La energía que se debería estar gastando en la pluma, ahora se pasaba desperdiciándola en relaciones públicas. Eso hizo que nunca pudiera superarse a sí mismo para escribir algo mejor que su segunda novela. Su primera novela Sobredosis, está bien. Y su libro de cuentos también. Pero no deja de ser un escritor desfasado. Ni de aquí ni de allá. Hoy todos sus lectores nos preguntamos, Por qué no costea sus propias pelis si es tan high class como dice ser? Fuguet, como buen escritor, era solamente un prestidigitador k te ponía a fantasear, un poco, con cierta manera de hablar.
Yo no quería eso. Así que me puse a escribir una novela como POR FAVOR REBOBINAR. Me metí en el rol y forcé un estilo como si me estuviera dirigiendo al gremio de camioneros colombianos. Quizá quería hacer una novela que a mí me hubiera gustado leer si no hubiera ido a la universidad. No lo sé. Tal vez debí de hacerlo de otra forma. Pero aquello fue lo que me salió. Una suerte de literatura social que se pareciera más al canto folklórico. Acaso una suerte de relato juglar que representara a los colombianos desde el escenario en el que yo me encontraba parado. Tampoco quería contar historias tipo Victor Gaviria. Las novelas de García Márquez eran tema aparte. Estaban hechas para complacer a Álvaro Mutis y demás poetas con pedigrí, y para el deleite de las estructuras de poder.
Yo quería escribir una novela que no beneficiara a nadie. Eso es todo. Una novela sin complacencias que se dejara leer por la masa. Tampoco quería escribir una especie de himno cuando-las-vacas-desfilan-
De ese modo nacería EL EMPELICULADO. Una novela que iba a escribirse por una mano oscura sin poder. La situación con ¨ESCRITO EN LA NIEVE¨ me había dejado exhausto. Quería alejarme de todo lo que representaba ese laboratorio dadaista. El punto de partida para EL EMPELICULADO había sido una imagen que me traía obsesionado desde Medellín. Se trataba de una soleada mañana en el Parque Bolívar, cuando había visto al protagonista de La Vírgen de los Sicarios. Al menor. Había participado en el elenco protagonista, había dado entrevistas, había salido en la prensa, pero allí estaba de nuevo. En el mismo lugar de donde lo había sacado Barbet Schroeder. De la calle. Quizá estaba vendiendo droga. No lo sabía a ciencia cierta. Pero la imagen de ese muchacho, vagando por los parques, me perturbó profundamente. ¿De qué le había servido trabajar en el cine? Era una pregunta que también a mí me concernía.
Mantuve aquella imagen en la cabeza y con ella me puse a escribir El Empeliculado. Era una historia que ya tenía profundamente digerida. La fábula de un tipo que se encuentra con el cine accidentalmente y por ese hoyo negro se le va toda su vida. Como escritor, yo también quería recuperar algo de aquel espíritu rural con el que había escrito mis primeros guiones en Colombia. Ahora no estaba dispuesto a ceder ante el paso avasallante de los urbanos. Lejos habían quedado esas historias de extraterrestres visitando la tierra para tomarse una foto con la Casa Blanca al fondo.
Mientras tanto, escribía por encargo para el Astoria Times. Fue la única temporada en que el ¨Astoria¨ tuvo una separata en español. Yo podía publicar lo que se me diese la gana, pues ninguno de mis compañeros entendía mi idioma, ni siquiera el director que me había contratado. Sólo los latinos de Queens. Empecé haciendo reseñas culturales, pero terminé opinando y legitimando a unos pocos artistas hispanos. A otros tiraba a hacerles sugerencias de los rumbos a seguir. Me sentía amo y señor de la verdad estética, lo cual no es más que otra forma de las materializaciones que pueda tener el ridículo en la república independiente de la creatividad. Dos o tres gatos, que me escribían vía correo electrónico, me ayudaban a plantar truchas en ese charco de Clorox que eran mis pulsiones de comentarista. Já. Qué estúpido me veo a la distancia. Me hacía el modesto, ¿viste?, así, como si fuera el más humilde, ¿viste?, como si fuera un líder juvenil escribiendo la catequesis en una hojita parroquial. Terminé, pues, usando una columna para convertirme en lo que siempre había evitado. O sea. Uno de esos tipos de los que siempre hay que sospechar. De esos que se la pasan haciéndose propaganda públicamente de lo buena gente, aperturistas y cordiales que son. Así, tipo Hitler, ¿viste?, nunca bebo, nunca fumo, soy un tipo correcto. O sea. Terminé convertido en una de esas aguas mansas.
Total, lo dejé. Acaso ¿qué me creía? Había aprendido a poner una tilde y a correr dos comas y ya me creía con el derecho de banderiar públicamente a las personas que trabajan duro para lograrlo, o para curarse. Sin embargo, la masa, la cual no es poco estúpida, me creyó. Todos mis buzones volvieron a colapsar. La línea telefónica de casa infartó. Sin quererlo, de nuevo me había convertido en una figura religiosa de alto estatus, una especie de brujo yerbatero que publicaba comentarios para un público hispano en Estados Unidos. Tres o cuatro vendedores de documentos falsos también empezaron a frecuentar el techo de la casa donde yo había rentado una habitación. Cada noche los escuchaba haciendo juerga sobre mi cabeza, a costa de mis columnas. Cada tiraje del Astoria Times se convertía en una locura mestiza. Con esa farsa alcancé a pagarme la renta por unos cuantos meses, hasta que llegó el mes de noviembre. Época en que la ciudad se había llenado de guirnaldas y de gruesos abrigos y de guantes y de gorros de lana para el frío. Entonces, también lo deje. Una chamba de menos, una de más. Qué más daba. No quería pasar mi navidad haciendo el oso como comentarista de arte.
La rutina de la gente de Nueva York se mitigaba trabajando sagradamente. Por las tardes veías a los trenes escupiendo multitudes de personas en las estaciones. Miles de obreros regresando a casa, con ganas de pegarse una ducha y tirarse frente al televisor. También vos podías irte a pasear por Brodway, ver vitrinas, oler el espíritu de la navidad y pensar qué regalos ibas a comprar o qué estrategia ibas a tomar para no pasarla tan solo el día de acción de gracias. Yo por fortuna no lo estaba. Pero me gustaba estarlo. Me había enamorado de una colombiana en un concierto de Charly García y, a un nivel platónico, aquella traga estaba muy bien. A veces entraba a comprar un café un viernes en la noche y veía los Dunking Donuts atestados de gente solitaria. Entonces me replanteaba mis predilecciones por la soledad. No había espectáculo más deprimente que ver una diner lleno de gente sola, un 24 de diciembre a las 7 de la noche. Todos comiéndose una hamburguesa y una porción de papas fritas. Cuando abría los ojos y veía eso, de inmediato yo me iba corriendo hasta un deli store, compraba una paca de cervezas, una tarjeta para llamar y llamaba telefónicamente a la colombiana que me había gustado. Muy pocas veces tenía fortuna y muchas no. Pero para mí era suficiente que la había conocido. Aparte de mi novia oficial, yo tenía dos o tres suplentes en la banca, para reponer a la titular cuando ésta se me lesionaba. Eran días muy promiscuos. Lo fueron y no desdeño de tanta diversión. Sin embargo me había enamorado de la colombiana, una caleñita deliciosa que casi no veía.
Aquel día me levanté tarde. Yo vivía en este cuarto rentado a una familia de ecuatorianos. Lo primero que hice fue prender un porro y hacerme un pase con una cocaína que me había vendido un portorro. La madrugada anterior había visto su extraño Dodge parqueado en frente de casa. Me acerqué a su ventanilla y le pregunté por coca. Quería probar cómo era la blanca en USA. Quizá no debí hacerlo. La coca en este país es una mala experiencia. Sabe a todo, menos a la golosina que se consigue en las calles colombianas. El portorro me había invitado a pasar a su auto de las degustaciones, después de hacerme demostrarle que yo no era un policía, y entonces allí estaba yo, 12 horas después. Defenestrando de la coca gringa. En cambio su marihuana hydro no estaba mal, pero era cara. En aquellos días me fascinaba desayunar con una cerveza o un whisky o con un porro.
Otra vez se hacía tarde en Nueva York. Una de las ecuatorianas golpeó la puerta y me ofreció un poco de curí. Ella me dijo que estaban preocupados por toda esa gente que se arremolinaba en la puerta a preguntar por el periodista del Astoria Times. Uno de ellos decía ser representante del Show de Oprah. Yo le di las gracias y cerré la puerta. Escribí por una par de horas y luego me fui a pasear un rato por la ciudad. Caminé un rato por el barrio de Run DMC, esos projects del Queensboro Bridge, y luego tomé un tren hacia la isla. Debía conseguirme otro trabajo. Lo del Astoria Times no estaba dando resultado. Al final no fui a ver a Robert Cray ni a Nohra Johns. Terminé con unas ex compañeras de Colombia, visitando un bar de blanquitos. Fue una mala noche. Mis ex estaban desesperadas por cazar un norteamericano, pero se mostraban avergonzadas y ansiosas. Yo trataba de ayudarles, pero no entendía por qué lucían tan acomplejadas. De todos modos habían ido a una universidad y eran profesionales y tenían dos ojos y cagaban igual que el resto de los mortales.
Pero ellas eran así. Eran ese tipo de latinoamericanas que descreen de su propia sombra en el espejo. Yo traté de relajarme con la pendejada de mis compatriotas y me dediqué a ponerles tema a las gringuitas del lugar. Todas eran muy amables y bebían martinis. Yo compré una ronda de Long Island Iced Tea y todas me lo agradecieron. También pedí cubas-libres para los gringos que tanto les gustaban a mis amigas colombianas. Una de las gringas se emborrachó y empezó a abrazarme y bailarme una suerte de striptease, con apenas conocerme. Yo estuve allí tentado, bajo la mirada vigilante de las colombianas. Luego bebí más cervezas y screw drivers y gin-tonics y me puse mejor. Al final, no me acuerdo ni cómo salí de allí, pero al día siguiente estaba otra vez frente a la hoja en blanco: ESCRITO EN LA NIEVE, una novela supuestamente terminada, estaba necesitando de otro capítulo.