25.1.10

24.

El 21 de marzo del 2003, me disponía a celebrar mi cumpleaños número 32 en un bar inglés de New York. Estar en aquella ciudad era como descender un peldaño más en la larga escalera que bajaba a la cava de los vinos para los invitados especiales. Bueno, también era la ciudad de Desayuno en Tifanny´s y de Whitman y de Poe y de Dorothy Parker; de Woody Allen y de Spike Lee. En cualquier momento corrías el riesgo de encontrarte con uno de ellos y comprobar un destello especial en su mirada.

El bar estaba conformado por una típica barra deportiva con espejos por todos lados, un barman, puro mono ojiazul como clientes y una fila de televisores colgando del techo. Aparte de mi cumpleaños, la CNN también celebraba que Estados Unidos hubiera lanzado su primera invasión a Irak después del 9-11. Digo "celebrar" porque, aquella respuesta de parte del gobierno gringo, tuvo una alta participación de los medios de comunicación. Fueron los periodistas quienes, en su momento, más aplaudieron un gesto de retaliación militar y pusieron a la opinión pública en favor del espíritu guerrerista. Hoy en día se quieren lavar las manos y criticar la política exterior del señor Bush, pero en esos días las cosas eran a otro precio. Todo el mundo quería patear el culo de algún árabe.

De modo que ahí estaba yo, en un bar de británicos, viendo la transmisión de la primera noche irakí. Diablos. Aquello parecían los festejos del cuatro de julio. Había alborozo y júbilo en las calles. El invierno se estaba yendo y la nieve aún no se acababa de derretir. Pero el ambiente era de jolgorio. Parecía que la invasión hubiera sido pensada para que coincidiera con el inicio de la primavera. Por los parlantes no paraban de salir las típicas canciones que se solían escuchar en los barrios irlandeses de Queens; London Calling, Sunday Bloody Sunday; Creep y esas cosas. También era motivo de agasajo que aquel hubiera sido mi último día de trabajo en la remoción de escombros. Me había pasado los últimos seis meses tragando polvo en el sur de Manhattan y ya era suficiente de ello. Ahora no sabía en qué iría a trabajar, pero, por el momento, ese puñado de dólares bajo mi colchón me alcanzaba para pagar otro mes de renta. También podría tener unas semanas, con más tiempo libre, y así avanzar en ESCRITO EN LA NIEVE. Aquella novela que había planeado en el cybercafé de mis amigos en Medellín y que ahora quería acabar. En realidad era la continuación de PELÍCULAS DE CARRETERA, mi anterior obra literaria y no tan famosa como LA LLAGA.

Es extraño cómo funcionan las cosas en literatura. Mucho más distinto que hacer videos. Es como comprar zapatos. Si vas a la tienda de calzado y hay convicción, no lo pensás dos veces y decís: ¨me los llevo¨. Vas a la caja registradora y los pagás. Listo, fácil. Tenés unos Adidas nuevos. Lo mismo sucede cuando estás planeando una novela: si hay convicción frente a una idea, sentate y escribila. Pero si no, pensalo dos veces, antes de llevarte esos Nike a casa. Si no hay convicción total, es que hay algo que no podría estar funcionando. De pronto sos tan testarudo que te llevas esos zapatos y resulta que con el tiempo no te los volvés a poner, porque no eran de tu completo agrado. Ese color blanco, o lo poco ergonómicos que eran, ó algo. Lo mismo me sucedía a mí con "PELÍCULAS.." . Fue un manuscrito que me llevé a todos lados tratando de que algún día aprendiera a caminar, pero nunca pudo, a pesar de rescribirla cientos de veces. Se quedó paralítica, en su lugar, entre mis calcetines. Y nunca salió por sí misma de allí.

En cambio con ESCRITO EN LA NIEVE la cosa parecía distinta. Desde el principio siempre me asaltó cierta sensación de seguridad. Era un plan maestro. Nada podía fallar. Lo tenía todo perfectamente calculado y sentía que su ejecución dependía completamente de mí. No es como cuando vos hacés una película, en la que dependés de un montón de gente, pero, sobre todo, de mucha suerte. En un rodaje, a veces, las cosas encajan tan bien que hasta las malas ideas terminan convertidas en grandes obras de arte. Era un poco lo que me había sucedido con Valium Colectivo, mi primer video argumental. Un guión mediocre, de repente se había tornado en una buena pieza artística, por azar, por la buena providencia, por lo efectivo de una buena actuación y, de pronto, de cierta inspiración a la hora de mover la cámara. Es algo mágico y divino que se toma la producción desde el principio y no lo suelta hasta el final. En ese sentido siempre he sido muy religioso, o supersticioso, como lo quieran llamar. Existen otras veces en que tenés un guión perfecto y todo se te daña en la puesta en escena o en la edición. En esos casos, es que la magia no fluyó. Olvídalo. No hubo fortuna esta vez. A la película le cayó mal de ojo y eso no se lo quita ni la bruja de Perro Come Perro. También puede ser que la gente que creías competente no lo era tanto, o no estaban en su mejor momento. Pueden ser muchas cosas.

Pero en el caso de las novelas, las magias fluyen de otra manera. Vos las podés controlar y, si te acordás de cerrar la puerta y apagar el teléfono antes de encender el computador, no vas a depender de terceros. Nadie te va a dañar tu pasaporte a la inmortalidad.

Por ésa, y por muchas razones más, me sentía tan bien en Nueva York. De alguna manera extrañaba a mis amigos del cybercafé, todas aquellas noches filosofando sobre Internet y moliendo ideas para diferentes proyectos en compañía de un buen porro. Pero ahora, por fin, podría sentarme a escribir y probar qué tan bueno era un escritor dentro del cuerpo de un ordinary man, y qué tanto podría alimentarme sólo de literatura. Sentado en aquel bar la palabra amor también pasó por mi cabeza, pero ya tendría tiempo para eso. Ahora estaba muy ocupado aprendiendo a contar historias. Una nena de California de vez en cuando venía a la Costa Este y nos juntábamos por un par de días, hasta que ella tenía que coger el avión. En ese grado es que yo necesitaba una mujer por el momento. La dosis ideal de afecto para alguien que sólo quería aprender a escribir.

Nueva York, para mí, era ese tipo de ciudad donde podías congeniar con dos tipos de personas: los que iban por razones económicas y los que llegaban por vergüenza de ser unos perdedores en su país. Era más fácil ser un perdedor afuera que adentro. La verdad es que si vos no habías tenido ninguna suerte de desgracia en tu tierra natal, nada tenías que estar haciendo como residente en Estados Unidos. Hablando con sinceridad, la superpotencia era una sociedad que no le agregaba nada extraordinariamente interesante a tu vida. Por el contrario, si te descuidabas, había muchas cosas que pudiera quitarte, para siempre, sin ningún chance de que lo pudieras recuperar. A veces, todo prófugo podía encajar en ambos bandos, pero yo no me sentía uno de ellos. Yo me sentía parte de una tercera categoría más invisible y menos común; la categoría de los mirones, la categoría de los testigos absolutos. Había ido para ver lo que Colombia podría ser cuando fuera adulta y, lo que nunca había podido ser, cuando ya la historia se estaba acabando.

En lo personal, también conocía un buen puñado de amigos y amigas que estaban en aquella ciudad tratando de salvar un ego que en Colombia había salido mal librado. Yo siempre quise mantenerme al margen de esa actitud. Ahora ellos y ellas habían conseguido esposas gringos y un diploma internacional, ¡GRACIAS ESTADOS UNIDOS! ¡La hicimos! Tal vez yo debía hacer lo mismo. No lo sé. Pero no lo hice. Tampoco sentía que tenía tiempo para eso.

Esa no era mi forma de proceder. Si había un último lugar de la tierra que yo quisiera conquistar, ése era Gringolandia. No como yo quería. Mi producto no era algo que pudiera ir en la canasta familiar de un esquater y en Nueva York, de algún modo, todos lo eran. Para mí, USA ya tenía el cupo completo en cuanto a héroes y me parecía un poco depravado ser profeta en cielo de muchos y capitalizarlo en tierra de nadie. Yo apenas daba los primeros pedalazos de un largo recorrido. Me faltaban unos veinte siglos de cultura escrita que me llevasen a donde yo quería y no iría a arribar como un Santa Claus, sacando codo por la ventanilla de un avión.

Sobre la barra de aquel bar, junto al piano, había un montón de ejemplares del New Yorker, New York Times, Astoria Times; Diario La Prensa, L Magazine; Village Voice y The Sun. Atrapé varios de ellos y me puse a leerlos mientras saboreaba un Scotch. Había ido solo a aquel lugar, porque ninguno de mis conocidos gustaban de pubs europeos. Los unos porque se las daban de políticamente correctos y se la pasaban bailando cumbia en el ghetto, y los otros porque no se sentían dizque a la altura de un antro de marineros blancos. En mi caso no era ni lo uno ni lo otro. Era que el bar estaba al frente de mi casa. Vivía en un barrio de clase obrera que había sido construido por los irlandeses a principios del siglo 20. Fui feliz allí. Los obreros en Nueva York vivían como los ricos en Colombia. Con el mismo tipo de estupideces en la cabeza. Muchas de aquellas calles aún conservaban aquel espíritu verde, con bares atendidos y frecuentados por fríos ingleses de muy elegante vestir. Me fascinaba aquel barrio. También lo habían empezado a invadir los latinos, pero tenía una biblioteca pública con muchos títulos de última generación. Libros publicados por un montón de buenos escritores veinteañeros que aparecían y desaparecían de las páginas del Village Voice como por arte de magia. Aquello me causaba algo de gracia, porque los calificativos que se usaban para denominar a las nuevas promesas, eran del tipo: "Su prosa es la de un Camus en el siglo 21". No había otra forma de promocionar a un producto artístico. La industria editorial siempre citaba la opinión de alguien famoso y la ponía detrás de la cubierta del libro. Era como si a aquellos libros no los fuera a comprar gente inteligente, como si la ciudad estuviera llena de borregos que seguían los dictámenes de una moda. Nunca pude entender aquel comportamiento de la cultura de masas. Yo opinaba que en Nueva York el grueso de la gente era más lista que eso. ¿Por qué seguían con lo mismo? ¿Acaso creían que uno iba a comprar un libro porque Magic Johnson lo había leído y le parecía del putas? ¿A mí qué me importaba que Martin Scorsese hubiera hablado maravillas de Lost in Traslation? Yo me sentía con suficiente criterio como para escoger una película en la cartelera sin necesidad de qué Polanski me viniera a validar nada.

Bueno, si lo decía Spielberg, ya lo pensaría dos veces.

En los días de nevadas fuertes, Sunnyside era uno de los sectores que más se paralizaba en la Gran Manzana. Pero también se llenaba de silencio y nadie tenía que ir a trabajar y yo adoraba mirar por la ventana de mi cuarto y ver a la gente avanzando con dificultad por esos paisajes blancos, llenos de brizna y escarcha. Hubo weekends enteros en que no se podía salir a la calle y yo me quedaba delirando con mis recuerdos de Colombia. Sorpresivamente se me aparecían las caras de mi madre y de los policías dibujados en el techo y yo me descubría gritando cosas como: "yo no lo maté, ¡lo juro! Yo no lo hice". De repente mis vecinos me despertaban tocándome la puerta. Me decían con su acento ecuatoriano de la sierra: "¿Vecino, a quién mató? Lo escuchamos gritando un nombre".

- Ah, sí- les decía yo - es el nombre de mi padre. Pero yo no lo hice. Yo no lo maté.

En aquellos periódicos, vos podías leer titulares de todo tipo. Era como una suerte de mediodía en Estados Unidos, históricamente hablando. Los mensajes que flotaban en el ambiente hablaban de una sociedad con mucha hambre espiritual, mucho cansancio, mucho mal genio y muchas necesidades de irse a almorzar y hacer la siesta. En mi opinión podrían comer, pero no podrían dormir. No estaba dentro de su cultura. Necesitaban conservar su puesto como líderes económicos y el Euro les estaba mordiendo las orejas. Noticias como las del corresponsal Peter Arnett, despedido por dar una entrevista a TV iraquí, daban ganas de jalarse los pelos de la nariz. La revolución en Internet también estaba haciendo que los periódicos importantes como el Washington Post, Daily News y New York Times despidieran a sus periodistas en forma masiva. Una máquina ahora podía hacer el trabajo de 20 personas. Imaginaros cuántas personas perdieron su empleo por entonces. Las cifras subían a miles. La ciudad, en cabeza de ¨Major Bloomberg¨ planeaba, de igual modo, reactivar la actividad cinematográfica después de los atentados. El rodaje de las películas se había suspendido a manera de duelo.

Me encantaba hacer aquello; mirar el estado mental de un grupo humano a través de sus periódicos. ¨Paracaidistas norteamericanos habrían sido sitiados en el norte de Irak, según informó la cadena Al Jazeera - Estarían cercados por las tropas iraquíes y fuerzas tribales en la zona de Nenuva, cerca de Mosul…¨; The Sun; ¨Llegaron 5000 voluntarios árabes a Bagdad para sumarse a las fuerzas iraquíes - La resistencia contra la invasión crece día a día, al mismo tiempo que se hace evidente que los aliados han perdido el control de la situación…¨ Village Voice. ¨Piden a la ONU que George W. Bush y sus aliados sean juzgados como criminales de guerra - El presidente del Parlamento de Indonesia informó sobre su iniciativa, a la cual espera que se sumen otras naciones para realizar el juicio contra el presidente norteamericano…¨ New York Times; ¨Sismólogos rusos advierten de que los bombardeos masivos en Irak podrían desencadenar terremotos en la región - Las consecuencias de la guerra son imprevisibles en muchos aspectos¨, Astoria Times; ¨La Liga Arabe rechaza las acusaciones de EE.UU. contra Siria - Amro Musa, secretario general de dicha organización, dijo que EE.UU. buscaba únicamente crear confusión y que podría agravar el conflicto…¨ Diario La Prensa.

Pedí otro trago y eché una mirada alrededor. Había muchas mujeres en grupos, pero no estaban allí en plan de ligar. Sólo conversaban y discutían las imágenes sobre la guerra. Hablaban incluso con más propiedad que los hombres. A simple vista parecían más educadas que ellos, pero en un bar a las 11 de la noche eso importa poco. Al fin de cuentas, todos allí, hombres y mujeres, tenían pintas de oficinistas. No era el mismo aspecto de los clientes de fin de semana. Los obreros de la construcción no frecuentaban los bares entre semana, pues los empleos rudos en Nueva York eran fuertes y demandantes. Vos no podías dar la medida si ibas con resaca a levantar paneles de sheet-rack. Nueva York era una plaza dura. El viernes en la noche este bar se llenaría de irlandeses alcohólicos que terminaban rodando por las aceras cantando canciones folk e himnos antiguos hasta el amanecer, a veces abrazados con los mexicanos de las cocinas y a veces cortejando otras irlandesas del sector. Por el momento sólo había gente que podía llevar la noche con cinco cervezas e irse a casa.

Nueva York era una ciudad llena de historias. Si mirabas afuera, veías a alguien limpiando la nieve en el parabrisas de su carro ó a una muchacha muy bonita yendo con su ropa sucia a una lavandería de 24 Hours Open. A nadie le importaba que le vieran los calzones cagados. Vos sólo te limitabas a poner monedas de 25 centavos en la ranura, mientras hacías cuentas de lo que te faltaba por hacer. También había gente en la aceras removiendo esa última nieve del invierno, paleando con esfuerzo, mientras expulsaban grandes bocanadas de gas carbónico. Cada persona que te encontrabas en la calle era susceptible de que la invitaras a un romántico cafetín y que te soltara su rollo. Si te descuidabas, podías tropezar con los electrodomésticos y demás enceres, en buen estado, que los newyorkinos tiraban a la calle para que el camión de la basura se los llevara. Allí los dólares no estaban en las ramas de los árboles como te lo hacía creer la mitología popular, ni era del todo la ciudad que nunca duerme, como te la vendían los medios de comunicación. Pero sí era cierto que, si necesitabas un televisor o un horno microondas, sólo tenías que salir a la calle y recogerlo en cualquier esquina. Todas las noches yo me deleitaba con la escena de los inmigrantes recién llegados, arrastrando un colchón lleno de pulgas hacia sus apartaestudios recién rentados. Siempre quise escribir sobre ellos. De hecho, siempre podías encontrar un relato vivencial, de ese tipo, en los miles de pasquines literario-independientes de las librerías.

Parecía como si todo el género humano se hubiera venido a la capital del mundo y los parques de Medellín se hubieran quedado desiertos. Me sentía que estaba donde había que estar y cuando había que estar. Ser o no ser, era lo de menos. Lo importante es que en ese momento podías entrar a cualquier deli store y ponerte a comentar sobre la caída de las Torres Gemelas con testigos de primera mano, con gente que había estado a pocos metros de allí; personas que aún estaban traumadas y que tenían un psicólogo asignado por el estado. Rumanos, algonkinos, camerunenses, todo el planeta se había ido a Nueva York.

Yo no era uno de ésos que le había cogido miedo a una bomba terrorista en un tren, pero tal vez iba en ese camino. No lo sé. A todos nos afectó mucho aquello. Fue la verdadera partición de la historia moderna. Todo lo que le ha pasado a los terrícolas de ahí en adelante, surgió de aquella ciudad y de aquellos días y yo estuve ahí para medir la onda explosiva en las esquinas. Eso no me lo quita nadie y lo viví sin afanes. Yo pude detectar el tono con el que hablaban las personas antes y después de los ataques, y yo supe a qué olía la ciudad de Nueva York durante esos acontecimientos registrados en el imperio más grande de todos los tiempos.

Obviamente hablamos de una conspiración afortunada. Un lúgubre regalo del destino que ningún escritor en ciernes podía menospreciar. Sentía que aquello me había hecho olvidar de mi adicción a las Vitaminas PURO STAU QUO y a la coca, aunque podías estar muy seguro de nada. En cualquier momento podrías recaer.

Era hora de ir a casa y aporrear el teclado de ese IBM rescatado en las ruinas del WTC. No era hora de darle vueltas a lo que decía El Diario La Prensa sobre Colombia, en su sección internacional. Carlos Castaño era un mal cantado y en Estados Unidos apenas se empezaba a saber de él. Yo nunca lo conocí personalmente pero se me hacía fatigosamente familiar. Llevaba más de diez años escuchando sobre él. La primera vez había sido cuando compartía apartamento con uno de tantos suicidas en Medellín. Mucho antes de conocer a A, a B y al sicario. El suicida, quien lo era en toda la extensión de la palabra, me había informado de un lugar en la costa colombiana, donde no podías transitar libremente sin el salvoconducto del señor Castaño y su hermano. En su momento aquello había sonado fantasioso y delirante, como un Lado B de la mitología Pablo Escobar. Hoy no lo era tanto.

Cerré el periódico y lo puse donde lo había cogido. Por un momento me había olvidado que estaba en Nueva York. Miré hacia la barra y vi un montón de billetes de dólar diseminados a manera de propinas. Aquello me confirmó que ya no estaba en Colombia. En ese bar la gente dejaba su dinero al lado de sus tragos y nadie lo tocaba. Como dueño de aquellos billetes, vos podías irte al baño, salir a la calle a comprar cigarros y los dólares permanecían en su lugar. Era lo que en Colombia se llama ¨dar papaya¨. Aquí no existía ese concepto a un nivel micro y muy seguramente tampoco a un nivel macro. Antes que aprovechar papayazos, la gente de aquel bar respetaba los dólares ajenos, así estuvieran al alcance de la mano. Yo no sabía cómo entender eso. Obviamente no como un papayazo y pedí otro trago y me puse a ver la guerra por CNN.

Pude percibir que las informaciones de la televisión tenían un enfoque contrario a las informaciones de la prensa. La CNN estaba haciendo una especie de reality de la guerra, mientras que en la prensa se ocupaban de otras cosas como la historia de un haitiano que convivía con un cocodrilo y un tigre, adultos, en su apartamento del Bronx, o como la demanda que le habían puesto al periódico HOY por inflar sus cifras de distribución. En Estados Unidos eso era una cosa muy seria. No era como en Colombia que muchos diarios importantes inflaban sus cifras, y mucha gente falseaba estadísticas, y no pasaba nada. Meses después, el periódico HOY perdería la demanda y tendría que declararse en banca rota. Seguiría circulando, pero diezmado, con la mitad de sus páginas habituales y con una distribución gratuita. Con el agravante de que no prestaba ningun servicio práctico, como lo hacían otros los periódicos gratis del área.

Oh, sí. Había vuelto a hojear uno de los periódicos sin darme cuenta. Allí estaba. Tal vez era hora definitivamente de irme, pero estaba celebrando. Aún tenía dinero y los tragos me ponían muy dispersamente contento. No era Hemingway, no era París, pero era Nueva York y era yo. Alguien que muy pronto lo lograría. Estaba a punto de encontrar el tono e irme a vivir en él hasta morir, como Elvis en Graceland.

En los subtítulos de la CNN decían que el alcalde muy pronto iba a poner en marcha la ley que prohibía fumar en todos los sitios nocturnos; un modelo que después adoptarían capitales como París y Lóndres. Una rubia, que había al lado mío, quiso comentar aquello, pero yo difícilmente pude entender su acento británico. Por el tono de su lenguaje corporal sólo pude detectar que estaba enojada con la medida. Le respondí con mi versión de los hechos y seguí hablando otro rato para disimular mi falta de entendimiento. Yo era capaz de expresarme, pero tenía un oído pésimo. Luego se me terminó el dinero y me fui a la casa. En la calle vi que estaban rodando una escena nocturna de la primera película del Walt Disney, post ataques 911. Los estudios de Hollywood gustaban mucho de filmar en aquel barrio. Luego lo sabría. Cerraban manzanas enteras y parqueaban sus tractomulas a lo largo de todo el sector. A veces caminabas kilómetros y el paisaje siempre era el mismo. Montañas de equipos de filmación tan grandes como casas. Pregunté por el nombre del director y los protagonistas, a quienes cuidaban el paso de los curiosos y me quedé allí hasta el amanecer. Recé porque esos encuentros obedecieran a una especie de hermandad cósmica y de alguna manera lo eran. Mi puntería era una destreza que se afinaba sola, de manera automática.

45.

Pues bien, aquí estamos. En una ciudad. Afuera es América, hay hielo, y adentro estoy yo, con un corazón a todo vapor, recostado sobre algún teclado electrónico. Había pedido tranquilidad y la tenía. Lo mismo con la paciencia. Había pedido respeto por lo que hacía y estaba disfrutando de él.

Muchos amigos, especialmente argentinos y gringos, me llamaban de vez en cuando y me preguntaban por cómo iba la novela. Me decían que debería pensar en publicar, que empezara a tocar puertas, pero yo les contestaba que no tenía afán con eso; que todavía me faltaban veinte títulos, entre académicos y literarios, antes de sentirme con el derecho a publicar.

No quería ser parte del ramillete timador. Con certeza sabía lo que se cocía entre estas manos. EL EMPELICULADO no merecía ir a imprenta, pues iría a decepcionar a mucha gente. Era una novela de bajas pasiones, escrita a los brochazos. Una novela, como aquella, nunca podría encajar en el canon. Era premeditadamente torpe, equivocada, sin resonancia universal ni resortes narrativos; adelantada a su tiempo.

Yo ya había testeado el ambiente mandando un primer capítulo a la revista ANARQUISMO NEGRO de New York, subsede Alaska.

¨¿Qué fue eso?¨, me preguntaron los últimos reductos de las Panteras Negras, ¨¿a dónde se fue el autor de ESCRITO EN LA NIEVE?¨, insistieron.

¨A ninguna parte. Aquí estoy¨, contesté.

Les dije que mejor les iba a mandar un primer borrador del resto de los capítulos y así lo hice. Tampoco entendieron. El aluvión de críticas no se hizo esperar. ¨¿Qué es este melodrama?, además… ¡está mal escrito!¨. ¨¿Es posible que alguien tenga tanta capacidad del ridículo?¨, me pusieron en la solapa del manuscrito, a vuelta de correo.

Y era cierto. Nunca pensé en una carrera, pero tampoco le tenía miedo a los suicidios sociales. En lo personal sentía más bien que me estaba ejercitando para cuando estuviera filmando mi primera película. La edad de 50 años era mi plazo. Si a los 50 años no lo lograba, desistiría de ello. Ese era el límite de mi espera. Hay muchos directores que necesitan toda una trayectoria para expresar lo que tienen por dentro. Yo opinaba que a mí me era suficiente con una sola película.

Mientras tanto, Internet era una oportunidad excelente para practicar. Lo de tener una opción económica con el cine era una cosa que a ningún colombiano cuerdo le pudiera caber en la cabeza. Tenías que estar muy desfasado si pensabas que el cine te iba a servir de sustento. Pero yo me sentía impelido a insistir. Lo mío iba por otro lado, aunque también necesitara cierta holgura económica.

Por fortuna, ahora los misteriosos cheques seguían llegando. A veces, un pequeño rellano en las largas escaleras que llevan al cielo, es lo que necesita un narrador. Una hamaca en el octavo piso, para tomar un poco de aire, nunca viene nada mal. Debía sentirme agradecido por ello. Ya no más trabajos como repartidor de directorios telefónicos, ni como instalador de alfombras y aires acondicionados, ni como reparador de techos ni como pintor-escritor de brocha gorda. Tal vez debía mudarme o algo así. Tal vez podía conseguirme un buen apartamento para mí solo, pero no sabía a ciencia cierta hasta cuándo iba a durar aquello.

De alguna manera estaba cansado de vivir en cuartos alquilados, a expensas de la situación anímica de extraños. En Nueva York todos lo hacen en sus primeros años, pero después uno se cansa de esas cosas.

Hacía apenas unos años atrás, yo había recorrido las calles cubiertas de nieve, con pocos dólares en el bolsillo y una maleta a cuestas, precisamente huyendo de una situación como ésas.

Sentado junto a la ventana, recordé esos primeros días. Estaba recién llegado y no conocía a nadie. Yo tenía un familiar en Estados Unidos pero él viajaba mucho y casi nunca estaba en la ciudad. Era un tío que sólo venía los domingos a dirigir un equipo de fútbol que él mismo patrocinaba. Aquella noche, yo no tenía a nadie quien me indicara ni la más mínima coordenada. Pero era bueno haciendo amigos y esa certeza me llenaba de confort.

El lugar que me había recomendado la agencia, era la casa de una anciana que se dedicaba a recoger botellas en las calles. No las vendía. Simplemente se dedicaba a recorrer las calles con un coche-cuna y lo atarugaba de envases vacíos para acumularlos en la sala de su apartamento.

El lugar obviamente olía a tufo de borracho podrido, pues la mayoría de las botellas eran de cerveza que ella nunca lavaba. Tenía esas latas por años allí. Era una vieja loca. Nunca oía lo que vos le preguntabas. Tampoco se bañaba. La tina del baño estaba empolvada y las cucarachas rondaban como los ejércitos de la guerrilla colombiana por las fronteras con Venezuela.

Era un New York de película, que siempre me había interesado conocer. Viviendo en esa casa, me sentía grabando las primeras secuencia de Seven, esa película protagonizada por Bratt Pitt, donde el sol sólo sale al final de la trama. Del resto no veías nada. Solo los semi-iluminados siete pecados capitales. Como los cuartos de aquella casa.

Recuerdo que solía llegar cansado de trabajar y me echaba a dormir hacia las cuatro de la tarde. Luego, a las cinco, varios radio-relojes activaban sus alarmas y se quedaban con aquel estruendo manifiesto durante horas. Rayos. La vieja estaba sorda. Cada tarde me tenía que levantar, atravesar la maloliente casa y desactivar las alarmas. Era imposible soportarse aquel ruido. Era como si alguien anunciara cada día la llegada de los veinticuatro jinetes del Apocalipsis.

Era misterioso: la vieja nunca estaba en casa, pero de repente ibas al supermercado y te la encontrabas en cualquier recodo con su coche-cuna repleto de latas vacías.

Fue un largo diciembre. Pero, para el mes de enero, yo ya había puesto pies en polvorosa. Ahora las cosas eran distintas. El último cheque, de hecho, no tenía en qué gastarlo. Había pagado la renta, me había comprado una cámara de video y un computador, tenía el closet lleno de ropa y a mis primeras tarjetas de crédito en USA.

Quizás debía dignarme a mandar plata a Colombia. No lo sé. Pobre madre mía, también se había creído el cuento de que mi padre había muerto y que era preciso enterrarlo con honores.

Viejos compañeros de trabajo se preguntaban de dónde estaba sacando yo tanto dinero. No había vuelto a trabajar, ni en las bodegas de New Jersey, ni atrapando hongos en los sótanos inundados de Brooklyn. De igual modo, había cancelado mi disposición permanente a las compañías de mudanzas. No más pianos al hombro en los edificios de Manhattan. Ahora me la pasaba turisteando por la Gran Manzana.

Quería investigar el origen de los cheques, así que me fui un domingo cualquiera a visitar a mi tío. Pensaba que tal vez él estaba enviándomelos.

Helo ahí, en medio del Parque Flushing Medeaws, con sus muchachos, sacando la alineación para el partido de turno. El sol brillando en el cielo. Pelotas de caucho rebotando en la grama. Los hijos de los jugadores corriendo de un lado a otro. Casi todos ellos eran ex jugadores del fútbol profesional colombiano. Yo había crecido oyendo sus nombres por radio y televisión y ahora me trataban como a un miembro de la familia.

Todos los amigos de mi tío me llamaban ¨EL SOBRI´¨. Recién llegado a Nueva York, incluso, había jugado un par de partidos con ellos y les había mostrado cómo se jugaba el buen fútbol del Medellín de los 90´s. Ellos venían de otros años, de los 70´s y de los 80´s acaso.

Yo me había vuelto un crack cuando ellos ya habían emigrado. La mitad del equipo tal vez no había llegado al profesionalismo, pero también la movían. Todos estaban metidos de alguna manera en asuntos oscuros. De vez en cuando se me acercaba alguno y me decía: ¨todo bien, sobri´, si algún día necesita hacerle la vuelta a alguien, es sino que nos diga, pero no se vaya a dejar faltar de nadie, ni aquí ni en Colombia¨.

¨Todo bien¨, les decía yo.

Mucha de esa sustancia se filtraría también en el EL EMPELICULADO. Me caían bien esos tipos. Quería hacerles un homenaje en su forma de hablar. Mi tío no debía enterarse de ese tipo de ofertas tan escuetas, pero yo sabía que con él también podía contar. Alguna vez me había presentado a gente dura, gente que llevaba años estando a la altura de la capital del mundo. No eran ¨mariquitas-blandengues de título profesional¨ los primeros colonos colombianos de Nueva York. Era gente que había crecido con una Nueva York más real que las demás; la Nueva York de los cojones. La Nueva York de estar pagando unas empanadas en una tienda y sentir que alguien te ha empezado a disparar en la espalda. La Nueva York de vos tirarte abajo de una mesa con tres balas en los pulmones y luego alcanzar el baño y esconderte allí hasta que el asesino acabe de vaciar todo el proveedor. El aviso que reza ´GENTLEMAN ´ manchado de sangre. Bueno, era otra Nueva York. La Nueva York que en todo caso ha mantenido políticamente a Colombia por muchos años.

De todos modos, mi tío me estaba asegurando que no era él quien mandaba esos cheques. Aquel domingo me quedé viendo un par de partidos y me fui temprano a casa. Había una fiesta pero la música de la colonia colombiana en New York siempre me ha sonado como a tijeras cortando icopór. Sin embargo, cuando me disponía a entrar en la estación, mi tío me alcanzaría en un Audi del año. ¨Suba, sobrino, tenemos que hablar¨. Subí al auto y luego aparcamos frente a un Dunkin Donuts. Nos quedamos conversando adentro con el motor apagado. Yo en la silla del copiloto.

-Qué es esa cosa de que se nos volvió escritor.
- Nada tío, sólo es un embeleco, por joder. Es que no encuentro qué más hacer con el tiempo que me queda libre. Tengo que aprovechar. Es una ciudad de artistas.
- No es sino que me diga y yo le doy para que se meta a hacer una especialización en una universidad.
- Eso no lo enseñan en ninguna parte, tío. La literatura es como la adolescencia: inventos del mercado para crear franjas de nuevos consumidores. Déme más bien para comprarme un carro como estos.
- Ah, eso sí que no. Yo no le voy a dar pa´ mecato. Vea a ver que se va a poner a hacer en la vida, pero que lo haga bien hecho. Acuérdese que yo soy su papá acá en Estados Unidos y tengo que velar porque salga adelante en este país. No puedo dejar que se me quede lavando baños, porque después ¿yo qué le digo a su papá?.
- Yo vine a mirar, tío.
- A mirar? … vaya con ese cuentico a Roma.
- Ese cuentico fue el que le eché a la cónsul cuando me dieron la visa para venir acá. Y funcionó.
- Por eso le digo. Póngase entonces a escribir.
- Qué risa me da, tío. Pero gracias.

Abrí la puerta y me bajé.

¨Ya sabe, ¿no?¨, me gritó mi tío, a la distancia.

¨Ya sé¨, pensé, ¨tremendo pajazo mental el que nos estamos metiendo todos en esta vida, tío.¨

Luego volví a casa y me dispuse a enviar EL EMPELICULADO por Internet. Fuck las editoriales, fuck el arte para los superdotados. Sabía que muchos se reirían de la novela, pero en mi opinión ella denotaba el excelente momento por el que estaba pasando. Por lo menos estaba en una ciudad donde todos tenían su arte y, bueno o malo, no les daba pena mostrarlo.

Acaso quién me creía? Mi literatura no era tan especial como para estar en una sagrada librería. Era para moverse entre correos electrónicos. Yo venía de un país desbordado de vergüenzas medievalmente católicas en cuanto a creatividad.

En realidad, Colombia siempre ha sido un país de gentes avergonzadas y no es para menos. A las familias colombianas les daba pena todo lo que tuviera ver con la expresión, pero no les daba pena tener un estado fallido por donde quiera que se le mirara. Yo era uno más entre un millón de escritores anónimos en Nueva York. Uno más entre millónes y millones en todo Estados Unidos. Si te ponías a conversar con algún extraño en el laundry, éste de alguna manera llegaba al tema de una novela que había estado escribiendo ó al de alguna película en la que había participado.

Perdón, es que estaba en Nueva York. Debía aprovechar. En Estados Unidos no corrías con el riesgo de que un cura sin sotana te quemara en la llama de sus hogueras.

43.

Después de muchos meses de estar trabajando en EL EMPELICULADO, yo sentía que necesitaba volver al mundo real. Me había metido en un mundo interior el cual nunca me imaginé que pudiera existir. Ni siquiera todo lo que hubiera de externo en aquellos personajes me era familiar. Necesitaba saber quiénes eran esas personalidades que habían invadido la pequeña habitación. Era un mundo en el que no cabíamos todos. Alguien sobraba en esta historia de amor y por supuesto que no podía ser yo y, para investigar, debía salir.

Mi mundo se había reducido a conocer restaurantes étnicos y a volver a casa para terminar la maldita novela. Entre un lugar y otro, no tenía chance de medir el PH de la ciudad y muy poco para interactuar con alguien que no fueran las 10 mujeres que más me habían marcado en mi vida; y que ahora sólo eran imaginarias.

Los hitos históricos que dominaban la audiencia newyorkina seguían siendo los mismos de los 90's. Bill Clinton , Monica Lewinski y Kurt Cobain se habían ido, pero todavía quedaban Friends, Sex and The City y Seinfield.

Rayos! Yo no tenía nada contra los nuevos sitcoms, pero me negaba a creer que la manía empresarial hubiera perdido hasta el más mínimo ápice de moralidad. En mi opinión aquello podía ser de otro modo. Había muchos programas de televisión en el pasado que lograron salir adelante por sí mismos.

En Friends, por ejemplo, no perdían oportunidad para estereotipar a los latinos. Para ellos, nosotros éramos una comunidad invisible hasta que necesitaban de un Junot Díaz que hiciera de tonto o de diabólico. Lo peor de todo es que siempre lo encontraban y, en la mayoría de los casos, acertaban. No faltaba el actor boricua que se prestara para interpretar papeles denigrantes o de connotación peyorativa. En lo que a mí concernía ellos tenían su derecho a ganarse la vida como mejor pudieran. De algún modo, esa intermitente luz roja, junto al retrete y al fondo del teatro, simbolizaba la forma en que los gringos necesitaban vernos.

Pero yo no me veía representado en ese otro tipo de prostitución transcontinental. Era hora de romper aquella rutina. Pensé que tal vez podía salir a buscarme un trabajo handy y corroborar lo planteado. Tal vez me estaba perdiendo al verdadero Nueva York. Un trabajo en la cocina del Plaza Hotel no me vendría mal. Lo malo es que a vos nadie te daba esa clase de trabajos cuando tenías cierto tipo de ideas en la cabeza. Los dueños de restaurantes no pueden ser estúpidos en una ciudad de restaurantes. No a la manera como se suele entender el término. Ellos te miran de arriba a bajo y calibran el grado en que podés someterte a un salario de esclavo y otros vejámenes. Tal vez yo también había llegado diez años tarde a la capital del mundo. Tal vez con diez años menos hubiera pasado más fácilmente por burro de carga, pero ahora, a mis treintas, no lo parecía. Yo era fuerte y hábil, pero no dócil. Nadie querría a un cerebro en su estaf. Acaso un robot de carne y hueso.

Tal vez tenían razón. Yo no era el tipo de inmigrante al que se le podía dar en la cabeza y eso lo podía comprobar cualquiera con solo mirarme a los ojos. Había un destello especial en mi mirada que facilitaba ver el hueso duro de roer que llevaba por dentro. Una amenaza para cualquier esfera que representara poder. A veces tu talante de líder dominante es algo que no te hacía sentir orgulloso del todo y, por mucho que lo tuvieras controlado, no podías evitar que se te exhumara por los poros.

Salí de casa a tomar un poco de aire y a estirar las piernas, después de haber estado escribiendo todo el día. En aquel tiempo el Museo de Arte Moderno funcionaba transitoriamente en mi vecindario. En realidad vos solo tenías que caminar hasta la esquina y ahí estaba el Momma con sus obras originales de Duchamp y de Picasso. Era realmente fascinante estar allí. Todo lo que el hombre había conceptualizado sobre la estética en 30.000 años de cultura, ahora se venía abajo, de un solo brochazo y con un ring oxidado de bicicleta.

Vos tratabas de ver en verdad el sentido pluriperspectivo del cubismo, pero no lo podías encontrar. Necesitabas de muchos años de adiestramiento para enfrentarte a unos originales como aquellos, aunque, en persona, sentías la magnificencia de las obras maestras más famosas.

También había propuestas que te hacían dudar de todo. Muchas de ellas te daban a creer que el imperio construía sus propios mitos y los empacaba muy bien para vender su modelo de vida, como paradigma ideal entre todos los mortales. Eso estaba bien. Por mí todos los viejos y empolvados intelectuales con título podían irse a freír espárragos. Podría suscitarse mil veces la repetición de una quemazón de libros y yo volvería tranquilo a casa, pondría a correr el agua caliente de la ducha y encendería tranquilo la televisión.

En realidad, el arte con mayúsculas me tenía sin cuidado. En caso de incendio, el único autor que yo querría rescatar de entre las cenizas sería Richard Brautigan y no por la calidad de su literatura sino porque era uno de los pocos autores digeribles al colon.

Voy a ir al grano: nunca me han interesado los escritores que no lo hubieran intentado antes con el cine. No me interesaban los que no hubieran transitado por mi mismo camino.

En cuanto a EL EMPELICULADO, no sabía cómo continuarlo. Me había quedado sin fórmulas. Ni siquiera me había enterado por qué, y cuándo, me había embarcado en él. Si bien me gustaba escribir, tampoco había planeado asumir la literatura como un estilo de vida. Yo había escrito cositas ante mi imposibilidad de expresarlas en cine. De seguro, si hubiera tenido los medios, no estaría escribiendo una novela. Al lado del séptimo arte, la escritura siempre me había parecido un arte inferior, una válvula de escape del siglo 20 para las naciones que no tenían una industria cinematográfica.

Era paradójico. El Empeliculado había nacido de una terrible incapacidad para emocionar con un producto, como lo hacían esas series que tanto me gustaban de la televisión. Pero, al mismo tiempo, también sentía que estaba escribiendo una obra maestra.

8.

A ciencia cierta, nadie en aquella casa hablaba demasiado de cómo había muerto Trujo ni de cuál era el tipo de poesía que hacía. Solamente una vez A había mencionado que lo habían encontrado muy frito en su casa de campo, con sendo ataque al corazón. Tal vez B también me había complementado aquella información, agregando que Trujo se le había pasado dándole al perico o algo así. A mí la verdad todo aquello me tenía sin cuidado, quizá tan poco como a B.

Tal vez me preocupaba el estado tan lamentable en el que cada día iba cayendo A. Vaciaba botellas enteras de aguardiente en nombre de Trujo y luego se pasaba noches enteras vomitándolas junto a los kilos de perico que solíamos aspirar. Algo se me encogía el corazón cuando la veía llegar del cementerio, tambaleándose contra las paredes y recitando poemas de Borges, dizque porque era el escritor favorito de Trujo. Tenía que ser alguien muy refinado ese Trujo, pensaba yo. A veces se ponía tan mal A, que yo tenía que salir a media noche en compañía del hijo de B, para buscar una medicina en alguna farmacia. El problema es que fumábamos tanta marihuana con aquel adolescente que casi siempre se nos perdía el camino del retorno a casa.

Extraviados en tu propia ciudad.

Era como si un tocino se perdiera en la cocina de una salchichonería. Generalmente, para cuando llegábamos, encontrábamos a A en estado catatónico y teníamos que resucitarla con un chute de algo entre sus venas.

Mientras me mecía en una de esas hamacas, pensaba en aquellas cosas. ¡Ah! La muerte. Cosa tan misteriosa. De repente sentías que estabas vivo, pero también te dabas cuenta de que también te podías morir. O sea, no estar más. Ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo. El refugio definitivo. Si estabas buscando un lugar al cual escaparte, y si estabas cansado de huir a otra ciudad ó a otro país ó a la casa de otra gente, ¡pam! Ahí tenías la muerte. Una conciencia fatal. ¿Y después qué? ¿Había otras oportunidades? ¿Qué tal si uno se arrepentía? ¿Había un ´donde´ para arrepentirse? ¿Un cuando? No. Tal vez era el ´no más´. Qué concepto tan grande y a mí aquella marihuana me estaba poniendo en un planeta poco deseable.

Quité el casette de música portuguesa y sintonicé a Radio Reloj. Quería saber la hora. Las 5 y 30 de la tarde y todos seguían durmiendo. 38 muertos en el parte de la policlínica municipal. Pensé que era hora de hacerme otras dos rayas, pero mejor dejé lo que me quedaba para más tarde. Las carreteras estaban atestadas de turistas. Venían tiempos duros. Era fin de año y yo sentía que esa cosa del tiempo me estaba matando. Yo odiaba los diciembres en Colombia. Odiaba los eneros con esa cantidad de puentes. Yo odiaba que fuera lunes porque a alguien se le había ocurrido sentenciar en algún lado que ese día tenía que ser lunes. ¿Por qué? ¿Por qué uno no podía hacer cosas de viernes por la noche un martes por la mañana? ¿Por qué vos no podías hacer determinadas cosas sin importar qué día fuera y especialmente en Colombia?

Tal vez las cosas en otros países serían distintas. Tal vez otras ciudades del mundo no serían tan morideros en festivos, como lo era una ciudad colombiana. Tal vez otros países no tenían tantos puentes como los tenía Colombia. Eché una mirada a la calle allá afuera y me volví a tumbar, espantado, en la hamaca. La ciudad aterrorizaba de lo sola. Nada abierto. Cero autos. Cero mujeres bonitas en las calles. Era la última semana de diciembre y todavía me faltaba superar a enero. ¡Qué mal la pasaba yo en aquellas fechas! Bueno, podría escaparme a algún lugar de veraneo y sobrevivir a la tiranía del calendario romano, en medio de una sarta de vallenatos y familias agobiadas por sus propias pequeñas tragedias intrínsecas. Los eneros para mí eran como lugares, no conceptos. Los eneros para mí eran también como los sábados a los cuáles yo veía como parajes donde te trataban mal. Eran como decir ¨la calle Martes con avenida 1984, justo al lado de la salsamentaria septiembre donde siempre te atienden con un aguacero como bienvenida¨. Eso. Como lugares mismos dentro de la ciudad en sí. Así eran las mediciones temporales para mí y aquella marihuana definitivamente estaba haciendo lo suyo.

Como a las 6 de la tarde el hijo de B se levantó. Las sombras caían sobre la ciudad y yo seguía en aquella hamaca. Le había empezado a dar al ron. El hijo de B vino hasta el balcón con una pata de marihuana y nos pusimos a hablar. Preguntaba la hora cada 5 minutos. Estaba descontrolado. Venía a Medellín y se ponía a fumar marihuana como un loco.

- Oiste, bacana tu novela – me dijo. – Me recuerda el estilo de Andrés Caicedo, algo así como Bukowski, ¿cierto?

- Mirá – le dije yo – eso es como si le preguntaras a Cerati que si el estilo de Soda es como el de los Rolling Stones. Seguramente te va a decir que sí, pero también te va a enumerar otros 3 millones de grupos de rock con sus consuetudinarios subgéneros. Lo que pasa es que aquí somos tan montañeros que todo lo que nos parezca beat lo tiramos a comparar exclusivamente con Caicedo o con Bukowski, porque no conocemos más. Pero escritores de este estilo hay por millones a lo largo y ancho de la geografía orbital. Y las diferencias entre uno y otro son tan sutilmente abismales que no podríamos creer la magnitud de nuestra estrechez mental, y no es nada personal con vos.

- Yo sé – me dijo el hijo de B. – Te entiendo; yo sé lo que es eso. Me interesan ese tipo de escritores. Me imagino que por su forma de ir al frente la mayoría son norteamericanos, ¿a quién me recomendás para empezar? Me gustó mucho tu novela y me gustaría leer otros libros parecidos.

- Mirá, podrías empezar con Kurt Vonnegun en inglés, o con Bret Easton Ellis… hay muchos, demasiados, por millones, pero esos dos son los que se me ocurren por ahora; más que un sello es un estilo, consulta la historia beat y sus implicaciones, las cuales empezaron como un proyecto político de propaganda gringa, pero que estilísticamente podrían tener sus raíces en los rusos. Los alemanes también le han venido trabajando al asunto. Lee a Benjamin Lebert. Con todo respeto, te digo, en este mundo no todo es vaquitas y caballitos. El hecho de que Colombia se obstine en ser una finca con cajero electrónico, no quiere decir que nos merezcamos estos dirigentes agropecuarios.

- Pero tus cortometrajes se desarrollan en zona rural, yo he visto un par y son sobre campesinos.

- Tenés razón, pero es una forma de aplicarle la sicología invertida a mis críticos. Sabés que mis cortos tienen un montón de audiencia entre los periodistas de Bogotá y ellos son un poco como la opinión pública de este país, como los niños en las ferias. Para que digan blanco vos tenés que ofrecerles negro. Es un país muy infantil este Colombia. Su periodismo es como un bus de barrio: que prende empujado.

- Ah, ya le metiste política a esto - dijo el hijo de B - me voy.

Y se fue.

Yo me quedé un rato escuchando a Radio Reloj. El locutor hablaba de un taco en la autopista, a la altura de la Estación Poblado. Luego me puse a pensar en la muerte y en el tiempo y a mirar los edificios del centro de la ciudad, los cuales ya habían encendido sus luces.

Más tarde vi al hijo de B tumbado frente al televisor, en medio de una nube de humo. Daban cierto documental en el canal de la BBC. Los demás seguían dormidos.

13.1.10

30.

Mi siguiente trabajo fue en el Astoria Times. Un periódico griego de Queens, de tiraje discreto. De alguna manera yo estaba harto de limpiar los apartamentos del Ground Zero y de robar compulsivamente. Aquellas dos labores eran consustanciales al momento histórico post atack. Robar y limpiar.

El negocio funcionaba de la siguiente manera. Las grandes compañías de limpieza serruchaban sus contratos con las aseguradoras de las Torres Gémelas y alrededores. Simple. Del mismo modo, las pequeñas compañías de limpieza tenían que serruchar ganancias con las aseguradoras que las subcontrataban, por cada contrato adjudicado en la zona de desastre. Y estamos hablando de grandes, grandes, grandiosos contratos.

Entonces, es ahí donde aparecemos nosotros. Unos cuantos latinos que habíamos ido a lavar platos a Estados Unidos. Éramos la última pieza de un engranaje siniestro que movió millones y millones de dólares. O sea. Hablamos de los millones capitalizados por otra mafia más en New York. Nosotros hacíamos el trabajo sucio y ellos obtenían ganancias astronómicas.

Por supuesto que aquellos inmigrantes latinoamericanos también estaban enterados y alertas ante esta situación. Todo el mundo se estaba llenando los bolsillos con la caída de las Torres, menos nosotros. Así que teníamos que cobrárnoslas por nuestra propia cuenta. Por demás, la mayoría de colombianos éramos sobrevivientes de la crisis del 98 y nos sentíamos en la obligación de mandar remesas a nuestra amada patria. Mejor dicho; nos sentíamos en la obligación de apagar aquel incendio que una clase empresarial nunca pudo sofocar, por estar patrocinando grupos al margen de la ley, y por estar posicionando a Shakira y a Juanes en el escenario internacional.

Total, empezamos a robar desaforadamente. Otra taza de mierda criolla se había desbordado a finales del 2003, en el imperio. La mayoría de quienes trabajamos, en ese momento y lugar históricos, nos dedicamos a meter goles compulsivamente. Ahora entiendo por qué la gente de estratos altos en Colombia es tan prevenida con las muchachas del servicio. Muchos de ellos temen que les hagan lo que ellos hacían en Estados Unidos. O sea. Robar mientras se limpia. Ya lo decía el viejo y conocido refrán: ¨el ladrón juzga por su condición¨. Esa gente que se dedicaba a trastearse relojes, anillos, computadores portátiles y celulares, por lo general tenían propiedades en el país de la cocaína y algún día pensaban volver allí, para disfrutar del fruto de sus esfuerzos.

Bueno, ahora yo tenía este trabajo en el periódico. No me vería obligado a contagiarme con esos patrones de conducta colectivos, bastante provocativos como endémicos. De alguna manera estaba cansado de ser todos los días un recolector de algodón, quien llegaba exhausto a casa y se ponía a tocar un blues. El invierno entraba con toda su imponencia. Los árboles sepultaban las aceras con sus rojos océanos otoñales. Mucha gente se encargaba de darle ambiente al lugar. Entre ellos, el Gran Combo de Puerto Rico, el cual resonaba en todas la calles de la Gran Manzana con su canción ¨Me Liberé¨.

También John Pizarelli y Robert Cray pululaban por ahí, revoloteando en los bares del Greenwich Village. Diablos, quería volver a ver a Cray. Era un chamán. Se había ganado cinco Gramofonitos y le había salvado la vida al blues. Lo había visto una vez en el Lennox y otra en el B.B. King, pero quería hacerlo por tercera vez. Norah Jones también estaba bien, pero no sabías a ciencia cierta si era pop o jazz. Era una cantante que te llenaba de incertidumbre, pero su álbum estaba sonando en todas partes. Del mismo modo, Gus Gus, Gotan Project, Barry Adamson, Sidesteper, Macy Gray y John Mayer decían ¨hola¨ al nuevo milenio. Six Feet Under empezaba una nueva temporada. Alberto Fuguet hacía lo propio con su novela POR FAVOR REBOBINAR en bibliotecas y librerías.

Me dediqué a estudiar la obra del chileno. Hablaba mucho de cine. Sentía que me encantaba y que se parecía mucho a lo que yo quería decir. Pero indudablemente nuestros enfoques eran diferentes. Se notaba que Fuguet escribía para otros escritores y para otros cineastas y que le gustaba regodearse en ámbitos así. Nunca he entendido eso. Que los escritores desarrollen una compulsiva necesidad de comunicarse con otros escritores, o sea, con sus semejantes como si fueran animales de cautiverio.

A mí me sucedía lo contrario. Entre más conocía a otros escritores, o cineastas, más tendía a evitarlos. Yo no quería escribir para el deleite de otros artistas ni soñaba con amistades creativas. No me eran del todo confiables. Me veía demasiado reflejado en sus mecanismos. Yo quería escribir ficción para que me leyera gente distinta a mí y quería cosechar lectores anónimos, que no manifestaran necesariamente esas imperiosas compulsiones de expresarse. Ahora entendía esa fascinación de los escritores por otros escritores reticentes a las entrevistas. No los veían como una amenaza. No competían con ellos. No invadían ese pedazo de estrado que querían conservar para ellos solos. Ingenuamente, creías que la gente ordinaria, normal, como la que trabajaba con vos limpiando baños, algún día se animaría a leer por lo menos e’mails.

Yo estaba harto de los artistas sensitivos; venía huyendo de ellos, y lo último que quería, era escribir para que me leyeran mis colegas. Alberto Fuguet sí. Venía de uno de esos campus de escritores que se inventan los gringos para alimentar el mercado editorial interno, y toda su lucha iba encaminada a ganar la aprobación del mundillo. De alguna manera la obtuvo. Logró que lo leyeran los gringos, y los agringados, y acaso una buena porción de los clasemedieros latinoamericanos más aburguesados del exilio.

Pero el tiempo me daría la razón. Hoy en día Albertico es uno de los lagartos más coluos' que recorre los lobbies internacionales, en busca de reconocimiento social, como si hubiera cometido alguna fechoría o algo así. La energía que se debería estar gastando en la pluma, ahora se pasaba desperdiciándola en relaciones públicas. Eso hizo que nunca pudiera superarse a sí mismo para escribir algo mejor que su segunda novela. Su primera novela Sobredosis, está bien. Y su libro de cuentos también. Pero no deja de ser un escritor desfasado. Ni de aquí ni de allá. Hoy todos sus lectores nos preguntamos, Por qué no costea sus propias pelis si es tan high class como dice ser? Fuguet, como buen escritor, era solamente un prestidigitador k te ponía a fantasear, un poco, con cierta manera de hablar.

Yo no quería eso. Así que me puse a escribir una novela como POR FAVOR REBOBINAR. Me metí en el rol y forcé un estilo como si me estuviera dirigiendo al gremio de camioneros colombianos. Quizá quería hacer una novela que a mí me hubiera gustado leer si no hubiera ido a la universidad. No lo sé. Tal vez debí de hacerlo de otra forma. Pero aquello fue lo que me salió. Una suerte de literatura social que se pareciera más al canto folklórico. Acaso una suerte de relato juglar que representara a los colombianos desde el escenario en el que yo me encontraba parado. Tampoco quería contar historias tipo Victor Gaviria. Las novelas de García Márquez eran tema aparte. Estaban hechas para complacer a Álvaro Mutis y demás poetas con pedigrí, y para el deleite de las estructuras de poder.

Yo quería escribir una novela que no beneficiara a nadie. Eso es todo. Una novela sin complacencias que se dejara leer por la masa. Tampoco quería escribir una especie de himno cuando-las-vacas-desfilan-
hacia-el-matadero-tipo-Vallejo, como la mayoría de las novelas latinoamericanas; pero sí quería una obra que perjudicara hasta a su mismo autor. O sea. A mí. Esa era mi concepción del arte en aquella época. Un aguijón perforándote un trozo de la piel e inyectando un cóctel de Thiner y Baygon en la yugular. Acaso una suerte de estrofa a lo Cleaning out my closet.

De ese modo nacería EL EMPELICULADO. Una novela que iba a escribirse por una mano oscura sin poder. La situación con ¨ESCRITO EN LA NIEVE¨ me había dejado exhausto. Quería alejarme de todo lo que representaba ese laboratorio dadaista. El punto de partida para EL EMPELICULADO había sido una imagen que me traía obsesionado desde Medellín. Se trataba de una soleada mañana en el Parque Bolívar, cuando había visto al protagonista de La Vírgen de los Sicarios. Al menor. Había participado en el elenco protagonista, había dado entrevistas, había salido en la prensa, pero allí estaba de nuevo. En el mismo lugar de donde lo había sacado Barbet Schroeder. De la calle. Quizá estaba vendiendo droga. No lo sabía a ciencia cierta. Pero la imagen de ese muchacho, vagando por los parques, me perturbó profundamente. ¿De qué le había servido trabajar en el cine? Era una pregunta que también a mí me concernía.

Mantuve aquella imagen en la cabeza y con ella me puse a escribir El Empeliculado. Era una historia que ya tenía profundamente digerida. La fábula de un tipo que se encuentra con el cine accidentalmente y por ese hoyo negro se le va toda su vida. Como escritor, yo también quería recuperar algo de aquel espíritu rural con el que había escrito mis primeros guiones en Colombia. Ahora no estaba dispuesto a ceder ante el paso avasallante de los urbanos. Lejos habían quedado esas historias de extraterrestres visitando la tierra para tomarse una foto con la Casa Blanca al fondo.

Mientras tanto, escribía por encargo para el Astoria Times. Fue la única temporada en que el ¨Astoria¨ tuvo una separata en español. Yo podía publicar lo que se me diese la gana, pues ninguno de mis compañeros entendía mi idioma, ni siquiera el director que me había contratado. Sólo los latinos de Queens. Empecé haciendo reseñas culturales, pero terminé opinando y legitimando a unos pocos artistas hispanos. A otros tiraba a hacerles sugerencias de los rumbos a seguir. Me sentía amo y señor de la verdad estética, lo cual no es más que otra forma de las materializaciones que pueda tener el ridículo en la república independiente de la creatividad. Dos o tres gatos, que me escribían vía correo electrónico, me ayudaban a plantar truchas en ese charco de Clorox que eran mis pulsiones de comentarista. Já. Qué estúpido me veo a la distancia. Me hacía el modesto, ¿viste?, así, como si fuera el más humilde, ¿viste?, como si fuera un líder juvenil escribiendo la catequesis en una hojita parroquial. Terminé, pues, usando una columna para convertirme en lo que siempre había evitado. O sea. Uno de esos tipos de los que siempre hay que sospechar. De esos que se la pasan haciéndose propaganda públicamente de lo buena gente, aperturistas y cordiales que son. Así, tipo Hitler, ¿viste?, nunca bebo, nunca fumo, soy un tipo correcto. O sea. Terminé convertido en una de esas aguas mansas.

Total, lo dejé. Acaso ¿qué me creía? Había aprendido a poner una tilde y a correr dos comas y ya me creía con el derecho de banderiar públicamente a las personas que trabajan duro para lograrlo, o para curarse. Sin embargo, la masa, la cual no es poco estúpida, me creyó. Todos mis buzones volvieron a colapsar. La línea telefónica de casa infartó. Sin quererlo, de nuevo me había convertido en una figura religiosa de alto estatus, una especie de brujo yerbatero que publicaba comentarios para un público hispano en Estados Unidos. Tres o cuatro vendedores de documentos falsos también empezaron a frecuentar el techo de la casa donde yo había rentado una habitación. Cada noche los escuchaba haciendo juerga sobre mi cabeza, a costa de mis columnas. Cada tiraje del Astoria Times se convertía en una locura mestiza. Con esa farsa alcancé a pagarme la renta por unos cuantos meses, hasta que llegó el mes de noviembre. Época en que la ciudad se había llenado de guirnaldas y de gruesos abrigos y de guantes y de gorros de lana para el frío. Entonces, también lo deje. Una chamba de menos, una de más. Qué más daba. No quería pasar mi navidad haciendo el oso como comentarista de arte.

La rutina de la gente de Nueva York se mitigaba trabajando sagradamente. Por las tardes veías a los trenes escupiendo multitudes de personas en las estaciones. Miles de obreros regresando a casa, con ganas de pegarse una ducha y tirarse frente al televisor. También vos podías irte a pasear por Brodway, ver vitrinas, oler el espíritu de la navidad y pensar qué regalos ibas a comprar o qué estrategia ibas a tomar para no pasarla tan solo el día de acción de gracias. Yo por fortuna no lo estaba. Pero me gustaba estarlo. Me había enamorado de una colombiana en un concierto de Charly García y, a un nivel platónico, aquella traga estaba muy bien. A veces entraba a comprar un café un viernes en la noche y veía los Dunking Donuts atestados de gente solitaria. Entonces me replanteaba mis predilecciones por la soledad. No había espectáculo más deprimente que ver una diner lleno de gente sola, un 24 de diciembre a las 7 de la noche. Todos comiéndose una hamburguesa y una porción de papas fritas. Cuando abría los ojos y veía eso, de inmediato yo me iba corriendo hasta un deli store, compraba una paca de cervezas, una tarjeta para llamar y llamaba telefónicamente a la colombiana que me había gustado. Muy pocas veces tenía fortuna y muchas no. Pero para mí era suficiente que la había conocido. Aparte de mi novia oficial, yo tenía dos o tres suplentes en la banca, para reponer a la titular cuando ésta se me lesionaba. Eran días muy promiscuos. Lo fueron y no desdeño de tanta diversión. Sin embargo me había enamorado de la colombiana, una caleñita deliciosa que casi no veía.

Aquel día me levanté tarde. Yo vivía en este cuarto rentado a una familia de ecuatorianos. Lo primero que hice fue prender un porro y hacerme un pase con una cocaína que me había vendido un portorro. La madrugada anterior había visto su extraño Dodge parqueado en frente de casa. Me acerqué a su ventanilla y le pregunté por coca. Quería probar cómo era la blanca en USA. Quizá no debí hacerlo. La coca en este país es una mala experiencia. Sabe a todo, menos a la golosina que se consigue en las calles colombianas. El portorro me había invitado a pasar a su auto de las degustaciones, después de hacerme demostrarle que yo no era un policía, y entonces allí estaba yo, 12 horas después. Defenestrando de la coca gringa. En cambio su marihuana hydro no estaba mal, pero era cara. En aquellos días me fascinaba desayunar con una cerveza o un whisky o con un porro.

Otra vez se hacía tarde en Nueva York. Una de las ecuatorianas golpeó la puerta y me ofreció un poco de curí. Ella me dijo que estaban preocupados por toda esa gente que se arremolinaba en la puerta a preguntar por el periodista del Astoria Times. Uno de ellos decía ser representante del Show de Oprah. Yo le di las gracias y cerré la puerta. Escribí por una par de horas y luego me fui a pasear un rato por la ciudad. Caminé un rato por el barrio de Run DMC, esos projects del Queensboro Bridge, y luego tomé un tren hacia la isla. Debía conseguirme otro trabajo. Lo del Astoria Times no estaba dando resultado. Al final no fui a ver a Robert Cray ni a Nohra Johns. Terminé con unas ex compañeras de Colombia, visitando un bar de blanquitos. Fue una mala noche. Mis ex estaban desesperadas por cazar un norteamericano, pero se mostraban avergonzadas y ansiosas. Yo trataba de ayudarles, pero no entendía por qué lucían tan acomplejadas. De todos modos habían ido a una universidad y eran profesionales y tenían dos ojos y cagaban igual que el resto de los mortales.

Pero ellas eran así. Eran ese tipo de latinoamericanas que descreen de su propia sombra en el espejo. Yo traté de relajarme con la pendejada de mis compatriotas y me dediqué a ponerles tema a las gringuitas del lugar. Todas eran muy amables y bebían martinis. Yo compré una ronda de Long Island Iced Tea y todas me lo agradecieron. También pedí cubas-libres para los gringos que tanto les gustaban a mis amigas colombianas. Una de las gringas se emborrachó y empezó a abrazarme y bailarme una suerte de striptease, con apenas conocerme. Yo estuve allí tentado, bajo la mirada vigilante de las colombianas. Luego bebí más cervezas y screw drivers y gin-tonics y me puse mejor. Al final, no me acuerdo ni cómo salí de allí, pero al día siguiente estaba otra vez frente a la hoja en blanco: ESCRITO EN LA NIEVE, una novela supuestamente terminada, estaba necesitando de otro capítulo.

8.1.10

36.

Una de las cosas que más me llamó la atención sobre POR FAVOR REBOBINAR, fue su estructura. Hacía tiempos yo no leía una novela que jugara con el mapa global de los capítulos. Había leído, en los últimos días, magistrales historias con estructuras lineales, como las novelas de Bellow, por ejemplo. Pero ninguna que atentara contra la concepción oficial del tiempo. Fuguet, el rey del neoliberalismo, lo hacía en POR FAVOR REBOBINAR y eso era subrayable. Inspirador. Fuguet había usado la misma técnica de varios monólogos hablando en presente, la cual me había impactado tanto en El Sonido y la Furia.

Para entender la gracia de este tipo de novelas, vos tenías que leer hasta la última línea y luego sentarte a contemplar el valle desde arriba y, si era posible, desde la montaña más alta, desde la estatua de Cristo Redentor. Era cuestión de desplegar el sistema cartográfico y verlo en forma conjunta. Si te ponías a examinar sus detalles podías correr con el riesgo de perderte la gracia de la foto entera. La técnica de los monólogos, que se entrecruzan por varios puntos comunes, te hacía volver a los tiempos inmemoriales de la lúdica, cuando los escritores todavía no se habían tornado en sacos de patatas psico-rígidas y cuando todavía escribían para sentirse mejor.

POR FAVOR REBOBINAR se explayaba en divagaciones sin sentido y frases anodinas, pero al final te recompensaba con las respuestas de un diseño. Te dabas cuenta que tanto rayar, y rayar, era simplemente una forma de darle trama a las capas que conformarían un solo cuerpo unitario. Aquella era la característica que yo siempre buscaba en el arte. Me gustaba examinar el bordado con el que estaban fabricadas las texturas. Y de alguna manera, Fuguet había puesto bastante empeño en ello.

Pensé, entonces, que no todo estaba perdido y que la literatura en español podría tener otro punto de fuga, que aún quedaba esperanza de llegar al arco tocando, haciendo la pared en triangulaciones. Y que se podría dar un buen espectáculo sin necesidad de lateralizar demasiado. La mayoría de escritores latinos, de los últimos años, eran un montón de carrolocos, quienes descrestaban al personal dando vueltas en círculo y desgastándose en taquitos y rabonas, tratando de sacarse al rival siempre con un túnel.

Y las paradas estaban bien, pero había que saberlas usar en el momento justo, y que fueran funcionales. A mí me gustaba ese juego certero de Fuguet en aquella novela. Vos no la disfrutabas demasiado durante los 90 minutos, pero, de un momento a otro, sentías el cambio de ritmo y ¡tan! Gol. Golazo.

De modo que, reconciliado un poco con la literatura, me dispuse a retomar EL EMPELICULADO. Había caído en la tentación de volver a escribir guiones, pero quería darme una segunda oportunidad. Sabía que, de acuerdo a las últimas reflexiones, había mucho trabajo por delante con EL EMPELICULADO y sobre todo con la arquitectura, el manejo del tiempo y el espacio (no confundir con El Tiempo y El Espacio, las dos principales preocupaciones y máximas ambiciones de los escritores colombianos).

Total, luego del concierto de La Cumbiamba, en Niagara, volví a casa y me puse a escribir. Eran las tres de la mañana. La hora más crítica para las personas que trabajan en la noche. Con frecuencia yo llegaba en las madrugadas a ver CADA PROBLEMA TIENE UNA SOLUCIÓN ESPIRITUAL, en el canal cristiano, ó a escuchar música mientras me fumaba un porro; pero aquella vez no lo hice y encendí el computador.

Mientras se activaban todos los circuitos, también me dio por revisar el contestador automático. Aquella costumbre había sido relegada un poco en el tiempo, pero de vez en cuando lo hacía. Diablos. Época de vacas flacas; no tenía ningún mensaje. Por aquella máquina no habían pasado ni los fantasmas a saludar. Así era. A veces había épocas de vacas gordas también. Pero yo había tomado la costumbre de desconectarme en tiempos de trabajo pesado y aquello era respetado de alguna manera por mis aúlicos. Cuando me metía en un proyecto, ponía un cartel en la puerta diciendo ME HE IDO A COMER, VUELVO MÁS TARDE. Celular, fijo y contestador, apagados. Nadie en casa, entonces, para responder a algún tipo de llamado.

Pero aquella vez decidí dejar prendidas las máquinas. Hacia las cuatro, cuando me decidí a garabatear un par de líneas y empezaba el proceso de elevación, sonó el teléfono. No quise contestar. Sabrán los escritores de qué les hablas cuando les mencionas la palabra ¨elevación¨. Escribí otro par de párrafos. El teléfono seguía repicando. Descolgué la bocina y la volví a colgar y luego la dejé descolgada en el suelo. Me dispuse entonces a apaga también el celular.

Cuando quise retomar mi trabajo, me entró la intriga. Quién podría estar llamando a las cuatro de la mañana. Sería una amiga ¿acaso? ¿un accidente? ¿mi novia californiana, quizás? ¿la caleña? ¿estarían desveladas pensando en mí? ¿una llamada urgente de Colombia? ¿Alguna vieja amante que se sentía sola y querría follar? ¿tal vez colgarse de las vigas del techo?

¡Mierda! Se me había ido la inspiración otra vez, a la mierda. Mierda, mierda, mierda. Ahora, cuando lo tenía todo claro de nuevo. Colgué la bocina y me puse a esperar. El teléfono volvió a repicar. Era el sicario. Se había venido para Nueva York, huyendo de Colombia. Allí, unos peces gordos habían dado la orden de matarlo. También me informaba que me había traído la nueva edición pirata de La Llaga, mi novela iniciática, y que tenía nuevos proyectos. La conversación fluyó de la siguiente manera: ¿Que hacés llamando a las cuatro de la mañana, guevón. Estoy re-dormido. No tengo dónde dormir, no conozco la ciudad. Yo no tengo espacio, man, vivo de arrimado en la casa de una tía (era mentira). Quedate en alguna estación hasta el mediodía y después te paso a recoger; y ¿cuáles son ésos, tus nuevos proyectos? Ahora quiero torturar un marica. Deberías empezar por torturar un rolo. Verdad, ¿no? Los rolos son cacorros…

En realidad yo sí tenía algo de espacio. No mucho, pero sí tenía. Lo que no tenía era demasiado entusiasmo de que el sicario estuviera ahora en Estados Unidos. Yo vivía en un cuarto pequeño, alfombrado, con un sofá junto a la ventana que a veces usaba de living, pero que siempre usaba de dormitorio. Era como un chorizo mi cuarto. Un espacio alargado con un pequeño closet junto a la puerta y una mesa en el medio. Increíblemente también albergaba yo allí un televisor, un equipo de sonido, ocho parlantes, un computador, una máquina de escribir y una típica lámpara americana (de esas con forma de platillo volador que vos te encontrabas en cada hogar newyorkino ).

De vez en cuando, alguna amiga también pernoctaba allí o yo le daba posada a algún desvalido. Pero esta vez no. El sicario no iba a conocer dónde vivía yo. Yo no lo iría a permitir. No me importaba que hubiera traído otra versión de La Llaga, aunque me moría por conocerla. Songo sorongo, a aquella novela ya se la habían pirateado como seis editoriales clandestinas, sin contar las versiones que explosionaban en la red.

Amanecía en Nueva York. La calefacción se activaba a las 6 y se apagaría a las 10 a.m. Yo volví al EMPELICULADO y pensé que debía esbozar una estructura simple. Así que agarré un lápiz, y papel, y dibujé un punto en el centro de la hoja. Luego hice un círculo alrededor del punto y luego otro más grande. Diez minutos después tenía el papel lleno de círculos alrededor de un solo punto central y un montón de líneas que iban de los bordes hacia el punto. Yo no sabía qué era aquello, pero pensé que podría tratarse de una estructura. Doblé el papel y lo pegué en la pared, junto al computador. Me preguntaba qué era exactamente el punto central y qué eran los círculos alrededor las líneas. No eran jugadas maestras, de eso estaba seguro, pero por lo menos tenía un inicio. Ya lo resolvería en el desayuno.

Me fui a la calle y crucé hacia la panadería del rumano. Le pedí un baggel tostado con queso crema y un café. Eran las nueve y treinta. El sicario debía estar esperándome en alguna estación de Queens. Fui a la esquina por un periódico y volví a la panadería a leerlo, mientras escuchaba al rumano intercambiar noticias locales con otros clientes que entraban al lugar. Afuera hacía frío.

6.1.10

9.



Hacia las 8 de la noche yo seguía tumbado en las hamacas, mientras disfrutaba el olor a pólvora de Medellín. Allá a lo lejos se oían los disparos y los juegos pirotécnicos del populacho. Era un olor que te daba ganas como de morder el aire y aquella ciudad olía a pólvora todo el tiempo. A veces era olor a pólvora revólver y el resto era olor a pólvora chorrillo. Como un olor de ésos, a tierra mojada en un campo después de llover.

Sentado allí, yo abría y cerraba la boca, como queriendo morder aquel olor. Qué bien la estaba pasando en aquel balcón. A solas con la ciudad, y con las hamacas, la vida no parecía tan horrible. De todos modos no era tan malo que Medellín estuviera desocupada, efecto vacaciones decembrinas. En cualquier forma yo la pasaba mejor a solas casi siempre. La gente en general me causaba cierto escozor, como un comezón en el culo. La gente como que me contaminaba y enrarecía mis atmósferas y yo lo empezaba a asimilar así aquella noche.

A veces había cosas muy obvias que a vos se te pasaban por alto y que de alguna manera era necesario analizar. Todo iba bien en tu vida hasta cuando entrabas en contacto con los demás. Total que no la estaba pasando tan mal. Tenía ron, coca, música, genio y, por el momento, un poco de soledad. Qué más se le podía pedir a la vida.

Era extraño. Llevaba como cinco días sin comer y estaba sintiendo unas irrefrenables ganas de cagar. Yo era un cagón muy asiduo. Cagaba hasta tres veces al día así estuviera haciendo curso de fakir. Me incorporé de la hamaca y fui desde el balcón hasta la sala. En la sala me quedé embelesado por un buen puñado de minutos con un canal cristiano que había sintonizado el hijo de B.

¡Ah! Los cristianos. La última pincelada que le faltaba a esta triste pintura llamada Colombia. En un país de locos, los cristianos estaban calentando motores para llevarse la copa y bañar con espuma de champaña a los otros locos que competían por un peldaño en la full position; acaso ese pedazo que todos se disputaban en la torta de la fe.

Pero los cristianos fanáticos eran más peligrosos que esos otros locos como lo eran la guerrilla y los paramilitares, porque los primeros atacaban directamente a tu software, mientras que los segundos simplemente se metían con el hardware. Era cosa de decidir. De todos los locos que había brotado la tierra, los cristianos eran el colmo de la locura, pues habían posicionado el producto publicitario más viejo y más tonto en la historia de la humanidad, y fuera de eso, consagrarlo como religión.

. - Ya está bueno de locos en este país – le dije al hijo de B.

0. - … pare de sufrir… – dijo la tele.

0. - Esto de las iglesias cristianas ya es la tapa de la olla – dijo el hijo de B-

0. - Un golpe mediático de dos mil años y ese logotipo de un señor en la cruz sigue intacto. – Dije.

Con todo aquello, yo sentía que las ganas de cagar se me intensificaban. Me fui disparado hacia el baño y allí me percaté que no había papel higiénico. Volví a la sala frunciendo el culo para no cagarme y estuve buscando algo con que limpiarme. Fui hasta la cocina y no encontré nada. Volví a la sala y vi algunos ejemplares de El Malpensante y de SOHO sobre una mesa de té. También había un cerro de periódicos locales, pero me decidí por limpiarme el culo con los ejemplares de El Malpensante. Quise respetar un poco el hecho de que SOHO tuviera un columnista como Eduardo Arias, pero de todas formas no lo descarté del todo. Si yo seguía cagando, como lo había hecho en los últimos días, ya vendría la hora de limpiarme el culo también con las revistas de SOHO. Primero había que dar cuenta de todos los números de El Malpensante. Era una cosa que se merecían bastante los intelectuales de este país. Que todo el mundo se limpiara el culo con sus viejas-nuevas-desviaciones-pequeño-burguesas.

En efecto la cagada fue abundante. Mejor dicho, cagada de periquero. Pero tuve miedo de que se me infectara el culo por haberme limpiado con aquellos ladrilludos artículos de El Malpensante, llenos de ladilla. Tendría que pensar en limpiarme una próxima vez con algo más amable como la revista Fucsia, por ejemplo. Si bien hacían su trabajo profesionalmente, también era una revista muy kiut, que serviría para limpiarse el culo suavemente. Tal vez podría tener un papel un poco más tierno para limpiarme los delicados vellos en esa parte del cuerpo humano.

Después de cagar, tuve la galantería de activar la perilla del retrete y dejar todo limpio. Incluso había librado cortésmente al mundo de una página menos de pedantería intelectual. Volví a la sala y noté que el predicador de la tele estaba hablando de Led Zeppelin y tenía un disco de ellos en la mano y decía que eran diabólicos y que le podrían hacer mucho daño a nuestros jóvenes y que los jóvenes eran el futuro de la nación. Luego agarraba el disco y lo partía a martillazos sobre una mesa y su público ovacionaba.

Yo me fui de nuevo al balcón y me puse a meditar seriamente en las palabras del predicador cristiano. Estuve un rato mirando hacia las calles vacías y hacia los cables de la luz y luego me tumbé en una de las hamacas. Pensé que tal vez el predicador tenía razón y que tal vez era hora de cancelar mi suscripción al ejército de salvadores del rock and roll. No volvería a escuchar a Led Zeppelin jamás. Me preguntaba si algo como Everthing But The Girl también tendría mensajes subliminales.

Estaba en medio de aquellas meditaciones, cuando apareció el sicario, proveniente de la habitación de A. Estaba ahí, parado en el centro del balcón. Como un fantasma. Se puso a balancearme la hamaca y a hablarme chorradas y lo hacía por joder. Era uno de esos tipos que le gustaba provocar a los demás. Yo me empeñé en no dejarme sacar de quicio. Le ofrecí una raya de perico y estuvimos aspirando coca por un buen rato.

. - Esta noche tengo ganas de matar un blanquito – me dijo.

Le pregunté que quería decir con eso. Me dijo que era un proyecto que venía cuajando desde hacía tiempos, desde sus días en las cárceles de Estados Unidos, pero que se le había acentuado aquí. Había pasado por precintos de cinco estados diferentes en USA y desde entonces se le había sembrado la idea de matar un blanco. Era todo un canero. Yo le dije que en Colombia no había blancos, que todos éramos mestizos o zambos o mulatos o negros, pero que la raza aria era impensable acá. El sicario me dijo que yo tendría que saber a lo que se él refería, que si no había pasado por uno de eso trances donde te rechazaban en las discotecas por negro. Le dije que no. Que no iba a discotecas. Que iba a bares. Él me dijo que le había pasado varias veces en varias ciudades del país y que era hora de tomar venganza. Le pregunté cómo pensaba matar al blanquito y me dijo que torturándolo primero y masacrándolo después. Yo le hice caso omiso a sus palabras y nos quedamos un rato meciéndonos en las hamacas, hasta que A y B aparecieron somnolientas en el balcón y empezamos a brindar de nuevo y a hacernos otras rayas de cocaína.

18.

Una noche, después de cine, quise dar una vuelta antes de ir a casa. Me gustaba meditar largamente las películas al aire libre y preferiblemente a solas. Yo no era de ésos que gustaban discutir lo visto en improvisados foros post vespertina. No me sentía uno de la Generación-Queremos-Tanto-A-Glenda. Yo había llegado después. Unos treinta años más tarde que Cortázar, cuando los invitados se estaban poniendo sus pijamas para irse a dormir, mientras el fuego de la chimenea se estaba extinguiendo. Estaba bien que hubiera dejado de frecuentar al sicario, y a A, y a B, y al resto de conocidos en general. Desde hacía tiempos mi corazón pedía a gritos un poco de sobriedad. Qué más podía ofrecer si yo, cómodamente, había crecido tumbado frente a un televisor sin que nadie me molestase.

Crucé un parque Bolivar desolado, me metí por Junín, bajé por la calle Maracaibo y me detuve en los bajos del Hotel Nutibara. Quería tomarme un trago a solas. Regalarme un poco de ruido interior. No tenía mucho dinero, pero las ciudades colombianas, de alguna manera, tenían el poder de entristecerme. Motivo suficiente para mojar los labios. Pude ir a un centro comercial ó a cualquier otro lugar, pero Medellín era un pueblo pequeño. Muchos de mis viejos amigos y ex novias debían estar cubriendo todos los flancos frívolos de la noche. Ya no me atraía hablar con ninguno de ellos en especial. Hay un punto de tu vida en que el casting te empieza a pedir carne fresca. De repente te levantas y te das cuenta que has estado durmiendo sobre un nido de serpientes.

Pensé en lo que había dicho el escritor la otra noche. En eso de que él escribía para fastidiar a la gente de la old school. Ese lunes yo también había saboreado algo nauseabundo en la repostería del pasado. En el teatro mismo me había encontrado con una pareja de compañeros universitarios y la conversación había fluido torpemente. Pero aquello no era problema para mí. Tenía varios escondites y aquel era uno de ellos. Nadie quien me conociera iba a este tipo de tomaderos.



La música y los clientes me transportaron en el tiempo, hacia los años sesentas de mis padres. No los 60´s de los mass media, sino los de mi padre y mi madre, siendo jóvenes, por las calles de Medellín. Esas historias.

Estuve por un buen rato rumiando un cuba-libre y mirando los árboles que cubrían las mesas del estadero. Al fondo se veía la noche y sus estrellas soberanas. Canciones de Leo Dan y de Elío Roca. Respiré profundo. No tenía mucha plata, repito. Y el sitio era caro. Así que me terminé el ron y me fui de allí. Crucé la calle. Vi tipos durmiendo en las aceras, cobijados con cartón. De seguro alguien iba a desparecerlos algún día para cuidar la imagen de otro alguien. Llegué a La Sorpresa y entré. Ahora se podía comprar cerveza allí. Cuando yo era niño sólo se iba a desayunar ó a tomar el ¨algo¨ a La Sorpresa. Ahora era un centro de acopio etílico. Pedí una Pilsen y me puse a pensar en la película que había visto. El último emperador, de Oliver Stone, en doble con Leaving Las Vegas. Par películas. Pero la primera no me decía nada y la segunda logró disparar ciertos grados de identificación.

Con qué facilidad hacían cine los gringos y los resultados eran más que satisfactorios. 35 milímetros, distribución alrededor del mundo, taquillas millonarias, varios premios Oscar, alfombra roja.

Los latinoamericanos ni en cien años íbamos a lograr todo eso, aunque yo me sentía muy satisfecho con mis logros en video y otro par en 16 milímetros. De hecho, sentía que ya no quería volver a rodar. Había querido pasar por la experiencia de dirigir y de editar y de hacer una premier y de ganar premios y de alguna manera lo había hecho a la manera criolla. Ya sabía de los alcances y de los límites, de los propios y de los ajenos. Ya había dicho también un montón de cosas que tenía atrancadas.

Entonces, de qué servía continuar con esta utopía artística. De algún modo, todo por lo que había pasado con la cocaína, y lo demás, no había sido gratuito. Había sido una forma de bajar hasta los aposentos de la muerte y pescar un souvenir para poner dentro de mi closet. Cerrar las puertas del placard y echarles candado. Por estas tierras había muchos ricos que se habían lanzado a la aventura de hacer cine y habían dilapidado su fortuna vanamente. También había mucho escritor talentoso que se las daba de rico en sus escritos y sin embargo patinaban a la hora de financiar hasta el más mínimo cortometraje. Algo tenía que estar pasando con los cerebros en el cono sur del continente. Con toda esta fortuna que había en las élites hispanas y no iríamos a desarrollar una industria de cine ni en mil años. Pobres ricos. Y con todo lo que les gustaba el cine.

Ahora solamente un provinciano manchego era el que les daba lecciones de movientismo a todos los cineastas del mundo. Se trataba de Pedro Almodóvar, quien abría una caja de Pandora y salía en todos los titulares de prensa cultural. Era paradójico.

Mientras tanto, el gobierno de Colombia se dedicaba dizque a premiar a los cineastas que se les ocurriera una gran idea y la pusieran en una escaleta. My god! Cómo se notaba que quienes diseñaban esas convocatorias no tenían ni la más remota sospecha del proceso cinematográfico, o que lo hacían simplemente para beneficiar a un amigo de la casa, elegido con anterioridad.

Lo que debería premiarse no es una gran idea, sino un gran trabajo de investigación para llegar a esa idea. En lo personal, yo tenía como cincuenta escaletas de ese tipo en un cajón. Cincuenta maravillosas ideas y cada día se me ocurrían dos o tres más, las cuales terminaban tertuliando con las otras, y sabía que una gran idea a través de una escaleta no significaba nada ni valía ni cien devaluados pesos colombianos (el Ministerio de Cultura daba dizque 10 millones).

Una gran idea para una película casi nunca termina en nada. Esa no es la forma de trabajar en este negocio. Hay que escribir un guión de 100 páginas primero y luego hacer una escaleta para que el ministerio te la compre. Lo que vas a hacer luego es gastarte los diez millones de pesos en una segunda, tercera y cuarta versión del guión. ¡La escaleta tiene que ir acompañada por un guión que la sustente! Pero bueno, estábamos en Colombia donde las cosas siempre se hacen patas arriba.

Me fui a casa, y sin embargo, me puse a escribir, aunque había tomado la decisión de no botarle más escape al cine ni al video. Efectivamente así iba a ser, pero aquello no significaba que mi creatividad se detuviera y mucho menos el lápiz. Escribiría alguna escaleta y la pondría a dormir en el cajón junto con mis otros mil guiones. Todos ellos tendrían muchas cosas qué decirse entre sí.

De ese modo, saqué mi libreta y me senté a mirar por una ventana, al lado de una habitación donde mi madre veía la televisión. Di rienda suelta a mi hipergrafia, garabateé algo y luego leí: PELÍCULAS DE CARRETERA Y OTRAS CANCIONES. Lucía fatal. Como un rebaño de ovejas dando distintos informes simultáneos sobre la realidad nacional. Era la época dura del proceso 8.000. A Samper le habían pillado su jugarreta con la mafia y no quería dejarse tumbar. Al final todo Colombia supo que a Samper lo subió el Cartel de Cali y nunca pasó nada. Sólo los gringos le quitaron la entrada a USA, lo que provocaría la esperada ira de su famoso hermano Daniel Samper Pizano.

También yo había plasmado un poco lo de Pastrana siendo condescendiente con los guerrilleros. Pastrana les partió un pedazo del ponqué y los agasajados nunca llegaron a su propia fiesta.

Igual, se venía el fin del siglo y había mucha ansiedad por el mismo motivo; mucha búsqueda de un refugio espiritual; mucha crisis religiosa y este caos se ve reflejado en este guión que terminó siendo literatura. En un aparte hablo de perros, en otro capítulo hablo de ángeles y de extraterrestres. Algo muy loco. Una novela casi sin sentido. Contada con el apremio y la inexperiencia de la postmodernidad y la expectativa de que en verdad fuera a ocurrir algo grande-grande el 31 de diciembre de 1999. Nada pasó. Los autos no volaron y no nos fuimos a vivir a Marte. Bueno, yo estaba aterrizando del viaje de aquellos maravillosos años 90´s y ello ya es mucho. Los gringos tampoco volvieron a la luna y no hay máquinas del tiempo. Toda esa desazón fue descrita por mí en aquel escrito.

Después se me vino a la cabeza la imagen de una entrevista en una azotea de un edificio. Alguien tratando de lanzarse desde una cornisa como en el video de Evanescent. Una banda de rock que está siendo documentada mientras está de gira. Un adolescente viendo el Discovery Channel. Hienas en el desierto. La banda grabando un álbum llamado POEMAS DE CARRETERA. Un sicario yendo de Medellín a Bogotá en un carro a toda velocidad. Canciones de Smashing Pumkings y de U2 en la radio. Retenes en la vía. Media botella de aguardiente y un cigarrillo de marihuana. Cocaína, bla, bla, bla.

Bien o mal, yo pensaba que aquella escaleta podía sobrevivir a la prueba del tiempo y convertirse en una gran novela. Fragmentaria, como toda obra fallida. Había referencias a canciones y libros por doquier. El fenómeno de Internet también asomaba la cabeza por la ventana y saludaba. Era algo que buscaba el brillo pop y algo de emoción humana también, como si ello fuera posible. Como si el pop y el sentimentalismo se compaginaran y pudieran caminar cogidos de la mano en una tarde fresca con cisnes nadando en el lago.

Así que arranqué las hojas de la libreta y les puse un clip. Era tarde. Ya vendría la ocasión de transcribirlas en computador. Fui hasta el closet y las arrumé junto a las demás escaletas que dormitaban entre mis calcetines.

2.1.10

25.


La circulación de ESCRITO EN LA NIEVE supuso un cambio drástico en mi forma de procesar la información. El grueso de la sociedad piensa que todo lo que hay en un libro hace parte orgánica del sistema de creencias de su autor. Nada más descabellado. Los narradores sólo somos antenas receptoras. Reproducimos un cúmulo de mensajes que captamos desde el aire. Yo sólo trataba de compartir un par de pensamientos con algunos amigos a través de Internet, pero ahí estaban esas cartas. La cosa se había desbordado. Muchos decían que yo representaba el nacimiento de una nueva forma de escribir, que había inaugurado el siglo 21 mucho antes de que cayera la bola gigante de Times Square. Otros decían que ¨el Mesías de Internet había llegado¨.

En los periódicos El Correo de Queens y El Especialito, pude leer calificativos como, ¨El Punkero¨, ¨Un Primer Grunge De La Literatura Colombiana recorre las calles de Queens¨.

Obviamente, quien escribía esos apelativos no tenía ni la más remota idea de lo que era un punketo ni un grunge. Solamente jugaban a los dados en esa tormenta de ideas que es la opinión pública aficionada. Un punkero no era más que un romántico con la cabeza en el fango. Lo mismo los roqueros y los grunge. O sea. Una mano de aparecidos ahí. Tal parecía que mencionar la palabra ¨poeta maldito¨ les daba cierta toque chic a su forma de torcer los labios. En la revista Go Mag de España, un periodista también había publicado que yo era el Sonic Youth de la literatura colombiana. Sinceramente, comentarios como ése hacían que yo pasara varios días aterrorizado bajo las cobijas. Ellos me hacían acordar de otras vidas pasadas, cuando yo había sido un perro lanetas y salía huyendo ante el ruido de los aviones.

Las opiniones de quienes leyeron aquella novela siempre me hicieron sentir como un lote baldío en medio de un barrio residencial. Yo no pensaba luchar contra eso. Yo sentía que seguía siendo el mismo chico que corría tras un balón por las calles de Medellín y que de vez en cuando hacía enfadar a mamá. O sea. Un muy buen cristiano con los pies puestos sobre los ejemplares de la enciclopedia Salvat. Si algún día me habían sancionado en el colegio, no había sido por ser culpable de romanticismo. No ese tipo de romántico. No el alumno calavera que se deslizaba a hurtadillas para tocar la campana. Yo odiaba ese tipo de rebeldes. Yo venía de otro lugar. Yo medía muy bien cada trasgresión y quería que éstas tuvieran un efecto más allá del simple escándalo. Yo sólo estaba aprendiendo a escribir bien y quería vender muchos libros cuando lo lograra. Yo no era uno de esos poetas creando una gaceta cultural para expresarse. Una vez había visto a un amigo de la infancia recogiendo un paquete de melcochas que se habían caído de un camión, para luego venderlas en la escuela a precio de restaurante cinco estrellas. Ese era mi Colombia personal. De ahí venía yo. Un país de clasemedieros, hechos ricos a la fuerza. Si vos ibas a los países del primer mundo, podías encontrarte a un montón de mestizas universitarias tratando de conseguir marido blanco y millonario. No las culpaba. Yo simplemente era un tipo que había llegado a la vejez 30 años antes de tiempo y que había perdido una familia un siglo antes de lo normal.
¿A dónde se habían ido esos paseos a Tolú con mi padre y mi madre y sus amigos? ¿Dónde se habían extraviado esas tardes de una soleada playa, comiendo sancocho de pescado?

Evidentemente, tras el repicar desesperado de una banda marcial, alguien se había saltado una etapa en su vida y me quería echar la culpa a mí. En aquellos días alcancé a preguntarme por qué tenía qué pagar yo los platos rotos de que a muchos los hubieran estafado con la cátedra de Seminario de la Calle II. El Paisa Times, por su parte, me señalaría como ¨El real primer primitivo de la era digital¨. ¿Qué significaba aquello? Yo no captaba nada. Si algo me consideraba, era ser un ciudadano decente y correcto. No había nadie más pro-sistema que yo en todo Nueva York. Sin ninguna filiación política, pero sabedor de las bondades del orden. Como videasta, yo no quería dañar nada. Yo quería que todo siguiera su curso. Las porcelanas en su lugar. Necesitaba al mundo intacto para poder criticarlo. Sin él, mi arte no tendría ningún poder. Lo que pasa es que no era ningún hipócrita tampoco. Nunca había aprendido a mentir sobre mí mismo como hubieran querido, que lo hiciera, esos periodistas que hablaban de mí.

Yo los entendía a todos de cualquier forma. La mentira también es una arte que merece su reconocimiento. Los comunicadores sociales, sobre todo los más jóvenes, son ese tipo de almas que necesitan creer en algo, mucho más que acercarse a la verdad. Yo era igual. Pero nunca vine a Nueva York a hacer la pantomima de la justicia y la moral, a través de una ONG. Tampoco había venido a prostituirme para obtener un papel en la billetera y otro en la pared de tu cuarto. Mucho menos estaba dispuesto a hacer lo que fuera para darle la vuelta al mundo.

En mi correspondencia pude leer e’mails como, ¨TE DESCONOCEMOS¨. Wow. La cosa estaba pasando de castaño a oscuro. El sicario también me había escrito una par de cartas. La primera, diciendo que la policía seguía buscándonos y que ahora sí me iba pegar el tiro que siempre debió pegarme. La segunda contándome detalles de la enfermedad de su madre, de cómo lo habían sacado de su puesto en la alcaldía de Medellín y de las condiciones en que había hecho desaparecer los restos del ¨blanquito¨, al cual había secuestrado. Era una carta bastante escatológica. No escatimaba escrúpulos en referirme anécdotas y descripciones de tortura al secuestrado, hasta matarlo, por el solo hecho de que fuera de tez pálida.

Yo agarraría aquel par de cartas y confeccionaría dos avioncitos y los lanzaría por la ventana de mi habitación, para que se quedaran enredados en alguna terraza desierta.

Se hacía tarde en Nueva York. Mucha gente se tomó el derecho a decir que yo era su amigo, pero principalmente, ciertos individuos que apenas conocía, se estaban tomando el privilegio de hacerme su enemigo. La puerta del 41- 08 no paraba de retumbar.

Una vez, el editor de la revista Divino Magazine se metió por la ventana de mi habitación y quiso que yo le diera un par de palmaditas en la espalda. Yo no se las di, pero igual, él se dio cuenta también de que yo sólo era un chico en una habitación, con una máquina de escribir y un par de cervezas en el refrigerador.

Ese editor era el famosísimo Jon Ospina. Uno que se hacía pasar como diseñador gráfico, pero en realidad era el cerebro detrás del poder. Tenía toda la perversidad de un gato cazando ratones al amanecer. Había estudiado en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín y tenía todo el lastre católico en su acento paisa. Era ese tipo de personas que te encontrabas en medio de la oscuridad y le brillaban los ojos, mientras se te quedaba mirando fijamente. Al final, sacaba un cigarrillo y te ofrecía fuego con una antorcha hecha de estopa y parafina. La revista que tenía en sus manos era uno de los primeros números.

Jon Ospina había irrumpido en el mercado llevándose por delante a Rock Clandestino, otra publicación musical de New Jersey. Jon me preguntó que opinaba de la revista y yo le dije que lo único que encontraba interesante era un artículo del cronista pop Gastón Stinger, criticando la ramplonería de la emisora La Mega, y en especial de su programa EL VACILÓN DE LA MAÑANA. Se trataba de un artículo bastante racista y anti-inmigrante, pero al parecer, ese tipo de alabanzas no eran de las que quería escuchar Jon. A mí me parecía que la actitud de Gastón era más honesta que el de muchos otros periodistas, quienes se valían de un discurso políticamente correcto, para captar el beneplácito de los comerciantes necesitados de exenciones tributarias.

Yo opinaba que ése no era el sendero a transitar para el periodismo. Jon, como buen empresario del star system, prefería ir tras un par de tetas. Y si eran las de Paulina Rubio, mucho mejor. Era otra lógica; su lógica, y también era preciso respetársela. Por demás, Paulina Rubio era una mujer que estaba buenísima. Hoy en día, Divino Magazine, es una revista que dictamina los vientos de la escena pop en Queens, Nueva York, y yo tomaría otro vuelo. El Estados Unidos latinoamericano aun no estaba preparado para mis escritos y las groupies, agolpadas fuera de mi casa, así me lo demostraban. A mediados de la primavera, yo también había mandado a timbrar unos folletines de un pequeño cuento y lo había puesto a la entrada de todos los supermercados, con mi correo electrónico al reverso. Mi buzón de AOL colapsó por la excesiva correspondencia y nunca pude volver a entrar en él. Tuve que sacar una cuenta en Yahoo y otra en Hotmail. Todavía no existía Gmail ni mucho menos las redes sociales como Blogger o Myspace. Los computadores escasamente superaban las 120 gigas de memoria RAM. Yo había logrado obtener fuego con dos trozos de madera sin que a los humanos se les hubieran desarrollado las palmas de las manos.

Por lo general, todos los e’mails que recibí de ahí en adelante, eran puros insultos. Hubo un momento en que hasta me daba miedo salir a la calle. Cierta vez, un salvadoreño me tomó una foto en un restaurante y dijo que si se la podía autografiar. Yo le dije que me estaba confundiendo. Él se fue hasta el mostrador y se puso a hablar con los camareros. Todos miraron en mi dirección y después no paraban de susurrar cosas, mientras me miraban. De repente me habían empezado a tratar muy especialmente. Me ofrecían Merlot, cortesía de la casa, postre y esas cosas.


Así era. Mientras los extraños de la calle, y gente de otras nacionalidades, me tildaban de genial, mis viejos conocidos y coterráneos me tachaban de loco y peligroso. En Nueva York había una millonada de colombianos que iban a vender ideas falsas de progresismo y esas cosas. Yo escribí sobre eso y por eso siempre me odiaron. Con eso engatusaban a los miles de indios excluidos de Latinoamérica. Eso era lo que veías principalmente en aquella ciudad. Hordas de indígenas con cero grado de alfabetización, siendo comidilla fácil para justificar los presupuestos de Non Profit Organizations y patrones esclavistas.

Al final, los colombianos estamos cortados con la misma tijera del arraigo y el tradicionalismo. Nos sentimos muy bien en ese escenario espiritual y los que lograban salir de ese molde, no se iban a quedar viviendo en un país como Estados Unidos. Olvídalo. USA es un campo fértil para ladrones y pícaros de la más baja especie y los colombianos nos disputamos la contra-reloj y el premio de montaña en esas geografías.

En lo personal tuve la oportunidad de echar un ojo al interior de muchas mafias. Nueva York alberga a las mafias más feroces de todo el mundo. Los italianos, los asiáticos, los griegos, los rusos y ahora los dominicanos han traqueteado de lo lindo en los últimos años. Los únicos que han tenido grandes impedimentos para desarrollar sus labores delictivas allí, son los capos criollos, y ello obedece a nuestra predilección a fugar los dólares del propio suelo norteamericano. Si por ejemplo, el cartel de los sapos hubiera destinado su fortuna para invertir en el downtown newyorkino, las cosas serían a otro precio. Pero, para el vox populi internacional, la cultura colombiana no es cultura digna de confiar. Como dice Manu Chao: ¨¡Y si te estafa un colombiano!¨. Los colombianos somos de los que nos quedamos con el dinero y lo enterramos en una montaña en medio de la selva. Aunque ahora parece que estamos aprendiendo. Un poco tarde. Pero estamos aprendiendo.

ESCRITO EN LA NIEVE iría a estar, entonces, influenciado por este tipo de entorno y carga emocional. Vos podrías encontrar allí una serie de guiños a diferentes asuntos, tan contrarios entre sí como los idiomas en un vagón del tren 7. Hubo mucho de esa frustración en la novela, mucho de esa imposibilidad de hablar una sola lengua, y eso se siente aun cuando la lees. Poco a poco me iba ganando la imperante necesidad de refugiarme en el idiomático parlache, una suerte de lunfardo, pero de Medellín. A veces, cuando estás lejos de casa y te estás muriendo del frío, la única manera de ganar algo de calidez es evocando eso que Freud llamaba la ¨Imago¨, tus ¨imágenes primordiales¨ y sumergirte con ellas en el mar de los ¨procesos primarios¨.

Más que dolorosa, ESCRITO EN LA NIEVE es una suerte de crónica roja redactada en el sagrado campo de las relaciones interpersonales. Una consigna inspirada en gente real. No hubo nada imaginario allí, aunque lo parezca. Sus protagonistas son de carne y hueso. Muchas personas, con las que me involucré, desfilaron por ahí y creo que en ello radica su éxito: en ese gran rapto de inspiración suburbana. En ese aspecto de top 5 de la radio. También podrías encontrar allí referentes camuflados como los de la ansiedad Y2K y la pérdida de la identidad en aras de blanquear la especie. Un enfoque, éste último, bastante inusitado en la literatura actual. Casi nadie tocaba el tema ya. Desde Tomás Carrasquilla no había nadie que hubiera recreado esas pulsiones. A los escritores en general no les gusta mirar en varias direcciones. Siempre lo hacen a través de una cerradura, espiando los movimientos del escritor en la puerta de al lado. Yo no tenía problema con esto. También leía a muchos contemporáneos, pero no era mi forma de trabajar. Yo ante todo siempre he buscado eso de originalidad que pudiera encontrar en escritores muertos. Es algo que me viene desde la infancia, cuando en un momento dado aprendí a desconfiar más de los vivos, que de los que ya se fueron.

Pero de todos modos no era fácil. Estando en NYC, viendo el abanico de posibilidades ofrecido por el sueño americano, yo pensaba que quizás debía hacer lo mismo que los demás inmigrantes. Podría olvidarme del asunto del arte y reducirlo a la categoría de hobbie. Imagínense un cineasta de fin de semana, como los había por montones en Queens. Me dedicaría a las letras sólo en las vacaciones y la mayoría del tiempo lo destinaría a producir dólares y a convencer a mi novia californiana, a través del sexo, de que me diera los papeles. Quizá debía hacerlo. Me estaba ganando muchos dolores de cabeza con mi fama de computadora.

Salí a la calle un rato, a dar una vuelta bajo la vías del tren, en dirección Queens-Boulevard. Necesitaba despejar mi cabeza. Me estaba volviendo loco todo aquello, lo que estaba pasando con ESCRITO EN LA NIEVE. La estructura la había traído desde Medellín, pero los colores se me habían revelado en otra tarde de caminata newyorkina como ésta, y ahora sus diálogos se cobraban un salario sudado por mucho tiempo. No era un libro que buscara algo lírico ni nostálgico. Era un manuscrito que lograba alejarme de lo que yo, en realidad, había ganado, perdiendo en el juego de las amistades interestatales. Era como ver al tren de tu novia marcharse con sus reproches adentro y vos yendo a montarte en otro vagón para alejarte en sentido contrario. Algo debía estar fallando si ya no te sensibilizabas con esas novelas de amor.

¿Por qué ellos sí y vos no? ¿Por qué esos capítulos de Friends hacían estallar de la risa a media humanidad, mientras a vos no te decían nada?

Era hora de sumergirse en el teclado y tal vez mañana comprar tu propia cámara de video digital. Al cuerno con esas mansiones que podrías llegar a comprarte. Estábamos ad portas de un abultado marcador. Debía pasar todas las páginas deteniéndome sólo en las ilustraciones y recuperar la nostalgia. De todos modos, el día que me volviera a ver con el sicario, o con cualquier otro de mis amigos, los huelengues, tendríamos teléfonos celulares y estaríamos inscritos en Facebook. Al mejor estilo de Silvio Rodríguez, la era estaba pariendo un corazón.