En ese recorrido, siempre podías saludar al japonés que administraba el laundry de la cuadra y, del mismo modo, a los anglos de la esquina que prestaban asesorías de Internet. Más abajo, vos también podías comprar víveres colombianos en el granero de un manizalita. Lo desagradable era que éste siempre estaba averiguándote la vida, como buen paisa. Metiche a morir. Una vez le pregunté por qué tenía que ser tan chismoso y me contestó que él se sentía con el deber de saber quiénes eran sus vecinos. Yo nunca volvería a escuchar eso en todo en Nueva York y tampoco lo había escuchado antes. Nunca.
Tuviera trabajo o no tuviera, siempre iba a la tienda del rumano. Aquel día yo entré con un periódico bajo el brazo y me senté en la mesa que miraba a la calle. Estaba cansado. La noche anterior, un incendio había quemado los estudios donde se producía el Plaza Sésamo anglo. Hablo de los Kauffman Studios. Chaplin y Gardel también habían filmado allí. Eso era lo más lejos que yo había llegado en el cine. Limpiando los títeres de Enrique, Beto y la Rana René. Ahora quería cambiar de trabajo. Estaba en ese punto de quiebre donde empezabas a odiar todo lo que daba para comer.
Septiembre era esa época cuando la ciudad regurgitaba de movida musical. También de paranoia. Todo el mundo pensaba que en un momento dado iban a contaminar las aguas del acueducto con Ántrax. Un presentador de Univisión repetía cada mañana que Estados Unidos perdía la inocencia. Bueno, yo pensaba que mientras alguien la perdía, otro la ganaba. Enrique Bunbury se presentaba gratis en el Sumerstage. Charly García hacía lo suyo en Midtown. Joe Strummer había estirado la pata. Fito lanzaba Naturaleza Sangre.
Yo ya había asistido a todo tipo de conciertos. En una misma noche podías encontrar a Iron Maiden, Depeche Mode y PJ Harvey tocando en distintos sitios de la ciudad. En lo personal, me da mucho gusto decir que estuve en uno de los últimos toques de Mescaleros, antes de que Joe Strummer se metiera ese fatal pase de más. También había visto a Sonic Youth y a Manu Chao. Pero, para mí, Charly García era el rey; estaba por encima de cualquier Rolling Stone que le pusieran al frente.
Así fue. En vez de buscar trabajo, me fui a ver a Charly. De todos modos cuando yo no me iba de conciertos, me la pasaba en un bar o en una librería o en una tienda de discos. En su defecto, el tiempo sobrante lo invertía en mujeres ó en conseguir empleos de mierda o escribiendo o almorzando en casa de mi buen amigo Nacho. Otro cuento. La historia de Nacho da como para otra novela. Un tipazo. Decía que era caleño porque le daba pena decir que era tolimense de Armero. O sea. Un volcán había arrasado su pueblo natal y lo había desaparecido para siempre del mapa. Nacho no tenía un origen. Sus raíces estaban sepultadas por el barro, unas raíces fantasmas, como en Pedro Páramo. Pero su esposa tenía un guiso divino. Nacho había sido taxista en Bogotá. Se llamaba Roncancio, pero él se presentaba como ¨Nacho¨. Una vez nos encendimos a los tiestazos en pleno trabajo con Nacho. Yo lo había sapiado con el manager de haberse robado un anillo, que en realidad me había robado yo.
Nacho me sacó sangre de un puñetazo en la nariz y yo le puse un ojo picho con tremendo jab de izquierda. Después nos volvimos a hablar, como casi siempre sueles hacer con un hermano. Nacho. Un tipo que sabía del perdón y del olvido.
A veces, también iba a cine. El Sunshine Cinemas era mi favorito. Era la época de ¨Frida¨, ¨The Ring¨, ¨El Crimen Prefecto¨, ¨8 Miles¨, ¨Y tu mamá también¨, entre las que recuerdo. Luego salías del teatro y te encontrabas a todo el mundo hablando por teléfono celular y trabajando en sus laptops. Para mí todo aquello era nuevo. El día que partí de Colombia nadie llevaba celular en las calles. Yo había despegado del medioevo y había aterrizado en la postmodernidad. Ir de Colombia a Nueva York era tomar un atajo de 600 años en el tiempo.
Obviamente no me sentía del todo confortable con tanto despliegue de tecnología. Eso era lo bueno de Nueva York. Te hacía verte en los espejos como el más chapado a la antigua. El termómetro perfecto para medir tus grados de provincianismo y los míos estaban por los lados de la fiebre reumática.
Sin embargo, lo que a mí más me gustaba era prestar DVDs en la biblioteca pública. Ese era mi logro mayor. Una vez había decidido no volver a cine porque el teatro de mi barrio siempre dejaba una bombilla prendida durante toda la función. No sé. Sólo estaba buscando un pretexto para no volver a cine. Era como si el piloto automático me estuviera transmitiendo un mensaje de alerta en cuanto a la calidad de la cartelera comercial. Por demás, cuando estás lejos, te va cogiendo cierto interés por investigar lo que hay de esencial en los componentes activos de tus orígenes.
Así que yo estaba muy a gusto viendo todas esas pelis del cine tercermundista. Quería ver hasta donde las industrias de Africa, Latinoamérica y Asia, habían forzado sus límites. Y de verdad los habían llevado bastante lejos. Había cosas interesantísimas para ver en las cientos de subsedes de la Queens Public Lybrary. Los productos Bollywwod eran los que mandaban la parada.
En Manhattan, lo más equivalente que podías encontrar, era la compañía Kim´s Video, pero aquella quedaba muy lejos de mi radio de acción. Lo que no impedía tampoco que tuviera un carnet de la Kim´s. La tienda estaba regentada por un combo de locos buena onda. Parecía que estuvieran deprimidos a toda hora, pero su amabilidad era infinita. Nunca se afeitaban y llevaban el pelo como lo llevaba Curt Kobain en el video Smells Like Ten Spirit. Se notaba que su ropa la compraban de segunda y sabían de cine como el mismísimo demonio. Una noche de viernes fui a rentar una de Bresson y estaban pasando la Vendedora de Rosas en los televisores de la tienda. Por joder, o por corcharlos, le pregunté a uno de ellos si tenían Rodrigo D y me dijo: ¨claro¨, ¨Por supuesto, es una de mis favoritas… Fegtor Gaferia, Right? ¨. Right!, le dije. Yo no lo podía creer. ¿Qué hacía este red neck viendo películas colombianas? Pero ahí estaba. Allí podías ver a los cinéfilos consiguiendo los títulos más insólitos. Los viernes en la noche eran los momentos cuando más se llenaba el sitio. La gente del East Village se agolpaba junto a la estantería de Indies para irse a casa con una buena de cine independiente. Era la forma menos ñoña de concebir el fin de semana en una ciudad culta e intelectual.
De esas noches en Kim´s video, yo me inspiraría para escribir un cuento como MUJERES AL BORDE DE UN ATAQUE DE EXILIO. La historia de una mujer que llega a Nueva York siendo una consentida y se estrella con la realidad de que allí nadie le va a parar bolas. Años después, luego de estudiar con detenimiento la canción de Bob Dylan, LIKE A ROLLING STONE, me daría cuenta que yo había escrito su versión literaria, una especie de remake de esa pieza inolvidable. Ey, does it feel? To be in your own, like a rolling stone!
Bob Dylan y yo nos habíamos llevado la misma impresión, de una misma ciudad, en diferentes siglos.
Se hacía tarde en Nueva York y tenía dos opciones. O me iba a la casa a ver a Bresson, aburrido como esa muchacha latina que inspiraría mi cuento; o me iba al concierto de mi diosito Chyarly García, a pasarla del putas. Yo ya no tenía muchos ahorros para la renta, pero me iba a gastar lo último en una boleta del grande.
Me esperaba una de esas noches yo-nunca-fui-a-new-york-yo-no-sé-lo-qué-es-parís. En la puerta se arremolinaban los fans argentinos. Aguante, Charly!, gritaban unos con cara de barra brava. Las calles de Manhattan olían como Lets wait a while de Janeth Jackson un domingo a las seis de la tarde. Era una gran noche. Lo fue y me iría a cambiar mi vida para siempre.