31.12.09

11.

A eso de las 5 de la mañana empezaba a clarear un poco y los más débiles habían sucumbido al power de la fiesta rápida. Unos habían sido tumbados por el ron en los muebles de la sala y otros habían buscado las camas de las piezas. El hijo de B dormía frente al televisor encendido, rodeado de patas de marihuana, y no faltaba quien hubiera pedido un taxi y se hubiera deslizado por esa escalera de incendios que son los adioses de los ebrios.
En History Channel pasaban uno de esos documentales de alguna de las guerras mundiales con muchos buques y aviones y soldados alemanes en blanco y negro. Fui hasta el control remoto y puse al televisor al mismo nivel de la noche. En off.
De regreso a las hamacas del balcón, con la noche en off, me percaté de que A permanecía despierta, cambiándole el agua a un florero. Estaba en la cocina. Me quedé observándola desde el balcón por varios minutos y después me acerqué hasta la nevera y saqué unos restos de aguardiente que reposaban entre una lata de leche condensada y un paquete de queso parmesano. A hizo un chasquido con la lengua y vi que rabiaba con unas flores marchitas. Luego la vi tirando las flores al tarro de la basura.
- ¿Sabías que estamos en navidad? – Me dijo.
- Claro – le dije.
– Y hasta el momento, que yo sepa, ningún papá Noel nos ha dado ningún regalo.
- ¿Cuál es ese regalo que siempre has querido y que no te han regalado todavía?
- Unos binoculares – le dije - ¿A quién mierdas le da por meter el guaro a la nevera? Odio el aguardiente helado.
- Quizás debamos a ir a buscar esos binoculares – me dijo A – en algún lado de la ciudad debe haber una tienda abierta donde nos vendan unos binoculares.
- No lo sé – dije – No estoy seguro que podamos encontrar unos binoculares, pero sí estoy seguro de que al menos unas flores podamos comprar en alguna plaza de mercado. Este florero no se puede quedar sin habitantes este nuevo día.
Y entonces salimos. Ambos, A y yo, sabíamos que íbamos era en busca de más provisiones para nuestra fiesta personal, la cual no había terminado y que tampoco queríamos dejar que se terminara. Nos pusimos par lentes de sol y caminamos por las avenidas desiertas de aquella ciudad. Vimos los últimos borrachines que volvían desorientados a un hogar que probablemente estaban perdiendo o que iban a perder. También nos encontramos con esos tipos que se ponían una suerte de máscaras del holocausto y que iban por las calles aspirando papeles a través de un equipo que cargaban a sus espaldas y del cual salía una especie de manguera que hacía mucho ruido. También tenían unos chalecos de una compañía que no alcancé a leer. Trabajaban por parejas y en cada vía importante los veías, junto a otros carros que tiraban agua desde sus llantas para acabar de limpiar la ciudad. A su alrededor se levantaba una polvoreada de fin del mundo y los poquísimos transeúntes del amanecer les sacaban el cuerpo. A y yo estábamos rotos, deshechos. De vez en cuando escuchábamos una música parrandera que aun se escapaba de algún edificio residencial. Sentíamos los efectos del existir, todos juntos, comprimidos en un archivo de Mp3 a la hora de la salida del sol. Era ese punto de la rumba en que ninguna sustancia te produce algún efecto, entonces, si no te podés dormir, estás jodido. En una esquina del barrio Boston, A alcanzaría a divisar a una amiga mutua que venía con un sujeto, pero, cuando quiso evitarla, era demasiado tarde. Habían hecho contacto visual.
- ¡Cristo! – dijo cuando nuestra amiga se acercaba– No vas a mencionar que vimos su entrevista ayer en Teleantioquia. Salió fatal y me parecen horribles sus documentales y no quiero ser hipócrita. Así que no le pongamos el tema.
- Kiubo, ¿qué más?- dijo G.
- ¡Hola! – dijo A.
Juntaron sus mejillas como haciendo que se saludaban de beso. G tenía unos Lois, los jeanes más escasos del mercado, y una chaqueta marca Tennis; tenía cierto aspecto a lesbiana enojada de los años 60's. Su acompañante, por su parte, venía de saco y corbata y difícilmente podía modular palabra. Las mujeres nos presentaron entre sí y nos dimos la mano débilmente. De borracho a amanecido.
- He ido por el bar toda esta semana y no te he encontrado – dijo A.
- Ah, sí, he estado un poco indispuesta, pero sí me han dicho que te has pasado por allá.
- ¿Viste mi entrevista en Teleantioquia?
- No, no la vi, no pude, ¿vos la viste? – me pregunta A a mí.
- No, tampoco; ¿será que no la repiten? – dije.
- ¡Ay! Ojalá, porque la verdad, yo tampoco me vi a mí misma, me puse dizque a tomarme unas cervecitas antes del programa y terminé emborrachándome. No me acuerdo de nada.
- Ah, seguro que sí lo repiten. Esos programas los repiten mucho – dije yo.
- Sí, seguro que sí lo van a repetir, para que te podás ver – dijo A.
- ¿De verdad? – dijo G, esperanzada.
- Seguro – dije – eso dalo por descontado.
Luego sigue una sarta de formalidades y pretextos y mentirillas sobre la fiesta en curso y cada uno seguimos nuestro camino. Al llegar a la plaza de mercado, A me pregunta:
- ¿Qué pensás mirar con tus binoculares?
- No sé – le dije – las montañas de esta ciudad, quizás. Los colores de las casas. Las puertas, las ventanas, los techos tal vez. Los colores de las plantas. No hay mucho donde mirar y hay mucho al mismo tiempo.
En Maracaibo giramos por ahí, un poco embalados la verdad. No había nadie. Era esa fase donde el perico te pone a chasquear los dientes y tu mandíbula parece un cascabel, pero lo sabíamos manejar. Ya estábamos demasiado curtidos en amaneceres. El viento helado de la mañana nos hacía caminar en silencio. No necesitamos comentar nada ante la ausencia de movimiento en Maracaibo. Era un día de descanso para quienes escamaban el pescado y los pescadores se habían emborrachado y los peces se habían tomado la nave. Bajamos hasta Caracas y allí compramos otro poco de comida. Quisimos que aquel fuera un puerto y entramos a beber un par de copas frente al océano. Había mar de leva. Las olas ariscas. Mujeres en éxtasis, esperando melancólicas por sus marineros. Bandoneones sonando a través de los parlantes. Bailamos un par de piezas y luego fuimos a la plaza Minorista, donde compramos flores para el florero de A. Era azul, recuerdo. Con motivos japoneses y una figura achatada. Le cabían muchas flores a aquel florero.
Una vez de vuelta a la casa, yo me volví a tumbar en las hamacas mientras A acicalaba sus flores en unas nuevas aguas. Habíamos encontrado un par de binoculares al fondo de su closet y yo me había puesto a mirar las montañas detrás de los edificios. Luego vi salir a una mujer de su casa y la seguí con mis dos círculos negros. La ciudad empezaba a nacer. Me pregunté por qué yo estaba haciendo todo aquello. Por qué estaba allí con toda aquella gente y no en otro lugar. Miré a A, a la distancia, y reparé en su cuerpo. Estaba buena. Aún seguía en lo de sus flores. Dejé los binoculares a un lado y me le acerqué y empecé a acercar mi aliento en su cuello y me quedé un rato allí y, como no pasaba nada, seguí acercándome. Metí mi mano entre su camiseta esqueleto y busqué sus tetas.
Pensé que todo esto pasaba cuando uno llega a cierto nivel de conciencia. Cuando decides hacer del dolor tu amigo y te relajas frente a ti mismo y frente a la brevedad de la existencia. Cien años no eran nada. Ella se retractó un poco y acomodó su culo para que yo la masajeara con mi mano sobrante. La traje hacia mi paquete y empecé a estrujar circularmente. Besé su cabello. Tal vez sabíamos que algún día nos íbamos a morir. ¿Qué somos ante los miles de años que vienen por delante? ¿Qué éramos ante todos ésos miles de héroes del History Channel? Tal vez, cuando vos te ponías a pensar sobre lo inferior que eras, podías animarte a hacer cualquier cosa.

22.



Con casetes en mano, entramos a una de las salas de edición. Era un edificio grande y lo estaban acondicionando para que se convirtiera en un gran complejo de auditorios y servicios audiovisuales. Se venía una gran avanzada de tipos con corbata en las universidades públicas. Venía la globalización y había que venderse al mundo. Era la época de la transición digital también. La edición análoga daba sus últimos suspiros, pero allí todavía se trabajaba con máquinas sincronizadas. Nos había sido asignada la sala de Super VHS y el aire acondicionado estaba en su máxima potencia. Parecía que el frío de aquel lugar anunciara algo que estaba por venir. Al lado de nosotros estaba la sala de Betacam, a la derecha. Y otra de transfers, a la izquierda.

Me puse un saco y empecé a trabajar en LA INSOPORTABLE TERQUEDAD DEL SER. A mi lado, B se dedicaba a opinar todo el tiempo. También quiso hacerse un par de rayas de perico, pero yo no la dejé. Yo nunca consumía cocaína mientras estuviera grabando o editando. Tampoco dejaba que consumieran a mi alrededor. Yo no era de esa escuela. Así que saqué a B de la sala de edición y le dije que le haría llegar una copia del corto, una vez estuviera concluido.

Apenas solo en aquel recinto, me puse a pensar en la estructura que iba a utilizar. De vez en cuando miraba hacia los lados y me ponía nervioso tan solo de ver dos salas de edición subutilizadas: se veían tan tristes así, sin gente. Pensé, que si yo fuera director de aquel lugar, hubiera organizado cursos de verano para fomentar la cultura audiovisual en nuestro medio. Los recursos tendrían que servir más allá de la mera complacencia política. Algo en aquellas salas me inquietaba.

Pero lo que me ocupaba ahora era LA INSOPORTABLE TERQUEDAD DEL SER y cuatro horas de material. La idea era reducir aquello a un cortometraje de 15 minutos. No tenía orientaciones de ningún tipo. Yo era mi propio jefe y la libertad absoluta era el peor de mis castigos. Era el precio que había que pagar por la independencia. Ahora entendía por qué la gente necesitaba de la sumisión a alguien ó a algo.

Durante muchos años me la había pasado en la biblioteca de aquella universidad investigando cómo se armaba un guión en la sala de edición. Era un edificio imponente de roca bruñida, con un espejo de agua al lado. Era un edificio a pocos metros del Centro de Producción y Medios, el cual te inspiraba y te llenaba de nostalgia al mismo tiempo. Con solo verlo te transportabas a épocas de la magnificencia precolombina. Una vez yo había visto cómo los revolucionarios habían hecho explotar una bomba molotov en el sótano. Volaron vidrios y ventanas y nadie se había inmutado, porque ante las bombas de Pablo Escobar, un petardo en una biblioteca era un pastel de manzana.

Todas esas tardes que había pasado con el estómago comprimido y con un libro de Joseph M. Boggs en las manos, ahora tenían su llamado en aquella sala de edición. Tenía ganas de aplicar la estructura clásica de los héroes con un objetivo y con un antagonista, poniendo obstáculos en el camino, tal como les solía enseñar a mis alumnos.

Hice un primer esbozo en el casete master y todo me pareció demasiado simple. Había sido un montaje que se había armado casi solo y yo siempre he tendido a sospechar de esa facilidad. Mire globalmente el producto y sentía que le faltaba emoción. Había grandes fallas en la dramaturgia que era necesario camuflar. Tampoco quería caer en el efectismo. Tenía un gran panel de botoncitos con los que me podía dar un banquete. Fui afuera y me fumé un cigarro, aunque yo nunca he sido fumador. Luego fui a la cafetería de la Facultad de Derecho y me compré una papa rellena y una gaseosa Premio. El aire fresco me venía bien. La universidad estaba desolada efecto vacaciones de mitad de año. Regresé caminando entre los jardines de la universidad, después de sobrepasar algunos extensos y desolados pasillos. La naturaleza en el trópico era un gran aliado que te regalaba grandes paisajes floridos en todas las épocas del año. Un agrónomo podía darse un gran festín con las especies locales. El ambiente me olía a tierra mojada. Yo no era un gran observador de árboles, pero miré hacia arriba y vi el espectáculo de un gran árbol, sin hojas pero tupido de flores violeta.

Era un buen contraste del gris del edificio y de las ramas, con el violeta. Sentía que necesitaba mirar aquello y pensar al respecto para despejar la cabeza. Desde que empecé a escribir me he dado cuenta que es mejor no querer terminarlo todo de una vez, contar las historias con calma, como los alcohólicos anónimos: ¨haga las cosas con calma, pero hágalas¨. Un paso a la vez.

Cuando una obra no te está dando lo que vos le estás pidiendo, lo mejor es parar, abandonar la silla e irse a la cocina por un café. Si es posible, posponer la tarea para el otro día, especialmente cuando estas trabajando en audiovisuales. Hay un punto de la jornada en que estás tan cansado, que lo único que te salen, son errores. Muchas veces fatales. Bueno era, la época de lo análogo. Lo peor que te podía pasar es que dañaras el master. Hoy, me imagino, es que no salvés algún render.

Volví a entrar al estudio y pensé que iba dejar todo como estaba. La ley de oro entre los autores es que siempre debe haber un punto final, pues una obra nunca queda concluida. Si te descuidás, podés pasarte toda una eternidad puliendo la vida de tus hijos. Lo mejor es dejarlos ir de casa con sus defectos y sus virtudes.

Sin embargo, la loca de la casa que es la imaginación, se ponía cada vez más atrevida y me dio por aplicar una técnica que nunca se la había visto a nadie en Colombia y que yo sólo la había aplicado una vez en un institucional de la Corporación Región, con aplausos de parte del cliente. Se trataba de la Ley de los Cinco Principios. Ella consistía en olvidarse del guión literario y buscar entre el material en bruto los principios de Variabilidad, Diferencia, Repetición, Concordancia y Unicidad. De hecho era una técnica que también estaba pensando en aplicarla a mis escritos. ESCRITO EN LA NIEVE, por ejemplo, iría a ser trabajado bajo el ritmo de esa tonada. Aquella es una ley que está en casi todas las buenas películas y obras literarias, pero con la salvedad de que a la mayoría de las buenas películas y los buenos libros siempre le sobran un puñado de otras leyes.

En lo personal me gustaba empezar buscando el principio del Leit Motive. Era un elemento bastante común en el formato de los videoclips, pero sin el acompañamiento de los demás principios. Yo usaría esa técnica del clip y la reforzaría con los otros elementos de mi técnica.

Al final, los resultados fueron más que satisfactorios desde el punto de vista artístico. La historia inicial se dejaba contar, pero no de un modo demasiado convencional. Me gasté más de dos semanas editando aquel ejercicio. Algo que no estaba presupuestado sino para tres días, pero yo era de los que me entendía muy bien con los asuntos de la tecnología. Así que me la pasé jugando con los micrófonos y con los sonidos que podía lograr. Me gastaba la mitad del tiempo conectando y desconectando cables, corriendo voces de personajes y ejecutando la técnica del jump cut. In fact, la primera secuencia de LA INSOPORTABLE TERQUEDAD fue trabajada con todas las tomas grabadas. Era la parte donde al tipo se le enredaba el casete y nosotros no habíamos escatimado esfuerzos en hacer el mayor número de puntos de vista posibles. Todos ellos fueron combinados y lo que quedó, fue un juego de pasados y futuros bastante plástico.

Después de varios días, casi sin notarlo, empecé a notar la presencia de dos realizadores en la sala de Betacam. Se trataba de quien fuera a ser el director del canal estudiantil de la ciudad, CANAL U, y su editor. Yo podía verlos a través de las paredes de cristal. De vez en cuando, yo echaba un vistazo en aquella dirección y ellos estaban mirándome. Entonces yo saludaba con un levantón de mano y ellos me contestaban igual. Nunca pude entender por qué destinaban tanto tiempo de su turno en mirar mi trabajo. Era gente con una idea muy específica de lo que debían ser las cosas. Gente con un libreto y un guión muy claros. Yo no era así. A mí me gustaba tachar y hacer apuntes al margen. Yo tenía una novela en el aire llamada LA LLAGA y la gente la estaba respirando y tocando, allá afuera, en las calles. Ellos hacían videos que sólo se podían apreciar con el sentido de la vista y el oído. Eran de esos paisas que habían construido a Medellín temiendo siempre la trampa y la maña. Todo los asustaba e irían a perpetuar sus tradiciones.

Ese año, los que vieron mi video, decían que toda la fuerza del corto estribaba en el montaje. Yo no lo creía así. Yo he pensado que aquel corto siempre tuvo una magia a la que todo arte debe aspirar. Si lo hubiera dejado como estaba en su primera versión, tal vez la magia hubiera hecho mutis por el foro. Pero bueno, tampoco quise mostrárselo a mucha gente. Yo no era de ésos que se auto-proporcionaban bombos y platillos en los teatros de Unicentro con motivo de un simple laboratorio estudiantil. Lo importante para mí es que había podido armonizar un montón de piezas en una nave hecha añicos desde antes de empezar. Esta vez, tenía que admitirlo, no había podido descifrar un misterio, como lo había hecho en otras ocasiones.

FINAL

Pacífico colombiano, noviembre del 2008. Esta historia toda, termina con mi regreso al pueblo. Es una elipsis brutal, lo sé. Yo también odio esta clase de saltos en el tiempo. Me parecen muy bobos los flashforwards tanto como los flashbacks, y más cuando son abruptos y dejan un montón de material en el tintero. Me parecen síntomas claros de una mala literatura. Aunque, sí. Ya lo sé. ´Cien años de soledad´ empieza con un gran flash back y Pedro Páramo también. Pero en este caso se me hace imperante usar uno de estos.
Necesito ir hasta el final y mirar hacia atrás. Tratar de ver el paisaje entero, the whole picture. Tratar de entender qué clase de historia es la que estoy contando y por qué. ¿Será acaso, éste, más un ensayo que una novela? Puede ser. El tema hace rato que lo perdí. Empecé contando una historia de unos drogos en Medellín y terminé haciendo un making of de mis novelas. También puede ser también el sondeo cronológico de una ciudad, no lo sé. Del tono mejor no hablar. El caso es que, de igual modo, se podría catalogar como la primera novela escrita exclusivamente para el Facebook. Un texto en vivo y en directo. LIVE. Al aire y casi sin derecho a corregir, como en los chats. Soy de los que tengo cierta debilidad por este tipo de ñoñadas. Adoro esas hazañas de Record Guines, muy al estilo pionero, y me gusta esta palabra. Pionero. Suena bien. Alguien que se arrojó por primera vez. En resumidas cuentas: alguien que lo intentó por primera vez, así no hubiera servido para nada. En efecto. Me enamoran este tipo de proezas inútiles, insignificantes, de ideales frívolos. Subterráneamente pop y económicamente nada rentables. Primera persona en comprar un I-phone. Primer paisa en subir el edificio Coltejer en bicicleta. Primera novela en publicarse por entregas sin derecho a corrección. Cool.Lo otro interesante, es que venirme hasta el presente me permite mostrar el escenario sobre el cual estoy escribiendo. Eso es muy importante. Hay que dar a entender quién escribe. Mi yo presente en contraposición a mi yo pasado. Quien escribe no necesariamente puede ser el mismo de quien narra. Estoy contando unos hechos que le pasaron a alguien que fui yo o que pude haber sido yo. Tal vez ése ya no sea el mismo de hoy, quién sabe. Lo que quiero decir es que el narrador no tiene que ser precisamente el personaje al que le pasan las cosas. En lo personal, amo escribir historias en presente. Me parecen estéticamente más acertadas, más acordes al ritmo de los tiempos. El siglo 21 es una era en pañales, donde todo pasa aquí y ahora. Nada queda, nada trasciende. Si pestañeas por un segundo, corres con el riesgo de perderte el acontecimiento más importante de tu vida. Todo es inmediato, para ya. El pasado es para los conservadores que hicieron todo lo posible en detener el curso del universo con el gobierno más nefasto de todos los tiempos. Al final, Internet ganó. Este triunfo no es de Obama. Este triunfo es de esos primeros colaboradores que regaron la bola por medio de correos electrónicos. He ahí un gran mensaje. Prepararos porque los computadores ya están aquí. Por lo menos hasta que venga algún estítico y le dé por cerrar la red. En este siglo siempre sientes que se acaba el tiempo. El tiempo tuyo y el de los demás. Hay un afán en las personas que a veces no te explicas la razón ni su causa. La goma elástica ha dejado de ensancharse y se ha empezado a encoger. El único país donde parece haberse estancado su majestad el tiempo es en Colombia. Todo sigue igual a como lo dejé. Ciudades feas, muy feas, en entornos naturales muy bonitos, en medio de territorios privilegiados en flora y fauna. Ciudades destartaladas, sin brillo, sin mujeres bonitas porque todas se han ido a Miami y a Barcelona. Gentes muy engreídas. Muchas de ellas muy ricas, pero en el lugar equivocado, en un paraíso de puertas para dentro. Gentes muy ricas en ciudades urbanizadas sin planeación, con calles poco amables para recorrer, entre ciudadanos miserables, carentes de buen gusto, con sistemas de transporte pauperrizados, sin trenes de cercanía; sin opciones de entretenimiento ni ocio edificantes. En Colombia la actividad más parecida a diversión es el aguardiente y la telenovela de turno. No hace falta decir más. Con esa vara es la que se puede medir este peladero. La única diferencia del Colombia viejo y del nuevo, es la suma de los sueños destrozados. Es paradójico, en NY te reconcilias cuando sales a la calle y en Colombia te deprimes. Encontrar unos pobres niveles de autoestima entre todos tus conocidos. El síndrome del afan-por-demostrar, aquí y allá. De nada ha servido ganar inteligencia académica si la emocional se ha quedado en pañales. Llegas al país y no te explicas cómo mucha gente con buenos empleos y estabilidad económica siguen siendo los mismos seres indefensos en búsqueda desesperada de una vida con algo de significado. Al final, sientes que nadie ganó. Que todos perdimos; que terminaste creyendo en las cosas que siempre has considerado equivocadas. Que no sos el único con problemas de exhibicionismo crónico. Hablo de todas la palabras que se tuvieron que tragar y de todo lo dañado que terminó su corazón.Puede ser esta nueva cultura de Internet también. Pero en el fondo todos sabemos que es algo más. Me parafraseo a mí mismo, estoy en un buen punto donde puedo permitirme el lujo de ser auto-referencial. Creímos ganarnos el tour de Francia y no llegamos siquiera a premio de montaña. Lo peor de todo es que nos la creemos; nos consideramos los putas. Pero es la oportunidad perfecta para que todos seamos Bernard Hinault sin haber corrido. Lo podemos ser, las condiciones están dadas. Ya se comprobó que los únicos rockstars verdaderos fueron los que se mataron. Pero nosotros aún estamos a tiempo, repito. Aún siguen vigentes las leyes permisivas con la venta de armas en los Estados Unidos. En Colombia puedes conseguir Seconales en las farmacias sin fórmula médica. No nos queremos. Nos odiamos a nosotros mismos. Buscamos la protección bajo la calidez de nuestras amistades más sobresalientes, algún rescoldo de nitidez en tu lista de contactos telefónicos. Nos escondemos tras nuestros títulos académicos, en los quehaceres importantes, en el referente, en la música que escuchamos, en nuestros hábitos de consumo, en nuestro estilo de vida light, en la búsqueda desesperada de buenos pensamientos. Todos mis amigos son artistas, personas con cierto tipo de sensibilidad; la gente con la que salgo son todos de buena familia. No los tengo. Los busco desesperadamente. Hay que ser alguien, no somos nada y el que no es famoso, o por lo menos popular en Internet, está jodido. No sos el único. No eras el único. Sumar tiempo no es sumar amor. Nuestros padres trataron de ahogar sus carencias en el licor o en la iglesia. Nosotros en el chat. Al final todos perdimos. Todos estamos haciendo los trabajos que nunca soñábamos. Algunos sí. Pero ¿por qué lucen entonces tan perdedores? ¿Por qué estos niveles de frustración? Esto definitivamente no es una novela. Es una divagación, un devaneo personal. Un flujo de conciencia, como lo llaman los especialistas. Los gringos triunfaron. Nos vendieron también el síndrome del éxito según su evangelio y nos lo tragamos enterito. ¿Quién es exitoso? Según ellos, el que sale en televisión; el que tenga un blog con muchos comentarios y 500 amigos en Facebook. Nuestra última bala, la última oportunidad de ser famosos. Aprovéchala o piérdela. Pero reafírmate en esta única verdad; de que es un grave problema de autoestima y lo digo con conocimiento de causa. Antes, en el siglo pasado, era suficiente conque fueras exitoso en el juego, o en el amor. Tal vez un poco de popularidad dentro de un grupo de amigos también era necesaria. Pero hoy, en 2008, también tenés que ser famoso. De lo contrario, olvídalo. Estás muerto. Famoso al menos por un día. Eso es lo que necesitas para ser feliz. Fama. Fama. Fama al menos por quince minutos. Y ser famoso significa que todo el mundo te conozca o que al menos te distinga en los supermercados. Fama aunque sea de pasillo. Que no llegues a viejo sin ser famoso. No te frustres. No importa que tengas el mejor trabajo del mundo; no importa que estés completamente enamorado y que seas correspondido. No importa que estés sano como una lechuga. Lo importante realmente es que hayan hablado de ti, pero sobre todo, que no te olviden. Acabo de perderlo. Eso. Lo brillante que seguía este escrito y se te olvidó. Lo que iba a hacer que este capítulo fuera inolvidable. Entonces toca seguir con las definiciones. Famoso: algo distinto a ser popular. Ser popular significa que te quieran. De verdad. De corazón, por lo menos en teoría. Famoso es otra cosa; es que te conozca todo el mundo. No importa que te odien. Lo importante es que el asunto sea masivo. Que pueda revertirse, en un momento dado, en dinero; que pueda revertirse en caso de que te conviertas en un producto y que tu funeral, al fin y al cabo, no sea tan desolado como lo temías. Nunca se sabe, podría suceder. De repente estás muy tranquilo en tu cómodo anonimato y mañana podrías convertirte en un fenómeno de masas. No te fíes de tu bajo perfil. Sonríe, estás en cámara escondida. En estos tiempos ello podría representar el pasaporte a Suiza en tiempos de crisis financiera. Podrías probarlo, nada se pierde. Estás naciendo a la nueva comunidad donde todos somos artistas. Imaginate, si el subnormal de Juanes pudo. Ser famoso también te puede salvar de la vejez y, muchas veces, suele ser elixir de eterna juventud. Si vos sos de los que no supiste envejecer, entonces dedícate a hacer de la fama una profesión. Gana fama. Buena o mala; no importa. Tal vez eso es lo que te hace falta y no lo sabes. Podés tener 50, 60, 70 años de edad, pero, si desconocidos te reconocen en la calle (y te llaman por tu nombre), sabrás que nada ha sido en vano, que los años no han pasado ni pasarán, porque ya sos parte del inconsciente colectivo y, como dice Estanislao Zuleta, en el inconsciente no hay tiempo. En el inconsciente todo es un eterno presente simultáneo. Has trascendido. Y, como veis, he vuelto al punto de arranque. O sea. Al presente. Echa un ojo afuera. Mira las redes sociales. Todavía hay muchos dinosaurios que lo están intentando, o que temen llegar a perderlo. Mira a Charly García, mira a Diego Armando. Nunca envejecieron. Fueron jóvenes siempre. Mira tu Myspace. Busca en la franja entre los 45 y los 65 años: verás un montón de viejos jóvenes. Jóvenes, mejor dicho. Simplemente jóvenes. Dejémoslo así. Pero recuerda: la fama es la clave. Gordo o flaco, pero famoso. Mira a Obama. Un negro. ¡Un puto Negro! O sea. A fuckin´niga´. Un ser de ésos seres que son más despreciables que los rolos y ahora presidente de los Estados Unidos. ¿Quién lo iba a creer? Hace un año nadie hubiera apostado ni un centavo a que un negro fuera a ganar. Y ¿qué hizo Obama?Pues posar. Posar y hacerse un afiche tipo Andy Warhol y colgarlo en medio de ´Times Square´. ¿Cómo se llama eso? Fama. F-A-M-A. Fama con mayúsculas. Significa hacerse el rockstar y venderte en la red. ¿Quién iría a decir que el inventor del Pop Art sentaría la reglas de la felicidad en el futuro? ¿Quién iba a imaginárselo? ¿Quién iba a imaginarse que Mclujan era quién iba a dejar las pistas, mendrugos de pan, para que un negro viniera a recogerlas? Mcain pensando en sus discursos y Obama en el GYM. ¨Prefiero ser flaco que famoso¨, diría el citado Warhol, como parodiándose a sí mismo. Pues bien, Obama se hizo famoso y ya era flaco. Podía poner sus manos en el bolsillo sin parecer un camaján de esquina. Mcain no lo podía hacer ni aunque sus asesores lo hubieran obligado. Su formación militar no se lo hubiera permitido. No estaba en su sistema operativo ni descargando la versión 2.0. Por demás, hay que ser muy posudo para darte el lujo de poner tus manos en el bolsillo y no parecer un borrachín, sino un modelo.Pues bien, aquí estoy en Colombia. Donde ser famoso es un arte poco sofisticado. Ser famoso aquí significa convertirte en objetivo militar, secuestrable, temeroso. Aquí ni siquiera necesitas ser rico para que te secuestren. Miro alrededor y todo lo que veo son muchos centros comerciales y pocos clientes. En efecto, si buscas una definición exacta para la Colombia del siglo 21, es ésta: PAÍS DE MUCHOS CENTROS COMERCIALES Y POCOS CLIENTES. Eso y muchas cosas peores siento que es Colombia. Pero estoy en casa. Siento que he vuelto. Para bien o para mal, soy de acá. Aquí nací y aquí es adonde pertenezco; aquí es donde están mis amigos más entrañables. Aquí es donde me mimetizo con el paisaje, donde desaparezco, donde me puedo camuflar en calles viejas y donde puedo hacer que los portones en realidad me digan cosas. Camino los barrios y siento que son míos, que yo ayudé a construir sus olores y sus músicas; que allí fui amado y lastimado. Por demás, ya estaba cansado de pasármela leyendo periódicos colombianos por Internet. Es bastante raro lo que te sucede cuando te vas a vivir afuera. Todo lo que haces es preocuparte por cómo van las cosas en tu país. Nunca consumes tanta información del terruño como cuando vives en el exterior. En este mundo globalizado consumir información local es como redundar, entonces vos siempre tirás es a leer lo que pasa lejos, afuera, en el más allá. Por eso es mejor volver: para que los temas colombianos dejen de convertirse en una obsesión. Aquí pertenezco, Colombia es mi hogar y viviendo aquí me veo en una posición más adecuada para disfrutar de los canales extranjeros a plenitud . Vuelvo a casa. Me siento frente al computador. Lo enciendo y me pongo a escribir sobre lo fantástica que era la vida en Nueva York. Me doy cuenta de que este no era el fin. Todavía queda mucho qué contar.

Penúltimo capítulo

Pues bien, aquí estamos. En una ciudad. Afuera es América, hay hielo, y adentro estoy yo, con un corazón a todo vapor, recostado sobre algún teclado electrónico. Había pedido tranquilidad y la tenía. Lo mismo con la paciencia. Había pedido respeto por lo que hacía y estaba disfrutando de él.

Muchos amigos, especialmente argentinos y gringos, me llamaban de vez en cuando y me preguntaban por cómo iba la novela. Me decían que debería pensar en publicar, que empezara a tocar puertas, pero yo les contestaba que no tenía afán con eso; que todavía me faltaban veinte títulos, entre académicos y literarios, antes de sentirme con el derecho a publicar.

No quería ser parte del ramillete timador. Con certeza sabía lo que se cocía entre estas manos. EL EMPELICULADO no merecía ir a imprenta, pues iría a decepcionar a mucha gente. Era una novela de bajas pasiones, escrita a los brochazos. Una novela, como aquella, nunca podría encajar en el canon. Era premeditadamente torpe, equivocada, sin resonancia universal ni resortes narrativos; adelantada a su tiempo.

Yo ya había testeado el ambiente mandando un primer capítulo a la revista ANARQUISMO NEGRO de New York, subsede Alaska.

¨¿Qué fue eso?¨, me preguntaron los últimos reductos de las Panteras Negras, ¨¿a dónde se fue el autor de ESCRITO EN LA NIEVE?¨, insistieron.

¨A ninguna parte. Aquí estoy¨, contesté.

Les dije que mejor les iba a mandar un primer borrador del resto de los capítulos y así lo hice. Tampoco entendieron. El aluvión de críticas no se hizo esperar. ¨¿Qué es este melodrama?, además… ¡está mal escrito!¨. ¨¿Es posible que alguien tenga tanta capacidad del ridículo?¨, me pusieron en la solapa del manuscrito, a vuelta de correo.

Y era cierto. Nunca pensé en una carrera, pero tampoco le tenía miedo a los suicidios sociales. En lo personal sentía más bien que me estaba ejercitando para cuando estuviera filmando mi primera película. La edad de 50 años era mi plazo. Si a los 50 años no lo lograba, desistiría de ello. Ese era el límite de mi espera. Hay muchos directores que necesitan toda una trayectoria para expresar lo que tienen por dentro. Yo opinaba que a mí me era suficiente con una sola película.

Mientras tanto, Internet era una oportunidad excelente para practicar. Lo de tener una opción económica con el cine era una cosa que a ningún colombiano cuerdo le pudiera caber en la cabeza. Tenías que estar muy desfasado si pensabas que el cine te iba a servir de sustento. Pero yo me sentía impelido a insistir. Lo mío iba por otro lado, aunque también necesitara cierta holgura económica.

Por fortuna, ahora los misteriosos cheques seguían llegando. A veces, un pequeño rellano en las largas escaleras que llevan al cielo, es lo que necesita un narrador. Una hamaca en el octavo piso, para tomar un poco de aire, nunca viene nada mal. Debía sentirme agradecido por ello. Ya no más trabajos como repartidor de directorios telefónicos, ni como instalador de alfombras y aires acondicionados, ni como reparador de techos ni como pintor-escritor de brocha gorda. Tal vez debía mudarme o algo así. Tal vez podía conseguirme un buen apartamento para mí solo, pero no sabía a ciencia cierta hasta cuándo iba a durar aquello.

De alguna manera estaba cansado de vivir en cuartos alquilados, a expensas de la situación anímica de extraños. En Nueva York todos lo hacen en sus primeros años, pero después uno se cansa de esas cosas.

Hacía apenas unos años atrás, yo había recorrido las calles cubiertas de nieve, con pocos dólares en el bolsillo y una maleta a cuestas, precisamente huyendo de una situación como ésas.

Sentado junto a la ventana, recordé esos primeros días. Estaba recién llegado y no conocía a nadie. Yo tenía un familiar en Estados Unidos pero él viajaba mucho y casi nunca estaba en la ciudad. Era un tío que sólo venía los domingos a dirigir un equipo de fútbol que él mismo patrocinaba. Aquella noche, yo no tenía a nadie quien me indicara ni la más mínima coordenada. Pero era bueno haciendo amigos y esa certeza me llenaba de confort.

El lugar que me había recomendado la agencia, era la casa de una anciana que se dedicaba a recoger botellas en las calles. No las vendía. Simplemente se dedicaba a recorrer las calles con un coche-cuna y lo atarugaba de envases vacíos para acumularlos en la sala de su apartamento.

El lugar obviamente olía a tufo de borracho podrido, pues la mayoría de las botellas eran de cerveza que ella nunca lavaba. Tenía esas latas por años allí. Era una vieja loca. Nunca oía lo que vos le preguntabas. Tampoco se bañaba. La tina del baño estaba empolvada y las cucarachas rondaban como los ejércitos de la guerrilla colombiana por las fronteras con Venezuela.

Era un New York de película, que siempre me había interesado conocer. Viviendo en esa casa, me sentía grabando las primeras secuencia de Seven, esa película protagonizada por Bratt Pitt, donde el sol sólo sale al final de la trama. Del resto no veías nada. Solo los semi-iluminados siete pecados capitales. Como los cuartos de aquella casa.

Recuerdo que solía llegar cansado de trabajar y me echaba a dormir hacia las cuatro de la tarde. Luego, a las cinco, varios radio-relojes activaban sus alarmas y se quedaban con aquel estruendo manifiesto durante horas. Rayos. La vieja estaba sorda. Cada tarde me tenía que levantar, atravesar la maloliente casa y desactivar las alarmas. Era imposible soportarse aquel ruido. Era como si alguien anunciara cada día la llegada de los veinticuatro jinetes del Apocalipsis.

Era misterioso: la vieja nunca estaba en casa, pero de repente ibas al supermercado y te la encontrabas en cualquier recodo con su coche-cuna repleto de latas vacías.

Fue un largo diciembre. Pero, para el mes de enero, yo ya había puesto pies en polvorosa. Ahora las cosas eran distintas. El último cheque, de hecho, no tenía en qué gastarlo. Había pagado la renta, me había comprado una cámara de video y un computador, tenía el closet lleno de ropa y a mis primeras tarjetas de crédito en USA.

Quizás debía dignarme a mandar plata a Colombia. No lo sé. Pobre madre mía, también se había creído el cuento de que mi padre había muerto y que era preciso enterrarlo con honores.

Viejos compañeros de trabajo se preguntaban de dónde estaba sacando yo tanto dinero. No había vuelto a trabajar, ni en las bodegas de New Jersey, ni atrapando hongos en los sótanos inundados de Brooklyn. De igual modo, había cancelado mi disposición permanente a las compañías de mudanzas. No más pianos al hombro en los edificios de Manhattan. Ahora me la pasaba turisteando por la Gran Manzana.

Quería investigar el origen de los cheques, así que me fui un domingo cualquiera a visitar a mi tío. Pensaba que tal vez él estaba enviándomelos.

Helo ahí, en medio del Parque Flushing Medeaws, con sus muchachos, sacando la alineación para el partido de turno. El sol brillando en el cielo. Pelotas de caucho rebotando en la grama. Los hijos de los jugadores corriendo de un lado a otro. Casi todos ellos eran ex jugadores del fútbol profesional colombiano. Yo había crecido oyendo sus nombres por radio y televisión y ahora me trataban como a un miembro de la familia.

Todos los amigos de mi tío me llamaban ¨EL SOBRI´¨. Recién llegado a Nueva York, incluso, había jugado un par de partidos con ellos y les había mostrado cómo se jugaba el buen fútbol del Medellín de los 90´s. Ellos venían de otros años, de los 70´s y de los 80´s acaso.

Yo me había vuelto un crack cuando ellos ya habían emigrado. La mitad del equipo tal vez no había llegado al profesionalismo, pero también la movían. Todos estaban metidos de alguna manera en asuntos oscuros. De vez en cuando se me acercaba alguno y me decía: ¨todo bien, sobri´, si algún día necesita hacerle la vuelta a alguien, es sino que nos diga, pero no se vaya a dejar faltar de nadie, ni aquí ni en Colombia¨.

¨Todo bien¨, les decía yo.

Mucha de esa sustancia se filtraría también en el EL EMPELICULADO. Me caían bien esos tipos. Quería hacerles un homenaje en su forma de hablar. Mi tío no debía enterarse de ese tipo de ofertas tan escuetas, pero yo sabía que con él también podía contar. Alguna vez me había presentado a gente dura, gente que llevaba años estando a la altura de la capital del mundo. No eran ¨mariquitas-blandengues de título profesional¨ los primeros colonos colombianos de Nueva York. Era gente que había crecido con una Nueva York más real que las demás; la Nueva York de los cojones. La Nueva York de estar pagando unas empanadas en una tienda y sentir que alguien te ha empezado a disparar en la espalda. La Nueva York de vos tirarte abajo de una mesa con tres balas en los pulmones y luego alcanzar el baño y esconderte allí hasta que el asesino acabe de vaciar todo el proveedor. El aviso que reza ´GENTLEMAN ´ manchado de sangre. Bueno, era otra Nueva York. La Nueva York que en todo caso ha mantenido políticamente a Colombia por muchos años.

De todos modos, mi tío me estaba asegurando que no era él quien mandaba esos cheques. Aquel domingo me quedé viendo un par de partidos y me fui temprano a casa. Había una fiesta pero la música de la colonia colombiana en New York siempre me ha sonado como a tijeras cortando icopór. Sin embargo, cuando me disponía a entrar en la estación, mi tío me alcanzaría en un Audi del año. ¨Suba, sobrino, tenemos que hablar¨. Subí al auto y luego aparcamos frente a un Dunkin Donuts. Nos quedamos conversando adentro con el motor apagado. Yo en la silla del copiloto.

-Qué es esa cosa de que se nos volvió escritor.
- Nada tío, sólo es un embeleco, por joder. Es que no encuentro qué más hacer con el tiempo que me queda libre. Tengo que aprovechar. Es una ciudad de artistas.
- No es sino que me diga y yo le doy para que se meta a hacer una especialización en una universidad.
- Eso no lo enseñan en ninguna parte, tío. La literatura es como la adolescencia: inventos del mercado para crear franjas de nuevos consumidores. Déme más bien para comprarme un carro como estos.
- Ah, eso sí que no. Yo no le voy a dar pa´ mecato. Vea a ver que se va a poner a hacer en la vida, pero que lo haga bien hecho. Acuérdese que yo soy su papá acá en Estados Unidos y tengo que velar porque salga adelante en este país. No puedo dejar que se me quede lavando baños, porque después ¿yo qué le digo a su papá?.
- Yo vine a mirar, tío.
- A mirar? … vaya con ese cuentico a Roma.
- Ese cuentico fue el que le eché a la cónsul cuando me dieron la visa para venir acá. Y funcionó.
- Por eso le digo. Póngase entonces a escribir.
- Qué risa me da, tío. Pero gracias.

Abrí la puerta y me bajé.

¨Ya sabe, ¿no?¨, me gritó mi tío, a la distancia.

¨Ya sé¨, pensé, ¨tremendo pajazo mental el que nos estamos metiendo todos en esta vida, tío.¨

Luego volví a casa y me dispuse a enviar EL EMPELICULADO por Internet. Fuck las editoriales, fuck el arte para los superdotados. Sabía que muchos se reirían de la novela, pero en mi opinión ella denotaba el excelente momento por el que estaba pasando. Por lo menos estaba en una ciudad donde todos tenían su arte y, bueno o malo, no les daba pena mostrarlo.

Acaso quién me creía? Mi literatura no era tan especial como para estar en una sagrada librería. Era para moverse entre correos electrónicos. Yo venía de un país desbordado de vergüenzas medievalmente católicas en cuanto a creatividad.

En realidad, Colombia siempre ha sido un país de gentes avergonzadas y no es para menos. A las familias colombianas les daba pena todo lo que tuviera ver con la expresión, pero no les daba pena tener un estado fallido por donde quiera que se le mirara. Yo era uno más entre un millón de escritores anónimos en Nueva York. Uno más entre millónes y millones en todo Estados Unidos. Si te ponías a conversar con algún extraño en el laundry, éste de alguna manera llegaba al tema de una novela que había estado escribiendo ó al de alguna película en la que había participado.

Perdón, es que estaba en Nueva York. Debía aprovechar. En Estados Unidos no corrías con el riesgo de que un cura sin sotana te quemara en la llama de sus hogueras.

27

A finales del verano en 2003, yo me encontraba mirando anuncios de trabajo en la respostería de mi amigo el rumano. Se trataba de una pequeña tienda conformada por dos mesas, cuatro sillas y un GRAN ventanal. Nada de afiches y cero desorden. Al fondo, más allá del mostrador, podías ver las delicias que el rumano sacaba del horno y a las cuales ponía a enfriar en unas bandejas, dispuestas una sobre la otra. Aquel era un ritual obligado para mí: salir de casa, cruzar la calle y desayunar con esa suerte de pastel de queso, y un café.

En ese recorrido, siempre podías saludar al japonés que administraba el laundry de la cuadra y, del mismo modo, a los anglos de la esquina que prestaban asesorías de Internet. Más abajo, vos también podías comprar víveres colombianos en el granero de un manizalita. Lo desagradable era que éste siempre estaba averiguándote la vida, como buen paisa. Metiche a morir. Una vez le pregunté por qué tenía que ser tan chismoso y me contestó que él se sentía con el deber de saber quiénes eran sus vecinos. Yo nunca volvería a escuchar eso en todo en Nueva York y tampoco lo había escuchado antes. Nunca.

Tuviera trabajo o no tuviera, siempre iba a la tienda del rumano. Aquel día yo entré con un periódico bajo el brazo y me senté en la mesa que miraba a la calle. Estaba cansado. La noche anterior, un incendio había quemado los estudios donde se producía el Plaza Sésamo anglo. Hablo de los Kauffman Studios. Chaplin y Gardel también habían filmado allí. Eso era lo más lejos que yo había llegado en el cine. Limpiando los títeres de Enrique, Beto y la Rana René. Ahora quería cambiar de trabajo. Estaba en ese punto de quiebre donde empezabas a odiar todo lo que daba para comer.

Septiembre era esa época cuando la ciudad regurgitaba de movida musical. También de paranoia. Todo el mundo pensaba que en un momento dado iban a contaminar las aguas del acueducto con Ántrax. Un presentador de Univisión repetía cada mañana que Estados Unidos perdía la inocencia. Bueno, yo pensaba que mientras alguien la perdía, otro la ganaba. Enrique Bunbury se presentaba gratis en el Sumerstage. Charly García hacía lo suyo en Midtown. Joe Strummer había estirado la pata. Fito lanzaba Naturaleza Sangre.

Yo ya había asistido a todo tipo de conciertos. En una misma noche podías encontrar a Iron Maiden, Depeche Mode y PJ Harvey tocando en distintos sitios de la ciudad. En lo personal, me da mucho gusto decir que estuve en uno de los últimos toques de Mescaleros, antes de que Joe Strummer se metiera ese fatal pase de más. También había visto a Sonic Youth y a Manu Chao. Pero, para mí, Charly García era el rey; estaba por encima de cualquier Rolling Stone que le pusieran al frente.

Así fue. En vez de buscar trabajo, me fui a ver a Charly. De todos modos cuando yo no me iba de conciertos, me la pasaba en un bar o en una librería o en una tienda de discos. En su defecto, el tiempo sobrante lo invertía en mujeres ó en conseguir empleos de mierda o escribiendo o almorzando en casa de mi buen amigo Nacho. Otro cuento. La historia de Nacho da como para otra novela. Un tipazo. Decía que era caleño porque le daba pena decir que era tolimense de Armero. O sea. Un volcán había arrasado su pueblo natal y lo había desaparecido para siempre del mapa. Nacho no tenía un origen. Sus raíces estaban sepultadas por el barro, unas raíces fantasmas, como en Pedro Páramo. Pero su esposa tenía un guiso divino. Nacho había sido taxista en Bogotá. Se llamaba Roncancio, pero él se presentaba como ¨Nacho¨. Una vez nos encendimos a los tiestazos en pleno trabajo con Nacho. Yo lo había sapiado con el manager de haberse robado un anillo, que en realidad me había robado yo.

Nacho me sacó sangre de un puñetazo en la nariz y yo le puse un ojo picho con tremendo jab de izquierda. Después nos volvimos a hablar, como casi siempre sueles hacer con un hermano. Nacho. Un tipo que sabía del perdón y del olvido.

A veces, también iba a cine. El Sunshine Cinemas era mi favorito. Era la época de ¨Frida¨, ¨The Ring¨, ¨El Crimen Prefecto¨, ¨8 Miles¨, ¨Y tu mamá también¨, entre las que recuerdo. Luego salías del teatro y te encontrabas a todo el mundo hablando por teléfono celular y trabajando en sus laptops. Para mí todo aquello era nuevo. El día que partí de Colombia nadie llevaba celular en las calles. Yo había despegado del medioevo y había aterrizado en la postmodernidad. Ir de Colombia a Nueva York era tomar un atajo de 600 años en el tiempo.

Obviamente no me sentía del todo confortable con tanto despliegue de tecnología. Eso era lo bueno de Nueva York. Te hacía verte en los espejos como el más chapado a la antigua. El termómetro perfecto para medir tus grados de provincianismo y los míos estaban por los lados de la fiebre reumática.

Sin embargo, lo que a mí más me gustaba era prestar DVDs en la biblioteca pública. Ese era mi logro mayor. Una vez había decidido no volver a cine porque el teatro de mi barrio siempre dejaba una bombilla prendida durante toda la función. No sé. Sólo estaba buscando un pretexto para no volver a cine. Era como si el piloto automático me estuviera transmitiendo un mensaje de alerta en cuanto a la calidad de la cartelera comercial. Por demás, cuando estás lejos, te va cogiendo cierto interés por investigar lo que hay de esencial en los componentes activos de tus orígenes.

Así que yo estaba muy a gusto viendo todas esas pelis del cine tercermundista. Quería ver hasta donde las industrias de Africa, Latinoamérica y Asia, habían forzado sus límites. Y de verdad los habían llevado bastante lejos. Había cosas interesantísimas para ver en las cientos de subsedes de la Queens Public Lybrary. Los productos Bollywwod eran los que mandaban la parada.

En Manhattan, lo más equivalente que podías encontrar, era la compañía Kim´s Video, pero aquella quedaba muy lejos de mi radio de acción. Lo que no impedía tampoco que tuviera un carnet de la Kim´s. La tienda estaba regentada por un combo de locos buena onda. Parecía que estuvieran deprimidos a toda hora, pero su amabilidad era infinita. Nunca se afeitaban y llevaban el pelo como lo llevaba Curt Kobain en el video Smells Like Ten Spirit. Se notaba que su ropa la compraban de segunda y sabían de cine como el mismísimo demonio. Una noche de viernes fui a rentar una de Bresson y estaban pasando la Vendedora de Rosas en los televisores de la tienda. Por joder, o por corcharlos, le pregunté a uno de ellos si tenían Rodrigo D y me dijo: ¨claro¨, ¨Por supuesto, es una de mis favoritas… Fegtor Gaferia, Right? ¨. Right!, le dije. Yo no lo podía creer. ¿Qué hacía este red neck viendo películas colombianas? Pero ahí estaba. Allí podías ver a los cinéfilos consiguiendo los títulos más insólitos. Los viernes en la noche eran los momentos cuando más se llenaba el sitio. La gente del East Village se agolpaba junto a la estantería de Indies para irse a casa con una buena de cine independiente. Era la forma menos ñoña de concebir el fin de semana en una ciudad culta e intelectual.

De esas noches en Kim´s video, yo me inspiraría para escribir un cuento como MUJERES AL BORDE DE UN ATAQUE DE EXILIO. La historia de una mujer que llega a Nueva York siendo una consentida y se estrella con la realidad de que allí nadie le va a parar bolas. Años después, luego de estudiar con detenimiento la canción de Bob Dylan, LIKE A ROLLING STONE, me daría cuenta que yo había escrito su versión literaria, una especie de remake de esa pieza inolvidable. Ey, does it feel? To be in your own, like a rolling stone!

Bob Dylan y yo nos habíamos llevado la misma impresión, de una misma ciudad, en diferentes siglos.

Se hacía tarde en Nueva York y tenía dos opciones. O me iba a la casa a ver a Bresson, aburrido como esa muchacha latina que inspiraría mi cuento; o me iba al concierto de mi diosito Chyarly García, a pasarla del putas. Yo ya no tenía muchos ahorros para la renta, pero me iba a gastar lo último en una boleta del grande.

Me esperaba una de esas noches yo-nunca-fui-a-new-york-yo-no-sé-lo-qué-es-parís. En la puerta se arremolinaban los fans argentinos. Aguante, Charly!, gritaban unos con cara de barra brava. Las calles de Manhattan olían como Lets wait a while de Janeth Jackson un domingo a las seis de la tarde. Era una gran noche. Lo fue y me iría a cambiar mi vida para siempre.