A eso de las 5 de la mañana empezaba a clarear un poco y los más débiles habían sucumbido al power de la fiesta rápida. Unos habían sido tumbados por el ron en los muebles de la sala y otros habían buscado las camas de las piezas. El hijo de B dormía frente al televisor encendido, rodeado de patas de marihuana, y no faltaba quien hubiera pedido un taxi y se hubiera deslizado por esa escalera de incendios que son los adioses de los ebrios.
En History Channel pasaban uno de esos documentales de alguna de las guerras mundiales con muchos buques y aviones y soldados alemanes en blanco y negro. Fui hasta el control remoto y puse al televisor al mismo nivel de la noche. En off.
De regreso a las hamacas del balcón, con la noche en off, me percaté de que A permanecía despierta, cambiándole el agua a un florero. Estaba en la cocina. Me quedé observándola desde el balcón por varios minutos y después me acerqué hasta la nevera y saqué unos restos de aguardiente que reposaban entre una lata de leche condensada y un paquete de queso parmesano. A hizo un chasquido con la lengua y vi que rabiaba con unas flores marchitas. Luego la vi tirando las flores al tarro de la basura.
- ¿Sabías que estamos en navidad? – Me dijo.
- Claro – le dije.
– Y hasta el momento, que yo sepa, ningún papá Noel nos ha dado ningún regalo.
- ¿Cuál es ese regalo que siempre has querido y que no te han regalado todavía?
- Unos binoculares – le dije - ¿A quién mierdas le da por meter el guaro a la nevera? Odio el aguardiente helado.
- Quizás debamos a ir a buscar esos binoculares – me dijo A – en algún lado de la ciudad debe haber una tienda abierta donde nos vendan unos binoculares.
- No lo sé – dije – No estoy seguro que podamos encontrar unos binoculares, pero sí estoy seguro de que al menos unas flores podamos comprar en alguna plaza de mercado. Este florero no se puede quedar sin habitantes este nuevo día.
Y entonces salimos. Ambos, A y yo, sabíamos que íbamos era en busca de más provisiones para nuestra fiesta personal, la cual no había terminado y que tampoco queríamos dejar que se terminara. Nos pusimos par lentes de sol y caminamos por las avenidas desiertas de aquella ciudad. Vimos los últimos borrachines que volvían desorientados a un hogar que probablemente estaban perdiendo o que iban a perder. También nos encontramos con esos tipos que se ponían una suerte de máscaras del holocausto y que iban por las calles aspirando papeles a través de un equipo que cargaban a sus espaldas y del cual salía una especie de manguera que hacía mucho ruido. También tenían unos chalecos de una compañía que no alcancé a leer. Trabajaban por parejas y en cada vía importante los veías, junto a otros carros que tiraban agua desde sus llantas para acabar de limpiar la ciudad. A su alrededor se levantaba una polvoreada de fin del mundo y los poquísimos transeúntes del amanecer les sacaban el cuerpo. A y yo estábamos rotos, deshechos. De vez en cuando escuchábamos una música parrandera que aun se escapaba de algún edificio residencial. Sentíamos los efectos del existir, todos juntos, comprimidos en un archivo de Mp3 a la hora de la salida del sol. Era ese punto de la rumba en que ninguna sustancia te produce algún efecto, entonces, si no te podés dormir, estás jodido. En una esquina del barrio Boston, A alcanzaría a divisar a una amiga mutua que venía con un sujeto, pero, cuando quiso evitarla, era demasiado tarde. Habían hecho contacto visual.
- ¡Cristo! – dijo cuando nuestra amiga se acercaba– No vas a mencionar que vimos su entrevista ayer en Teleantioquia. Salió fatal y me parecen horribles sus documentales y no quiero ser hipócrita. Así que no le pongamos el tema.
- Kiubo, ¿qué más?- dijo G.
- ¡Hola! – dijo A.
Juntaron sus mejillas como haciendo que se saludaban de beso. G tenía unos Lois, los jeanes más escasos del mercado, y una chaqueta marca Tennis; tenía cierto aspecto a lesbiana enojada de los años 60's. Su acompañante, por su parte, venía de saco y corbata y difícilmente podía modular palabra. Las mujeres nos presentaron entre sí y nos dimos la mano débilmente. De borracho a amanecido.
- He ido por el bar toda esta semana y no te he encontrado – dijo A.
- Ah, sí, he estado un poco indispuesta, pero sí me han dicho que te has pasado por allá.
- ¿Viste mi entrevista en Teleantioquia?
- No, no la vi, no pude, ¿vos la viste? – me pregunta A a mí.
- No, tampoco; ¿será que no la repiten? – dije.
- ¡Ay! Ojalá, porque la verdad, yo tampoco me vi a mí misma, me puse dizque a tomarme unas cervecitas antes del programa y terminé emborrachándome. No me acuerdo de nada.
- Ah, seguro que sí lo repiten. Esos programas los repiten mucho – dije yo.
- Sí, seguro que sí lo van a repetir, para que te podás ver – dijo A.
- ¿De verdad? – dijo G, esperanzada.
- Seguro – dije – eso dalo por descontado.
Luego sigue una sarta de formalidades y pretextos y mentirillas sobre la fiesta en curso y cada uno seguimos nuestro camino. Al llegar a la plaza de mercado, A me pregunta:
- ¿Qué pensás mirar con tus binoculares?
- No sé – le dije – las montañas de esta ciudad, quizás. Los colores de las casas. Las puertas, las ventanas, los techos tal vez. Los colores de las plantas. No hay mucho donde mirar y hay mucho al mismo tiempo.
En Maracaibo giramos por ahí, un poco embalados la verdad. No había nadie. Era esa fase donde el perico te pone a chasquear los dientes y tu mandíbula parece un cascabel, pero lo sabíamos manejar. Ya estábamos demasiado curtidos en amaneceres. El viento helado de la mañana nos hacía caminar en silencio. No necesitamos comentar nada ante la ausencia de movimiento en Maracaibo. Era un día de descanso para quienes escamaban el pescado y los pescadores se habían emborrachado y los peces se habían tomado la nave. Bajamos hasta Caracas y allí compramos otro poco de comida. Quisimos que aquel fuera un puerto y entramos a beber un par de copas frente al océano. Había mar de leva. Las olas ariscas. Mujeres en éxtasis, esperando melancólicas por sus marineros. Bandoneones sonando a través de los parlantes. Bailamos un par de piezas y luego fuimos a la plaza Minorista, donde compramos flores para el florero de A. Era azul, recuerdo. Con motivos japoneses y una figura achatada. Le cabían muchas flores a aquel florero.
Una vez de vuelta a la casa, yo me volví a tumbar en las hamacas mientras A acicalaba sus flores en unas nuevas aguas. Habíamos encontrado un par de binoculares al fondo de su closet y yo me había puesto a mirar las montañas detrás de los edificios. Luego vi salir a una mujer de su casa y la seguí con mis dos círculos negros. La ciudad empezaba a nacer. Me pregunté por qué yo estaba haciendo todo aquello. Por qué estaba allí con toda aquella gente y no en otro lugar. Miré a A, a la distancia, y reparé en su cuerpo. Estaba buena. Aún seguía en lo de sus flores. Dejé los binoculares a un lado y me le acerqué y empecé a acercar mi aliento en su cuello y me quedé un rato allí y, como no pasaba nada, seguí acercándome. Metí mi mano entre su camiseta esqueleto y busqué sus tetas.
Pensé que todo esto pasaba cuando uno llega a cierto nivel de conciencia. Cuando decides hacer del dolor tu amigo y te relajas frente a ti mismo y frente a la brevedad de la existencia. Cien años no eran nada. Ella se retractó un poco y acomodó su culo para que yo la masajeara con mi mano sobrante. La traje hacia mi paquete y empecé a estrujar circularmente. Besé su cabello. Tal vez sabíamos que algún día nos íbamos a morir. ¿Qué somos ante los miles de años que vienen por delante? ¿Qué éramos ante todos ésos miles de héroes del History Channel? Tal vez, cuando vos te ponías a pensar sobre lo inferior que eras, podías animarte a hacer cualquier cosa.